CRÓNICA DE UN LARGO VIAJE PERSIGUIENDO UN SUEÑO.
Expuestos y desorientados, a la espera de reiniciar un largo viaje que ya comenzó meces atrás dejando a muchos encallados por más o menos tiempo en la cálida y no siempre amigable isla de Trinidad y Tobago. Así nos sentimos mientras transcurren las más de cuatro largas horas de espera en el viejo atracadero para pescadores. Allá en la distancia quedó todo aquello que amamos y que tanto pesa en el corazón del que emigra, esposas, hijos, padres, hermanos, amigos, casa y patria que ahora no están y que duelen, cada día que pasa duelen un tanto más. Ahora dedicados a especular sobre el futuro no somos capaces de ver el riesgo al que nos encontramos expuestos en este lugar, en calidad de indocumentados, con un color de piel diferente a los afro descendientes locales y hablando castellano en un país angloparlante despertamos la curiosidad de todo el que nos ve. Y es que por una parte el cubano es fácil de identificar donde quiera que esté y por otra Trinidad tiene un bajo índice de tolerancia con los emigrantes, más si son indocumentados. Todos saben la razón por la que estamos aquí, salir ilegalmente de la isla rumbo a Venezuela, acción esta que asumimos no porque nos plazca evadir las normes o tengamos una ilegal motivación para hacerlo, la cuestión es que como cubanos que somos no tenemos forma de viajar legalmente utilizando los medios de transporte convencionales. Felizmente todos aquí piensan que somos venezolanos y es común el tráfico de personas procedentes o con destino al sufrido país vecino por este lugar. Uno de los pescadores camina directo hacia mí: _ ¿Que están esperando ustedes?_ me dice en esa a veces incomprensible derivación del inglés que aquí hablan_ ¿A que llegue Migración?_ Esto es ya el colmo, yo que estoy más que impaciente, estresado y venir este hombre a repetirme lo que muy bien sé.
Media hora más, finalmente llega el microbús con el resto del grupo, ahora ya estamos todos, catorce, se da la orden de partir y una lancha equipada para dar recorridos a turistas se acerca hasta la orilla. Minutos antes salió del amarradero la lancha rápida bimotor que esperará a pocos kilómetros de este lugar para no llamar la atención. De prisa nos acomodamos en los asientos y partimos, ahora algo más relajados, nos hacemos fotos, reímos. Nuestro destino final, Chile, recorriendo Venezuela, Brasil y Bolivia. El espléndido tour por la costa a últimas horas de la tarde es el preludio a una segunda parte cargada de tención y adrenalina. Comienza un viaje en busca de libertad y posibilidades, decidimos arriesgarlo todo apostando por la fe de llegar a un país donde se nos permita vivir con dignidad, donde se nos trate como a seres humanos, donde podamos trabajar para satisfacer honradamente nuestras necesidades y ayudar a tantos que atrás dejamos pero no olvidamos. El trasbordo de una lancha a la otra se hace en movimiento y presionados por los guías que nos instan a saltar y acomodarnos de prisa, _ ¡del medio hacia atrás!_ nos dicen y no entendemos la razón, _ para que la lancha levante la proa._ explican y continuamos sin entender. _ ¡Sosténganse fuerte que vamos a acelerar!_ avisan y por fin entendemos lo de levantar la proa. Los dos poderosos motores rugen alzando espumosas columnas de agua y haciendo a la lancha saltar sobre las holas a una velocidad impresionante rompiendo las crestas con total facilidad gracias a que la proa se alza imponente por encima de ellas. Son poco más de tres horas de viaje. Sostenerse con fuerza a los tablones de la lancha es vital o se corre el riesgo de ser expulsado por los fuertes impactos primero sobre un mar picado, después algo más manso. La noche cae imparcial, el veloz recorrido bordeando ya la costa del continente se torna fascinante producto a la variedad del paisaje, montañas impresionantes que se plantan desafiantes sobre la misma línea del litoral, playas escondidas entre riscos, distantes luces que definen pequeños asentamientos de campesinos y pescadores y finalmente la población de Guiria perteneciente al estado Sucre. Son las diez de la noche, nos disponemos a desembarcar.
