La mesa estaba servida

Lo recuerdo a la perfección.

Cumplía 18 años. Todo un acontecimiento. La edad en que por arte de magia, dejaba de ser un niño para convertirme en hombre.

La celebración en casa se había preparado con semanas de anticipación.

Muchos invitados, amigos, familiares y la insólita visita de alguien que no veía hace varios años. Mi abuelo.

Lo que sabía de él, era muy poco, solo algunos cuchicheos familiares, que lo retrataban como un hombre un tanto inusual (lo que en la práctica significaba que estaba un poco loco).

Al parecer, vivía de un modo demasiado disipado para los conservadores estándares de esa época.

Y aquí estaba él, saludando a todo el mundo con una amabilidad y desfachatez que me sorprendió.

Mi madre levantó una ceja cuando me pidió acompañarlo para comprar un regalo de mi elección. Un tanto dubitativa le pidió que no nos atrasáramos al volver.

(El hecho de que en el camino nos juntaríamos con un par de mis tíos, le dio algo de tranquilidad).

Así que me subí al auto de ese enigmático desconocido.

La primera parada para mi sorpresa, fue en un restaurante y sería la última, antes de volver a casa.

Al cruzar el acceso pude percibir de inmediato, ese mundo especial.

Mozos caminando con prisa llevando bandejas de diferentes tipos de comida, el sonido de platos chocando al retirarse para ser lavados, los aromas a especias y condimentos que impregnaban el ambiente en diversos platos vaporosos. Las risas y las conversaciones alejadas, relajadas y amenas, en una sinfonía caótica, que sin embargo me parecían agradables susurros lejanos.

El viejo bonachón se acercó a la barra y levantando los brazos, saludó efusivo a mis tíos y a un par de desconocidos.

Todos estaban ahí para celebrar mi cumpleaños.

—Miki, me explicó mi abuelo— El regalo de cumpleaños para ti, está esperando en la siguiente habitación. Es una antigua tradición familiar, que se ha transmitido de generación en generación, con algunos cambios producto del paso del tiempo, pero el espíritu se mantiene. Hoy tú eres el invitado de honor.

Estoy seguro, que después de escuchar esto, temblé como un niño asustado.

—Una cerveza para el festejado— pidió mi tío Carlos mientras los demás me abrazaban afectuosos.

Bebía la primera cerveza en mi vida y todos con amabilidad intentaban incorporarme en una amena conversación que sostenían entre recuerdos y anécdotas.

Una hermosa señorita de ajustado vestido se acercó y después de darnos una cálida bienvenida, nos invitó a seguirla al segundo piso en una sala reservada para la ocasión.

La habitación era bastante amplia, la suave iluminación le daba un aspecto de agradable intimidad. Las paredes sin ventanas estaban decoradas con hermosas mujeres cubriendo su desnudez con vestidos transparentes.

La mesa estaba servida.

Mi corazón dio un vuelco y mi respiración se agitó descontrolada al mirar con atención…la mesa servida.

Un camarero se acercó y sirvió con elegancia las copas de champagne dispuestas. Luego se retiró despidiéndose con formalidad.

Mi abuelo tomó la palabra y solo dijo —salud, querido nieto… por tus 18 años.

—Salud respondieron todos con amabilidad.

Yo agradecí con una sonrisa forzada y un movimiento de cabeza.

Sin poder evitarlo, y con mucho disimulo, miraba de vez en cuando, la mesa en cuestión.

Estaba pulcramente dispuesta cumpliendo con exactitud los protocolos de cantidad y distribución de servicios, copas y platos.

Una variedad exquisita de distintos tipos de quesos, jamones, mantequillas, panes, aceitunas, frutas y ensaladas, cubrían…el cuerpo desnudo de una mujer tendida sobre el mantel.

Casi como un rito, todos caminaron alrededor de la mesa antes de situarse en sus respectivos asientos. Yo detrás de mi abuelo seguía mirando con disimulo las curvas de la mujer asomando bajo los manjares dispuestos. Al llegar a la cabecera vi su rostro. Recuerdo perfectamente esas facciones de una palidez exquisita contrastado con el rubor en sus mejillas y el rojo intenso de sus finos labios. Sus ojos azules estaban delicadamente delineados, y su cabello rubio ondulado se deslizaba con gracia por el borde de la mesa.

Me miró, y al hacerlo sonrió cerrando con coquetería uno de sus ojos. Sentí que me sonrojaba y me enfoqué en mi vacilante caminar para no cometer una torpeza.

Mi abuelo me indicó donde sentarme. En el puesto de honor, a la altura de la entrepierna de esta diosa desconocida. Él se sentó frente a mí, sonriendo con calidez.

Se produjo un silencio incómodo, levanté mi vista mirando a mi abuelo. Me hizo una señal que entendí de inmediato.

­­—Buen apetito señores—. Dije casi en un susurro.

El banquete había comenzado.

Yo solo podía pensar que solo a medio metro de distancia se encontraba cubierto por sola una hoja de lechuga, esa parte desconocida, pero absolutamente fascinante, que me desbordaba en esas noches juveniles en la soledad de mi cama.

La comida para todos los presentes parecía desarrollarse con normalidad, conversación amena, risas compartidas mientras degustaban los vestidos de la joven mujer, dejándola cada vez más desnuda.

