Yo tengo la manía de coger siempre el producto del supermercado que está justo detrás del que voy a comprar, no el paquete o el bote de lo que sea que se encuentra en la primera línea del estante, sino que tengo que separar ese y coger el que está más apartado, detrás, o justo debajo, o un poco más arriba, que apenas alcanzo a cogerlo. Quiero comprar café, me acerco al pasillo donde está el café soluble, voy a coger el boté de Nescafé que tengo delante de mí, pero algo me hace coger el bote que está detrás de ese primero que tengo a mi alcance. Lo mismo con el paquete de cereales, con la bandeja de salmón. Es como si pensara que el bote de café o el paquete de salmón que me estaba predestinado tuviese algún fallo, no fuese tan bueno como el otro más apartado, que en principio yo no iba a coger. Y lo mismo con el periódico, claro, aunque ese gesto puede ser más común, o con el libro que me voy a comprar, porque al primer ejemplar siempre le veo alguna rayita, alguna dobladura en las esquinas, alguna mancha en la portada. Así que cojo el siguiente, que igual está más sucio que el anterior, entonces rebusco entre todos los ejemplares hasta encontrar el que parece que está perfecto, impoluto. Llego a casa y, como una jugada del destino, encuentro que, en el interior del libro escogido con tanto tesón, varias páginas están mal impresas, o que están recortadas en la parte superior y hasta se ha cortado alguna línea del texto.

¿Qué explicación puedo encontrar en este acto tan maniático? ¿Me da miedo el destino, el azar? ¿Y si ese salmón, el que estaba justo encima del resto, estuviese en mal estado o no fuese tan bueno como el que estaba debajo? ¿Es pura superstición? ¿Es un acto de voluntad, de cabezonería, como el querer afirmar, no, no escojo ese que me estaba destinado, sino el que yo quiero? ¿Es temor? ¿A qué? ¿A dejarse arrastrar por la corriente de la vida, por lo que esta te depare, sea una bandeja de salmón, un bote de café abollado, o una persona con alguna mancha y dobladura en su silueta? ¿Es, pues, un afán de perfeccionismo que me sirve como coartada para dejar la vida, siempre imperfecta, en suspenso? ¿Es eso, no sólo una chifladura tonta, manía de persona solitaria y desconfiada, es un síntoma de algo más serio en mi forma de querer asir cualquier bote de café o bote salvavidas?

Esta vez bajo al supermercado con el firme propósito de no rebuscar en los estantes, de ir metiendo en la cesta lo que quiero comprar sin escoger el bote más apartado, sino el que esté al alcance de mi mano. Empiezo con la caja de cervezas, cojo la que está más cerca, hago lo mismo con los yogures, aunque primero miro la fecha de caducidad. También el queso, aunque esto ya me cuesta un poco más, pero lo consigo. Cojo el paquete de queso brie, sí, ese, venga, ese primero, está un poco doblado el envoltorio, pero es igual, está bien cerrado, no pasa nada, venga, dale, tíralo en el cesto. Lo echo en el cesto con un cierto temblor de manos. Trago saliva y me acerco al pasillo del café. Ahí están los botes de café soluble. Veo que el que justo está delante tiene la pegatina arrugada y la tapa está un poco abollada. Pero no está roto el tarro, no pasa nada por que la tapa esté un poco abollada, se ve que, a pesar de ese desperfecto, puede girar perfectamente para poder abrirse. Así que extiendo el brazo, alargo la mano para cogerlo, notando el temblor en mis dedos cuando voy a agarrar el bote. Pero no puedo. Veo otra vez la pegatina arrugada, la tapa con la abolladura y me produce un disgusto que casi llega al asco. Me digo a mí misma, qué tontería, es solo un bote de café, venga, cógelo ya de una vez y sigue haciendo la compra, qué más de la puñetera tapa, coge el bote y sigue. Así que alargo otra vez la mano y cojo el bote. Tiembla el bote en mi mano como si tuviera vida, como si fuese un pájaro o un ratón, lo voy a echar al cesto, entre las cervezas y los yogures, mi bote de café abollado y con la pegatina arrugada, pero en ese momento sé que no será posible, sé que mi mano temblorosa dejará ese bote en el estante y buscará otro más alejado, otro que tenga la pegatina en perfecto estado, que la tapa no esté abollada, para que pueda desenroscarse perfectamente, sin peligro de que se atasque o de que el café no esté herméticamente cerrado. Así que, presa de una agitación interna, que me hace temblar y tener palpitaciones, que me suden las manos y que empiece a respirar pesadamente, escojo, escojo el bote perfecto y, en mi búsqueda, acabo tirando un bote de café, que se rompe contra el suelo con estruendo, esparciendo el polvo del café en el pasillo del supermercado, y otro bote más se me cae en esa búsqueda desesperada, y ya acude a ese pasillo un reponedor del supermercado que me dice pero qué pasa aquí, qué está usted buscando señorita, este destrozo va a tener que pagarlo, mientras yo sigo buscando el bote de café perfecto y otro más se cae al suelo, hasta que llega el guardia de seguridad, que me agarra por los brazos y me impide seguir escogiendo el bote ansiado.

El guardia me saca de ese pasillo, me aleja del estante del café, me doy cuenta de que se cruza con el encargado del supermercado, quien le hace un gesto apenas perceptible, un gesto que ambos conocen, como los que se intercambian los jugadores de cartas. El guardia de seguridad sigue agarrándome de los brazos, me conduce por todo el supermercado ante la mirada extrañada y compasiva del resto de clientes, que siguen con sus compras, metiendo un producto tras otro en sus cestas, como si nada, como si fuese lo más fácil del mundo, tarros y botes con arruguitas o abolladuras, sin percatarse de ellas, meten el café, el salmón y los yogures en sus cestas, sin apenas mirarlos, mientras hablan por teléfono, sin tan siquiera comprobar la fecha de caducidad. El guardia de seguridad me lleva hasta la entrada del supermercado y me dice que me vaya, que me busque otro supermercado donde montar mi numerito. Yo le digo que tengo que hacer la compra, que no sé qué me ha pasado con el estante del café, que soy una persona normal, que no tengo ningún defecto cognitivo ni tara física, que soy más bien agradable y sensata, que no entiendo por qué se me han caído los botes de café, pero que no va a volver a pasar, le suplico que me deje entrar, que tengo que hacer la compra, que soy una persona normal. Pero el guardia de seguridad se ha plantado en la entrada del supermercado con las piernas abiertas, moviendo una pequeña porra con su mano derecha y apretando de vez en cuando las mandíbulas, en un claro gesto de confrontación. Así que yo recompongo el mío, apretando los labios y bajando la mirada, me arreglo la melena despeinada, me ajusto la camisa, levanto la cabeza con aires de suma dignidad y me vuelvo a casa, caminando recta, lentamente, como si nada hubiera sucedido dentro de ese supermercado, a donde, por mucho tiempo, no volveré a hacer la compra.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS