Milagros se enroscaba sobre su propio misterio -que era el misterio mismo de la vida que se abre paso- como un caracol. Era menuda, morena, dispuesta. Lista y algo hermosa. Su madre era menuda, morena, dispuesta. No era lista ni era hermosa. Las dos cuidaban de las vacas y de las gallinas y atendían la casa. Milagros, además, estudiaba todo lo que podía. Quería ir a Santiago y hacerse doctora, y Elena, la maestra, la animaba convencida de que algún día lo conseguiría.

Cuando iba a la escuela, los vecinos de la aldea la miraban de reojo y bajaban la cabeza avergonzados. Sus mujeres también la miraron siempre, pero con una mezcla de lástima y rabia, por ella y por ellas mismas. Se acostumbró pronto al escrutinio, que al principio le hacía clavar los ojos en el suelo, bajo el peso del bochorno, pero que poco a poco aprendió a soportar cambiando el sonrojo por un cierto orgullo. Así siguió su camino bien derechito hasta el día que hubo de conocer al Manuel. Aunque ya era mocita casadera y casadas y preñadas andaban ya algunas de sus amigas ella había huido siempre de los hombres, a los que por lo general consideraba haraganes y de poco fiar. Solo de pensar en tener uno cerca se le abrían las carnes y hasta mala se ponía. Ella, que no presumía los domingos a la salida de la iglesia ni pensaba en bailes ni en romances, fue poco menos que a volverse loca por aquel rapaz flacucho, de pelambrera rizada y rubia, la de los celtas que decían habían habitado hacía mucho aquellas tierras. Manuel tenía los ojos de hielo, como con un pesar siempre, y unos andares poco propios del monte y de la aldea; más pareciera que venía de recitar poemas en el Principal que de sachar y trabajar la tierra de sol a sol para arrancarle unas tristes berzas. No era buen mozo, y aún así , Milagros no podía dejar de pensar en él desde el instante en que cruzaron las miradas en la misa de Pascua. Llegó a obsesionarse de tal modo con Manuel que apenas dormía y si lo hacía soñaba en rarezas que la traían atormentada. Él, que nunca se había fijado en ninguna, fue a fijarse justo en Milagros, que no podía ser más buena y xeitosa, además de guapa un rato largo, pero no dejaba de ser Milagros, que ya le pusiera el nombre el señor cura por algo, y que los milagros no suele pasar que se repitan muy a menudo. Pero eran jóvenes y la sangre les hervía como a todos los demás, y llegó el día en que Manuel se atreviera a hablarle y poco a poco se fueron haciendo novios, casi sin pensarlo.

El señor cura estaba inquieto, y, sin poder reprocharles nada pues eran formales y piadosos y atendían tanto el uno como la otra a las madres con devoción, andaba siempre intentando asustar a Milagros y sugiriéndole que se inclinase más bien por la vida del convento, que allí cerca había una comunidad de monjitas muy santas y muy buenas que la querrían como a una hija y que Cristo estaría encantado de tener a una sierva tan caritativa entre sus esposas. Cuanto más insistía don Celso más y más le gustaba Manuel a Milagros, y más soñaba con él sueños poco decorosos y más la consumía el fuego que sentía por dentro. Hasta que el señor cura consiguió, a base de insistir, todo lo contrario de lo que buscaba y un día, Milagros empezó a encontrarse rara, a sentir molestias y marearse sin motivo. Perdió las ganas de comer y la color, hasta que echando cuentas cayó en que hacía ya días que no sangraba cuando debía y al pasar más de un par de meses así, ya no tuvo dudas. Don Celso se enteró por confesión y desde ese instante se olvidó de las monjitas y puso todo su empeño en conseguir que los muchachos se casasen como Dios manda, por no empezar a repetir por el principio la historia de la madre de Milagros y la de la madre de su madre.

Que Rosa diera a luz de soltera era bien sabido de todos, y a nadie importaba demasiado. Lo de Rosa había sido un milagro, una señal del Altísimo, un descuido de ella, sí, pero no se le podía achacar culpa alguna, pobreta, pues qué iba ella a entender. Dios no había de pedirle cuentas por aquel traspié. Quién sabe si, de conocerlo el Vaticano, no podría llegar a Santa. Quién sabe si no era Rosa un instrumento de Dios para poner de manifiesto su poder y su misericordia infinitas, habiéndole concedido a aquella pobre infeliz una vida fresca y sin tara. Lo de la abuela de Milagros, Margarita, era un asunto bien distinto. Las viejas la recordaban pizpireta y despreocupada, despegada de sus padres a los que no hacía el caso que debiera. Tuvo novio formal un tiempo, pero no era para ella aquella vida ordenada y marchó un día de viaje con una caravana de cómicos que pasó por la parroquia. Al año regresó con un nena en un cestillo que dejó en el portalón de las monjas. Las hermanas criaron a Rosa, e hicieron con ella lo que pudieron, que no fue poco. Le enseñaron a trabajar la huerta y a cuidar las vacas, y tan bien se le dio el encargo que con el tiempo la dejaron vivir sola en la que fuera la casa de su madre, con una pequeña vacada y unas gallinas. Las monjitas no tuvieron que arrepentirse nunca, pues era hacendosa y ordenada, cuidaba bien de los animales y de ella misma, asistía a misa por lo menos los domingos e incluso ayudaba a mantener limpia y arreglada la iglesia. Hasta que pasó lo que pasó.