Con timidez y dedos nerviosos cogí una aceituna verde rellena, que estaba sobre su ombligo. Hice todo lo posible por no tocar ese cuerpo. La amargura de este fruto hizo temblar mis mandíbulas, la mastiqué con suavidad hasta disolver su carnosa textura.

Alcancé una frambuesa ensartada en esos palillos que permanecían entre sus piernas juntas para disminuir el amargor de la aceituna.

—¿Te gusta la crema?— Me preguntó el amigo de mi abuelo.

—Si, claro.

—Permíteme

La acercó al pecho de la muchacha y la untó con la crema que ocultaba su pezón hasta dejarlo a la vista.

La comí con lentitud. Nuevamente mis mandíbulas temblaron, pero no era por el sabor de la fruta.

Su pezón era de todo mi interés, y ya sin pudor, al ver que nadie estaba atento a mis reacciones, fije mí vista en ese delicado círculo rozado que parecía alzarse sin temor de ser admirado.

Seguí disfrutando de todo lo dispuesto en la mesa, entendiendo lo que esto significaba para mis pensamientos cada vez más alborotados.

La hoja de lechuga continuaba ocultando el tesoro de mis tantas noches de desvelo.

Mi abuelo pareció adivinar mis pensamientos. Me hizo un gesto con la mano para que yo la retirara. Moví mi cabeza en forma negativa.

Entendiendo mi timidez acercó la mano a la entrepierna de la muchacha. Yo me acomodé ansioso en la silla.

Me pareció una eternidad el tiempo que se tomó en dejar a la vista esa fruta prohibida, pero finalmente ahí estaba, en todo su esplendor.

Dos pequeños montes separados por un delicado y angosto riachuelo que se perdía entre sus dos piernas y un bosque superior triangular de tímidos y dorados pelos la coronaban.

Respiré profundo imaginando oler ese aroma que parecía encantar mis sentidos. Mordí mis labios sin darme cuenta, mientras mi lengua parecía disfrutar de aquellos sabores desconocidos que suponía más dulce que la miel.

Pronto la naturaleza hizo su llamado, la sangre caliente bajó de súbito, ubicándose caprichosa en el lugar menos indicado, delante de tanta gente. Transpiraba aún más nervioso sin poder ocultar esa erección que parecía romper mis pantalones y la que era imposible controlarla, pues mi vista seguí hipnotizada en la entrepierna pálida de la mujer tendida.

No sé cuánto duro ese inolvidable momento, solo recuerdo que quise golpear al camarero cuando entró a ofrecernos un bajativo.

Todos pidieron café, así que me incluyeron en esa elección.

—Sé que no te gusta— me dijo mi abuelo, pero hoy que es una ocasión especial, lo tomarás sin azúcar para que puedas conocer en toda su dimensión su aroma y sabor único. Y lo más importante, cada vez que en el futuro vuelvas a beberlo, recordarás este momento.

La comida había concluido. Mi abuelo me hablaba en un rincón de la habitación, mientras un camarero se aprestaba diligentemente a vestir a la muchacha con una bata, pero antes de hacerlo, ella se acercó deslumbrante, en toda su desnudez, me abrazó y me dio un beso. Un beso apretado, húmedo, donde su lengua jugueteó a su antojo con la mía hasta dejarme sin respiración. Tomó mi cara entre sus manos y besando mi frente dijo despidiéndose.

—Feliz cumpleaños Miki.

Yo la seguí con la vista hasta que la puerta se cerró. Una amplia sonrisa seguía en mi rostro. No pude evitarlo, sonreí feliz. Todos lo hicieron también, hasta que se transformó en una gran carcajada, de pronto todos cantaban cumpleaños feliz…

Lo último que recuerdo de esa inolvidable velada fueron las palabras de mi abuelo.

—Tu regalo pudo haber sido un momento de sexo, pero tendrás toda la vida para disfrutar de esos placeres.

Ojalá hubiese estado tu padre—concluyó con tristeza.

Pareció conmoverse al recordar a su hijo fallecido, pero pronto se animó.

—No es momento de nostalgias, así que vamos andando antes que tu madre nos regañe.

                                                                         ***

Hoy es nuevamente un día especial. Mi hijo Maximiliano cumple 18. Se ha convertido en todo un hombre.

Saboreo un café amargo sin azúcar.

Percibo el ajetreo y la agitación de personas trabajando para que todo salga perfecto.

El ambiente está impregnado de olores de pimentones, pollo, cebollas, y carnes saltadas.

Percibo el sonido que producen los servicios y platos ubicándose en el sitio que les corresponde.

La mesa está dispuesta.

La recorro de extremo a extremo, deslizando mi dedo con suavidad por el impecable mantel.

Mi hijo está sentado en el sitial de honor.

Después de degustar esas exquisitas preparaciones, es hora de que reciba su regalo. Siento una pequeña inquietud. Espero que le guste.

Su madre llega con el presente

Lo abre ansioso.

Una Play Station 5. Pareciera que sus ojos brillan de emoción. Se retira de inmediato para jugar con sus amigos.

Yo sentado al borde de la mesa, levanto mi copa, y en mis pensamientos brindo con mi abuelo.

Como tú dijiste, los tiempos cambian. Salud, querido viejo.

(imagen de la portada, tomada de la red)

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