Una corta caminata por el estrecho muelle hasta subir a un camión que nos espera para llevarnos al hotel donde pasaremos la noche, apenas comenzamos a movernos y nos caen encima dos vehículos de la Guardia Nacional Bolivariana llenos de efectivos armados hasta los dientes._ ¿De dónde salieron?_ me preguntan, no sabemos, es como si hubiesen estado esperándonos. Prepotentes nos obligan a descender, miro a mi alrededor y solo veo víctimas potenciales, nosotros, y depredadores sedientos felizmente no de sangre pero si de dinero o cualquier otra cosa de valor que resalte a la vista. Comienza el minucioso registro, uno por uno, bulto por bulto, nada escapa de la inquisidora mirada de los uniformados, buscan y si no encuentran presionan, intimidan, amenazan y terminan obteniendo de cada uno un equivalente al índice de coacción que consiguen imprimir en cada individuo. Veinte, cincuenta o cien dólares que le sacan a cada uno es una verdadera fortuna en la arruinada Venezuela de hoy. De a uno nos suben al camión y nos dejan marchar. Están satisfechos, tienen lo que buscaban, nos vamos hacia el hotel y ellos quedan a la espera del próximo grupo que les será puesto en las manos por los guías o los lancheros, no sé, no tenían intenciones de detenernos, si lo hicieran estarían dañando el negocio y la posibilidad de trasquilar futuros lotes de inocentes ovejas. Finalmente el hotel, de nombre Vista Mar, la calma tras la tempestad.
Dos días de obligada estadía producto a desperfectos con el bus que nos llevará hasta la ciudad de San Félix en el estado Bolívar son más que suficientes para aburrirme hasta los tuétanos. La nostalgia y la incertidumbre me hacen cuestionarme por momentos si realmente vale la pena el sacrificio pero sé que ya es demasiado tarde para arrepentimientos, solo hay una dirección, un destino. A las cuatro de la madrugada abordamos el ómnibus y veinte horas más tarde estamos descendiendo ya en San Félix. Miro alrededor y solo veo miserias, a mi espalda un improvisado campamento con cubiertas de lonas y sacos rotos alberga a infinidad de familias sin recursos. Dos inocentes niñitas de entre ocho a diez años semidesnudas y descalzas lavan en un recipiente con agua las que con toda seguridad son sus únicas prendas de vestir. Rostros reacios, miradas tristes, la necesidad y el hambre están calando muy hondo en un pueblo que ya no tiene donde posar sus mermadas esperanzas, oprimido y hambreado a voluntad por el gobierno, traicionado por una oposición que les dio la espalda cuando sus hijos morían en las calles lanzando piedras a los esbirros de la dictadura. Tres horas bastan para confirmarme lo que ya había escuchado, recorro un país sin esperanzas, sin fe en el futuro, justamente lo que las dictaduras procomunista necesitan porque ellos medran en la infelicidad humana, prosperan en la miseria de los pueblos. Tres horas de espera y subimos a un incómodo y bullicioso mini ómnibus con destino a Santa Elena en la frontera con Brasil. La presencia militar en calles y avenidas es abrumadora, nuestro transporte es detenido una y otra vez en puntos de control, chequean rostro por rostro, cedula por cedula. ¿Qué buscan? No sabemos. Pasan por el estrecho pasillo copado de bultos, tenemos que poner atención para no ser golpeados con el cañón o la culata de sus armas. La historia se repite una y otra vez sin mayores complicaciones hasta que llegamos a La jefatura de San Ignacio.