El señor cura no podía permitirse ni una madre soltera más. Manuel no se opuso, aunque andaba aquellos días más embobado de lo normal, como pensando en las musarañas, y no se le veía muy ilusionado con su futuro, aunque a Milagros la cuidaba con más amor y más delicadeza que nunca. De ella tampoco se podría decir si estaba triste o contenta. A ratos parecía poseída de una gran energía, y corría de un lado para otro atendiendo a todas sus obligaciones, la casa, el ganado, las gallinas y aún la pequeña huerta que tenían al fondo de la casa, junto al regato. A ratos parecía desfallecer, y se dejaba caer sin fuerzas en la silla de la cocina, junto al hogar, con la mirada perdida en el fuego, como si éste le hablase y fuese ella capaz de interpretar aquellos chasquidos, y aquellas sombras y el fulgor que las producía, como descifrando un oráculo antiguo y terrible que le contase su vida de allí en adelante.

Con estos ánimos extraños se dispusieron a organizar una sencilla boda. Para la ocasión Milagros se cosió un vestidito de entretiempo, ajustado bajo el pecho y recta la caída, estampado de florecillas en tonos lilas porque no pareciera que iba de luto pero sin que pudiera decir nadie, tampoco, que se lucía con tonos claros que no eran propios de su estado. El señor cura ofició la ceremonia en la ermita de San Roque, con asistencia de las madres de los novios, alguna comadre de aquellas y Elena la maestra. Los hombres no se atrevieron a pisar el templo, aunque después se unieron a un austero festejo en casa del novio. La misa fue a primera hora y el convite hacia las doce. Después de algún entrante, chorizo, algo de lomo y algo menos de jamón, se sirvieron las sopas de lechuga y las castañas asadas con tocino, y unos bizcochos de huevo y bicas mantecadas a modo de postre. A media tarde se despidieron los novios de sus pocos invitados y marcharon a pasar la noche de bodas a la capital, a una pensión que tenían unos parientes del cura que prometieron cuidar de ellos y no molestarles más de lo necesario en su luna de miel. Así pasaron tres días en la gloria, alejados de sus vidas miserables, olvidados de lo que se les venía encima. Pasearon por la ciudad como dos enamorados, sobresaltados por el tráfico al que no terminaban de acostumbrarse, asombrándose con cada escaparate, mirando de hito en hito a las señoritas de capital y sus atrevidos modelos y a los elegantes caballeros que las acompañaban. Frecuentaron la catedral asistiendo a la misa diaria por no dejar de oír al cantor que la acompañaba con su voz profunda, que retumbaba en los grandes sillares de granito.

Los tres días terminaron y hubieron de volver a la aldea. El viaje de vuelta se les hizo más pesado que el de ida. El coche de línea les llevó hasta la última parada del concello y hacia las doce encararon la pista de tierra que atravesaba el monte hasta la aldea. El campo estaba fresco y comenzaban a salir las flores pero no reparaban en la belleza que les rodeaba, habitados sus pechos como estaban por la angustia y la incertidumbre. Hacia las dos llegaron a casa, su casa, en la que empezaban la vida de casados con la madre de ella, que había pasado los días que faltara Milagros donde la maestra. Repartieron los cuartos como mejor pensaron, ellos abajo y Rosa en el abuhardillado de arriba, aunque Milagros no se quedaba tranquila y se preguntaba si sería capaz, cuando naciera la criatura, de estar atenta durante las noches a los ruidos del bebé sin desatender a los de su madre, que tanto la necesitaba también.

Al pasar de los días se fueron acomodando a su nueva situación. Manuel seguía con sus tareas en el campo, cultivando las dos tierras que le dejó su padre, un terreno de maíz forrajero y un pequeño huerto con berzas, grelos, lechugas y algunos tomates. Del huerto prácticamente todo lo consumían. El maíz lo vendían y mucho iba para fuera. Milagros seguía llevando las vacas al monte con su madre, cuidando las gallinas y atendiendo las tareas domésticas. Manuel pasó a hacerse cargo de los tratos con el sindicato y las hermandades, aunque era Milagros la que disponía de los dineros y los administraba con cabeza. Entretenida en sus nuevos quehaceres, de cuando en cuando se la veía contenta, tarareando cantigas de amores, ilusionada a ratos ante la idea de convertirse en madre. No tenía malas manos y bordando se diría que conjurara sus miedos y el tiempo se le pasaba suave con una medio sonrisa en la boca. Imaginaba una neniña rolliza, sana y despierta. La pensaba luego ya moza, yendo a la escuela, aplicada y formal, listísima, buena para las cuentas y para las redacciones, jugando a las tabas y saltando a la comba con las otras niñas de la aldea. La veía en sus sueños ayudando en casa, trajinando entre los cacharros, levantando camas con ella, sacudiendo los colchones de lana vieja muertas de risa las dos, blanqueando la colada en el tendal de la huerta, recogiendo los huevos en el corral. Pero las más de las veces a Milagros parecía nublársele el entendimiento, le hablaban y no respondía, andaba perdida, vagando por la casa como una sombra, sin hacer ruido, la mirada cubierta por un velo tejido con desgracias antiguas. Pasaba las noches inquieta, dando vueltas sin parar, haciendo un revoltijo con las sábanas. A veces despertaba gritando, agarrándose fuerte la tripa redonda, chorreando sudor. Si le preguntaba su marido qué tenía, era incapaz de explicarse con claridad. Que si una lamprea gigante le entraba por la boca y le salía por entre las piernas, que si una vieja muy vieja se le acercaba riendo como una bruja a rebañarle el vientre con un gran cucharón, que si le nacía un niño verde de los pies a la cabeza…

