El día siguiente deslumbraba con el sol en refulgencia y desde el ajimez atisbó a lo lejos las nubes con cierto sopor. Tempranamente despertó azorado e incompleto examinó la ausencia, pues la cama a su costado vacía estaba.
La confusión se apoderó de él alojando suposiciones y de la pesarosa melancolía no pudo deshacerse, ya que, requería de su compañía durante la amanecida. Dispuesto en su retraimiento suspiró y rezagó su partida de vuelta al dormitorio vigilando la esperanza.
Al llegar el atardecer caluroso, palpó el vidrio de la ventana que reflejaba su pergeño macilento, había pasado un largo tiempo y aún no regresaba, impaciente se encaminó a la puerta y de la manilla se aferró, poco a poco al dividirse la bisagra los destellos se filtraban temperando su tristeza y su cuerpo cenceño, inamovible divisó su silueta que se alejaba y anduvo intrépido por sobre hierba áspera, matorrales y en un sendero de arena cercado con prados invadidos de flores silvestres por unos segundos se atascó hasta toparse con el océano, con infortunio deploró y todo se lo imaginó.
En aquel andurrial permanecía con la noche quien se cansó de la tregua y con aplomo su vista rondó por el inmenso e incomprensible firmamento, despaciosamente cerró los párpados y arrugó el entrecejo amando abismado entre la zozobra y el silencio.
Impensado desazón, Carlos Triviño

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