El bus se detiene, se repite una vez más el chequeo de cedulas y hacen que los catorce cubanos descendamos del vehículo. Exigen que les entreguemos cien dólares americanos por cada uno o de lo contrario nos envían presos a Caracas. En el grupo algunos vienen holgados de dinero, pueden y están de acuerdo en pagar la renta exigida, otros no disponen de esa cantidad y aun teniéndola algunos temen entregarla, es poco el dinero que traen y el viaje apenas comienza. El grupo se divide, hay quien entrega la cuota exigida a los militares. Intentamos negociar hasta la mitad de la tarifa exigida sin resultados, son inflexibles, quieren cien por cada uno y el ómnibus termina marchándose. Quedamos varados en medio de la nada y a merced de un atajo de delincuentes con tendencia a la violencia y la intimidación, amparados por las siglas inscriptas en sus uniformes, GUARDIA NACIONAL BOLIVARIANA, son las tres de la madrugada. Nos obligan a hacer una fila y comienza una profunda requisa individual, primero el equipaje, después somos conducidos hasta un pequeño local cerrado donde nos obligan a desnudarnos para buscar dinero oculto en nuestras ropas. Las cuatro mujeres no escapan a la requisa, una uniformada se ocupa de ellas con mayor rigor que los mismos hombres. Dinero, relojes, teléfonos, champú o cremas para la piel, todo es de su interés y solo se dan por satisfechos cuando toman lo que les interesa. A las nueve de la mañana hemos sido suficientemente trasquilados, el ambiente se torna algo más relajado, nos ofrecen un desayuno que no estamos en condiciones de despreciar, ahora hasta nos sonríen. Nos dejarán continuar, dicen, inmediatamente que terminen el papeleo y de una actitud intimidante pasan sin protocolos a una conducta tolerante y amistosa. Nos suben a una camioneta y nos escoltan hasta el punto de control migratorio en la frontera por sus siglas SAIME donde sellan la salida del país y nos dejan felizmente a nuestra suerte. Somos libres pero el siguiente paso plantea un reto que inconscientes habremos de asumir.
Somos advertidos tanto por las autoridades venezolanas como por los taxistas locales de que no podemos pasar a Brasil por carretera pues corremos el riesgo de ser detenidos y devueltos por las autoridades de migración brasileñas. Tendremos que cruzar al gigante suramericano a través de la selva. La única opción es pagar para que guías nativos nos conduzcan por ocultos senderos hasta un lugar específico donde tomaremos los autos que pasarán a recogernos tres horas después. No hay tiempo que perder ni nada que pensar, ajustamos el precio y subimos a los autos que nos conducen por una barriada hasta donde nos encontrarán en pocos minutos los guías. Finalmente llegan, son cuatro indígenas de la etnia Warao. De escasa estatura y débil complexión, aparenten por su físico no tener más desarrollo que un chico de doce años pero su fuerza y vitalidad moldeada por la costumbre es realmente impresionante. De entrada somos advertidos de que tenemos que hacer el recorrido dentro del estrecho margen de las tres horas programadas o corremos el riesgo de quedar sin transporte una ves del otro lado, además no querríamos que nos tomara la noche caminando por la selva ni ser interceptados por los federales. Empezamos de inmediato a caminar detrás de los guías que no se tardan en tomar un paso imposible de mantener por muchos miembros del grupo, especialmente por las mujeres, un matrimonio ya mayor y quienes portábamos pesados bultos de viaje. La lluvia reciente hace resbaladizos los senderos y en la medida en que nos internamos en la tupida vegetación el recorrido se va haciendo más engorroso. Al principio solo se trata de caminar y mantener el paso, la capacidad para ello depende en gran medida del volumen del equipaje que cada cual lleva y todos llevamos y protegemos nuestras preciadas y únicas pertenencias de las cuales no queremos deshacernos si tomamos en cuenta todo lo que tuvimos que dejar cuando salimos de Trinidad y la total incertidumbre de lo que necesitaremos cuando lleguemos a nuestro destino. De modo que cada cual se aferra muy fuerte a lo que trae y continúa caminando hasta que ya las fuerzas no dan para más, cuando eso sucede sentarse en el suelo y recesar un par de minutos es la única opción pero siempre al tanto de no separarse demasiado del grupo, no se puede correr el riesgo de quedar solo en la selva.
Escalar la primera pendiente nos saca el alma del cuerpo, casi vertical y resbalando sobre el barro es todo un desafío, algunos comienzan a quedar rezagados. Los primeros en alcanzar la sima se lanzan al suelo en orden de llegada y mientras esperamos a reagruparnos podemos divisar una hermosa vista y hasta tomar algunas fotos. La pareja de más edad no llega, comenzamos a preocuparnos, el guía dice no creer que consigan terminar la ruta, ante la fuerte presión de nuestra parte uno de los indígenas regresa a encontrarlos y ayudarlos. Continuamos con un peligroso descenso, ya en el fondo cruzamos un cristalino arroyuelo donde muchos saciaron la sed, zigzagueamos entre raíces y árboles en lo profundo de la selva, al pie de las colinas y finalmente enfrentamos otra escalada aún más difícil que la anterior. Todos estamos al desfallecer, especialmente las mujeres, el paso de los guías ya es insostenible para el grupo muy a pesar de que ayudaron a muchos cargando sus equipajes. Aferrados a nuestro propósito iniciamos el ascenso usando pies y manos, ayudándonos de todo lo que pudiera sostenernos, deteniéndonos cuando se terminan las fuerzas, atentos para no rezagarnos. El espeso follaje no permite vislumbrar la sima, solo continuamos, entripados de sudor y fango, llenos de golpes por las caídas. La respiración se hace insuficiente ante la enorme demanda del cuerpo expuesto al rendimiento extremo y el corazón amenazando con salirse por la boca. Así llegamos a la sima. Uno a uno, sin hablar nos dejamos caer al suelo, ya nadie está interesado en tomar fotos, no se escuchan las acostumbradas bromas, nadie tiene fuerzas para hablar. _ Estamos llegando_ dice el guía, _ Solo resta bajar la pendiente y ya estaremos en la carretera donde los recogerán los taxis_ Es tan grato escuchar esas palabras como difícil hacerlo. Se trata de descender por el estrecho y peligroso desfiladero abierto por la fuerza del agua en las temporadas de lluvia en su rabioso y descontrolado descenso. Extremadamente inclinado, plagado de afiladas rocas expuestas y con infinidad de obstáculos por sortear. Un resbalón aquí podría costar serias lesiones. Muy despacio vamos descendiendo, tomando todas las precauciones que nuestra nublada consciencia nos permite y ya sin fuerzas llegamos a un hoyo al lado de la carretera, el lugar donde seremos recogidos por los autos. Lentamente vamos llegando excepto la pareja rezagada, el guía comienza a exigir su pago, le decimos que le damos su dinero cuando todos estemos juntos y responde que los viejos se regresaron, que no pudieron con el primer ascenso. No estamos satisfechos con sus palabras, le pagamos y se marchan a toda prisa, como si le temieran a la noche que calmadamente llega. Finalmente los taxis, abordamos a toda prisa, estamos a un costado de la vía y totalmente expuestos, partimos rumbo a la ciudad de Boa Vista. La pareja rezagada no llegó, todos queremos pensar que es verdad que se regresaron, no tenemos tiempo para verificarlo. Debimos hacerlo.
Dos días en Boa Vista, el primero para descansar con la buena noticia de que los rezagados ingresaron en la mañana al hotel, es lastimoso ver el estado en que se encuentran después de ese infernal recorrido por la selva y pasar la noche a la intemperie. El segundo para solicitar ante la federal un permiso de paso por el país y ya en la tarde abordamos un bus rumbo a Manaos, ahora somos solo cuatro, el resto se queda, unos haciendo el registro de vacunación, otros ya sin dinero esperan a que un familiar o amigo les envíe para continuar. Son las seis pasado meridiano cuando abordamos el ómnibus que arriba a su destino treinta y seis horas después. Estamos agotados, adoloridos, hasta estar sentado se hace molesto pero no hay tiempo para descansar. Una corta y obligada estancia en el terminal nos da la oportunidad de tomar una bienvenida ducha y sacarnos todo el polvo del cuerpo y en cuestión de tres horas subir al siguiente bus con destino a Porto Belho y finalmente Guájara Mirim en la frontera con Bolivia. El viaje a tomado un ritmo constante que nos resulta fatigoso pero muy a tono con nuestras intenciones de ingresar a Chile lo antes posible. Tramitar el visado para acceder a Bolivia nos cuesta todo un largo día producto a que coincidimos ante el pequeño consulado más de cincuenta cubanos con idénticas intenciones. Tarde en el día nos son devueltos los pasaportes con los visados requeridos y nos disponemos a cruzar el rio Mamoré. Son las cinco pm, demasiado tarde para continuar viaje, el próximo bus hacia La Paz no sale hasta las ocho antemeridiano. Alojarse en un pequeño hostal, tomar un buen baño y comer decentemente es ahora un forzado privilegio.