Una noche despertó Manuel sobresaltado y, al no sentir su calor, salió a buscarla con un mal presentimiento. La encontró en un rincón del establo, en camisón, acurrucada entre las terneras, impregnada de olor a bestia, como hipnotizada. Despertó desorientada y dócil volvió a la cama. Otro día fue a buscarla al lavadero, pensando encontrarla con las otras mujeres de la aldea. Pero allí no andaba, ni en la casa, ni en el corral, ni la encontraron después cuando fueron a buscarla al monte. Se vino la noche encima escudriñando cada roca, cada penedo, cada robledal, cuando un rapaz se llegó a Manuel sin aliento y le dijo que atopara a la Milagros por cerca de la cascada, toda empapada, vestida con su traje de novia sin abotonar, hablando locuras y tiritando de frío.

Incluso su madre, desde su particular mundo sencillo y transparente, la notaba rara. Le preguntaba a su modo qué es lo que había, y le acariciaba la mejilla con ternura.

Rosa, igual que ella, había cuidado las vacas desde niña. Pasaba el día entero en el monte. Venteaba el aire para saber hacia dónde llevar el ganado, se resguardaba entre las rocas los días más fríos del invierno y los más calurosos del verano. Se tumbaba al sol en primavera escuchando atenta los sonidos de las rubias. Era un trabajo tranquilo y monótono, por eso no le importaba que de tanto en tanto viniese alguno de aquellos hombres a jugar con ella. Les daba pena verla tan sola, le decían, y la llevaban por donde el castro, y le preguntaban qué juego le gustaba más, aunque nunca hacían caso de su respuesta. Tampoco ella entendía del todo las palabras, prefería las imágenes, igual que las vacas.

La existencia de Rosa era, a ojos de los demás, un puro automatismo. Salía por las mañanas temprano y llevaba las reses a pastar. Regresaba antes de que el sol se empezase a poner, procurando que no se le despistase ninguna ternera. Cumplía su tarea con método riguroso y, por lo general, no echaba en falta conversación ni compañía; con los animales se entendía bien. Sabía que les asustaban tanto las luces como las sombras inesperadas en su camino, y lo sabía porque a ella, que no era cobarde, también la asustaban.

Cuando empezaron a crecerle la tripa y los pechos se terminaron las visitas de los hombres que querían jugar con ella. Su barriga estaba cada día más dura y más voluminosa, la piel tensa pareciera que le iba a estallar. A ratos le dolía mucho, muchísimo, y las mujeres de la aldea le decían que tuviera paciencia, que aquello pasaría y que pronto tendría un neniño en el colo. Llevó el embarazo como buenamente pudo, y si no llega a ser por la maestra no habría sacado a la nena adelante. Elena era joven y no sabía nada de partos, pero ayudó como mejor supo a traer al mundo a la Milagros, que lloraba de lo lindo y así de fuerte salió, que llorar ensancha los pulmones y hace crecer los fillos. La quiso desde el día que nació y toda la rabia que sentía por el mundo injusto al que llegaba la transformó en ternura para la pequeña y admiración para Rosa.

Más pronto que tarde hubieron de intercambiar papeles madre e hija pero hasta ese momento Rosa fue una madre diligente y amorosa, entregada a su criatura igual que cualquier otra que no fuese, como le decían en el pueblo, retrasada. La tonta de la aldea, de la que se reían los rapaces y con la que se entretenían los mayores, pensando que con una medio bestia aquello no podía ser ni pecado.

Una noche de noviembre, cuando empezaban las nieblas a extenderse espléndidas, Milagros sintió que una mano helada se le posaba en el alma y salió como en procesión tras las voces que decían su nombre. La Santa Compaña, que sabía de su miedo atávico, la reclamaba para sus filas, pues entre la vida y la muerte se movía Milagros desde que supiera que un ser nuevo se gestaba en su interior. Pero un último aliento de mujer valiente se la arrebató a la muerte, que no habría de hacerla suya hasta después de muchos años. La encontraron a la mañana siguiente, junto al peto de ánimas camino del cementerio. Allí mismo amamantaba a su pequeño prodigio recién nacido, desterrado ya su miedo a dar a luz una vida defectuosa, agotada, felicísima y llena de respeto por su madre que se echó al suelo con ellos para darles calor.

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