“A Gila”
Jamás había tenido un golpe de suerte en mi vida. Cuándo me avisaron desde la escribanía que había heredado una casa pensé que me estarían jugando algún tipo de broma pesada. Pero no fue así.
El caserón quedaba en el barrio de Caballito, donde todavía sobrevivían algunas calles adoquinadas y la mayoría de las construcciones eran bajas. Era de esas casas que llaman “tipo chorizo”. La entrada era por un zaguán, con puerta y contrapuerta las cuales eran con marco de madera y vidrios repartidos. Los herrajes y la aldaba eran de hierro fundido. Luego de un hall de recepción embaldosado se pasaba a un patio enorme. Lo cubría una parra de hojas tupidas. Hacia la derecha había una escalera de mármol cuyo primer descanso daba una pieza. Al final de la misma se entraba a una terraza tan grande como el patio.
Todas las habitaciones, una detrás de la otra, daban sobre el patio. En este se disponían unas cuántas macetas con flores y plantas. Un jaulón, que en sus mejores épocas, de seguro, estaría lleno de canarios y cardenales. En el límite del patio (lo que parecía el final) había una cocina. Detrás de la misma proseguía el un patiecito interior al que daban un par de piezas y dos baños.
Mentalmente elaboré una lista de elementos. Pintura al aceite y al látex, pinceles, aguarrás, clavos, machimbre, algunas chapas para reparar el techo de la galería. Después tenía que revisar los desaguaderos y la instalación eléctrica. De hecho tuve que comprar una llave térmica porque lo que había era un tablero de mármol con tapones cerámicos.
Después de dos semanas de arduo trabajo casi había finalizado.
Entonces ocurrió aquello.
—¿Te enteraste que hay un tipo de marrón en el fondo de casa?
Estaba chupando la bombilla, tratando de tragar el mate casi hirviendo que me cebaba Susana. No solo escupí por la boca sino que un poco se fue por las fosas nasales. Total: me queme la garganta y los conductos de la nariz. Tosí como un condenado.
—¿Qué dijiste?
—Un tipo de marrón. Lo vi esta mañana.
—¿Y? —la miré incrédulo— ¿Qué hiciste?
—Nada, te lo digo a vos —entornó los ojos con aire conspirador—, sos el hombre de la casa. Tenés que ir a hablar con él.
—¿Si? ¿Y que le digo? —el esófago me ardía—. Buenas, señor ¿cómo está? ¿le incomoda que viva en mi propia casa?
—Nuestra —me corrigió Susana— nuestra casa…
—Claro, nuestra casa —de nuevo la miré esperando que me dijera que era una broma— ¿Por qué no empezaste a los gritos?
—¿Porqué? Si el pobre viejo ni se escuchó en todo este tiempo.
—Bien, ¿Y porque no lo invitas a cenar?
—¡Ay! ¡Haceme el favor! —ahora ya estaba alterada— andá a hablarle para saber quién es. O si no mejor, hablá con la inmobiliaria, a ver que te dicen.
En la inmobiliaria me dijeron que tenía que hablar con la escribanía. En la escribanía que tenía que hablar con mis tíos a ver si ellos sabían algo de este asunto. No sabían nada.
—Mirá nene —para mi tía Celia siempre era el nene—, creo que la abuela Jacinta me habló de un señor. Creo que era carpintero, le sub alquilaron una piecita. ¡Pero hace tanto! No sé más nada.
Mi tío Juan, como era usual, no sabía nada de nada; excepto armar su pipa para ir a fumar a la vereda en su silla de mimbre.
—¿Ahora que vas a hacer? —la voz de Susana tenía un dejo de compasión.
—¿Y si voy a la comisaría?
—¡No lo puedo creer! Me casé con un hombre sin huevos ¿Que te van a decir en la comisaría? ¿Sabés cuántas casas tomadas hay en el capital?
—Una casa tomada… significa varias personas, acá estamos hablando de un viejo.
—¡Ahí está la madre del borrego! —me dijo socarrona— Un viejo. Mañana sacalo de las solapas a la calle, tonto.
Al día siguiente me llegué hasta la piecita. Estaba al fondo, al lado del baño más pequeño. De todas maneras había un tema que no era menor. Yo jamás lo había visto cuando hacía las reparaciones. Tampoco cuándo, necesariamente, el tipo tuviera que hacer sus compras. ¿Habría alguna entrada secreta que yo no conocía?
—Dejá, viejo —Susana a mis espaldas— ¿Qué mal puede hacer? Los chicos lo quieren, están horas con él.
—¿Los chicos? ¿Esteban y Paula? ¿Nuestros hijos?
—Si, ¿Quiénes más? —susurró—, lo adoran.
—Pero ¿Si el tipo es un pervertido? Pensá, si les hace algo.
—Boludo, ¿como podés…?
—Esas cosas ocurren, no es ninguna novedad…
El asunto es que me convenció, pero esa semana ocurrió algo que me decidió a enfrentarlo.
—¿Qué es eso que tenés ahí, Paula?
—Un crucifijo, me lo hizo el señor de marrón.
—Ni siquiera sabés el nombre —respondí con una rara mezcla de celos y recelo.
—No. Le decimos abuelo.
—¿Me lo dejás ver?—lo tomé en mis manos.
Nunca había sido demasiado creyente, pero el contacto con aquel crucifijo me sensibilizo, era como si la madera irradiará tibieza y paz.
—Papito ¿Estás llorando?
Tenía un nudo en la garganta, las lágrimas caían por mis mejillas a raudales. No podía dejar de acariciar la imagen del Jesús crucificado y sufriente.
Paula, asustada, corrió a buscar a su madre. Volvió con ella y con su hermano. Los tres me miraban sin entender demasiado, creo que jamás me habían visto llorar; ni yo entendía que pasaba. Me acerqué a Susana y le di el crucifijo. Dejé de llorar al instante.
Susana lo miraba con los ojos vidriosos pero en ningún momento rompió en llanto.
—¿Qué vas a hacer?
—Primero quiero el crucifijo envuelto en alguna tela. Después, mañana a la mañana voy a hablar con este hombre.
Al día siguiente me levanté temprano y salí a caminar por el barrio. Traté de poner mi mente en blanco.
Disfruté de los primeros rayos del sol, mientras algunos chicos, con sus guardapolvos blancos, iban camino al colegio entre risas y gritos. Una señora paseaba su diminuto perro lanudo. El carnicero estaba abriendo su negocio. Traté, en vano, de pensar lo menos posible en el extraño incidente de la noche anterior. Después de caminar unas cuantas cuadras, decidí volver bordeando las vías del tren. Pasó una formación aturdiendo con su traqueteo de hierro sobre hierro.
Ya estaba decidido, era el momento de hablar.
Pero al doblar la esquina me encontré con que algo andaba mal. Un patrullero estaba frente a mi casa y una comisión policial esperaba en la entrada con una ambulancia, al tiempo que llegaba otro patrullero.
—Perdón ¿Usted es el dueño de casa?
—Si…
—¿Me podría acompañar?
Entré. En el hall estaban Susana y mis hijos. Me miraron en silencio.
—Por acá, señor.
El oficial me indicó la cocina, pero seguimos hasta el fondo. La pieza del hombre de marrón.
—Buenas, disculpe ¿Usted sabía de esto?
—Bueno, mi señora me había comentado algo y yo…—traté de explicar.
—¿Por qué no nos llamó de inmediato?
—Pensé que yo podía manejar la situación —los policías se miraron perplejos—, no los quería molestar por una pavada, después de todo hoy iba a hablar con él…
Ahora si. Los tipos me dedicaron una mirada que mezclaba el asombro con la reprobación.
—¿Y se puede saber como iba hacer eso? —la voz del oficial sonó burlona.
—A eso venía, cuándo…
—Espere —levantó la mano—, sígame así me explica mejor.
Al entrar en la habitación varias sensaciones me invadieron. Mi sentido olfativo fue castigado por el hedor a encierro, ese olor característico a humedad como a hongos putrefactos de los sepulcros. El calor propio de las piezas que han estado mucho tiempo cerradas. Luego vi varias personas, algunas con guardapolvos y guantes de látex, rodeando la cama.
—El cadáver está momificado, por eso no despedía olor —uno de los de guardapolvo estaba hablando—.Tendremos que hacer algunos estudios, pero la muerte data de unos cuántos años.
El policía me miraba socarronamente. Yo sólo tenía ojos para el crucifijo de madera que pendía sobre la cabecera de la cama.
—Bien, ahora ¿me puede explicar?
—Oficial ¿usted habló con mi señora? ¿Con los chicos?
—Si, pero están algo alterados —dijo con voz grave—, contaron alguna historia incoherente sobre un hombre de traje marrón y un crucifijo de madera.
Salí de la habitación seguido por los dos policías, me dirigí al comedor.
—Susana ¿dónde está el crucifijo?
—Ahí, envuelto en la franela.
Me acerqué hasta la mesa ratona donde reposaba el trapo amarillo doblado con prolijidad. Lo abrí. No contenía nada.
Me adiviné en la mirada de los míos. Susana y los chicos. De seguro mis propios ojos reflejaban el mismo desconcierto, la misma incredulidad y la pena que se lleva a cuestas cuando se pierde a un ser querido.
Concurso «El Fausto», España, Mención de Honor, septiembre 2006
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