Del grupúsculo me miran unos ojos no interesados, asintomáticos. Es un frívolo simpático. Su rostro aísla un misterio que asoma malvado por las pupilas, no hay memoria de emociones exuberantes en esa piel , tan solo una felicidad mínima y absoluta, una luz que convive con nada.
No sé desde qué momento ha comenzado a mirarme, pero desde que lo he descubierto no ha dejado de hacerlo.
No me hubiera incomodado su mirada de no ser porque dentro de mí comenzó a surgir un sentimiento indescriptible, algo que variaba entre un miedo, un aviso de peligro, y una calidez familiar; me hacía sentir una cálida confianza en un espacio de cariño fraterno, pero sin dar ni una señal de benevolencia con un gesto u otra manifestación evidente de cualquier tipo de emoción.
Intenté desinteresarme mirando a todas partes e incluso cerré los ojos. Pero indiferentemente de ello, allá al fondo entre el claroscuro en el final del vagón, un búho detrás de los ojos del frívolo continuaba hurgando en mi interior.
Sonaban los rieles bajo mis pies como un latido vivo, había tanto silencio que dominaba el discurso de ese palpitar. El tren luego de hundirse varios metros bajo la tierra, resurgió guiado por sus vías hasta una altura suficiente como para mirar la ciudad con ojos de paloma y sentir la soberbia de un semi vuelo. O un vuelo bien imaginado.
Me abstraje algunos minutos mirando los autos y sus luces que se deformaban por los rayones del cristal en la ventana de aquel vagón. Aromas desagradables variaban su presencia, pero seguro era que no existía momento en que se pudiese respirar un viento fresco.
Recordé al mirar el tránsito detenido en la calle, la comodidad del sillón donde miro televisión por la noche, vi la imagen en mi mente de la cajetilla de cigarros en el suelo, yo fumando uno mientras cenaba y bebía agua. Pensé en la delicia y la comodidad de aquel placer, o el de mirar el humo escapar por la ventana del baño por la mañana mientras el agua que escupe la regadera suena reventándole golpes al suelo.
En ese momento el tren frenó bruscamente, yo que no me sujetaba casi caía al suelo, sino es por una persona que me sujetó.
Era aquel hombre frívolo. Me sostuvo y me miró fijamente sin producir ningun gesto.
El tren volvió a avanzar y está vez me sujeté de un tubo, quedando frente a frente con aquel hombre a una distancia sumamente corta.
De entre todos los aromas pestilentes, detecté un perfume interesante. Emanaba del pecho del frívolo, así parecía. Un aroma en principio agradable, aunque paulatinamente se convertía en un aroma empalagoso, una falsa dulzura que transgredía.
El tren se detuvo, llegamos a la estación final. Al salir todos se empujaron y dispersaron. Perdí noción de dónde quedaría aquella persona.
En algunos minutos las escaleras fueron quedando vacías, bajé tranquilamente sintiendo cómo poco a poco todos se alejaban y en los pasillos de la estación el eco comenzaba a emanar de todas las esquinas.
Pasos antes de salir de la estación saqué un cigarro y lo puse en mi boca; guardaba la cajetilla en mi bolsillo cuando hórridos gritos invadieron todo el pasillo, provenían de la calle.
Me apresuré y salí buscando ver qué pasaba. Adelante de mí un grupo de gente miraba el suelo, al acercarme vi un hombre tirado que sangraba, con una herida profunda en el cuello. Hablaban sobre un asalto o un asesino.
Tan solo unos segundos después de mirar la herida y sentir el horror de aquel hecho, mire un poco más arriba y vi ese rostro de nuevo.
Y entre el grupúsculo desquiciado el frívolo tirado en el suelo dirigía su mirada hasta las nubes. Y sin ningún gesto, en sus ojos se abrieron las ventanas y las cortinas ondeaban la partida del búho con su misterio.
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