El enorme bus de elevada suspensión, neumáticos de agarre y doble apoyo trasero es un claro aviso ante el ojo conocedor de que no deberíamos esperar un cómodo viaje por pavimentadas y seguras vías. No me equivocaba, el recorrido comienza trazando una infinita línea recta sobre un polvoriento terraplén que por más de catorce ininterrumpidas horas corta en dos la enorme llanura. Una espesa columna de polvo rojizo va quedando detrás del veloz bus, la misma que asumimos cuando nos cruzamos con algún vehículo que transita en dirección contraria. El polvo llega hasta el fondo de los pulmones. El paisaje cambia abruptamente, de la aburrida y despoblada llanura a la espesa vegetación selvática, preludio al más impresionante de los ascensos. La impetuosa cordillera se alza desafiante ante la estrecha vía obligada a serpentear bordeando las montañas, escalando metro a metro verdaderas moles de rocas, de un lado del bus el macizo muro rocoso que se eleva decenas de metros, del otro un enorme vacío a solo centímetros de los neumáticos, un pequeño error de los conductores conduciría a una caída fatal por un desfiladero casi interminable. Lo peligroso y estresante del recorrido recibe una pequeña compensación en bonos para turistas. Los más fabulosos y contrastantes paisajes de montañas son captados por el lente de nuestros teléfonos celulares. Picos inaccesibles, incomparables vistas de profundos ríos en la base de las montañas, oscuros y delirantes túneles, poblaciones encajadas en los más disímiles y pintorescos escenarios, un valioso recuerdo que cada uno atesorará con garantizado celo. Treinta y seis horas después de comenzar este trayecto de delirio arribamos a la capital más alta del mundo, La Paz.
Es tan breve la estancia en la encumbrada ciudad como el tiempo que nos toma el movernos en taxi hasta el terminal donde de inmediato abordamos un bus rumbo a Oruro, es un recorrido de seis horas, corto en comparación con tantos otros que hemos hecho, arribamos con las ultimas luces de una fría tarde y de forma ininterrumpida subimos a una pequeña furgoneta para hacer el último tramo dentro de Bolivia, tres horas después descendemos en el poblado de Pisiga en el extremo fronterizo con Chile. Son las Nueve de la noche, es imposible continuar a esta hora así que nos alojamos en un pequeño hotel donde ni asearse es posible debido a lo fría que está el agua. Compartimos entre los cuatro las dos últimas raciones de comida que quedaban en un comedor de mala muerte y nos disponemos a descansar. Si Dios quiere mañana veremos cumplido el objeto de tanto esfuerzo, entrar a la Republica de chile. Después de tanto sacrificio es imposible relajarse cuando se tiene el triunfo a la vista, ya a las seis de la mañana estamos de pie y saliendo rumbo al punto fronterizo. Es una corta caminata en una helada mañana, un viento cortante nos golpea el rostro trayendo consigo el polvo del desierto que se mete en los ojos y la boca. Una larga fila de cubanos solicitando la entrada a Chile se forma en cuestión de minutos mientras los funcionarios del puesto fronterizo se disponen para empezar con sus quehaceres que al parecer hoy serán más de lo acostumbrado, en el rostro de algunos puede distinguirse la inconformidad con el excesivo y descontrolado flujo de cubanos por este punto. Finalmente todos se ordenan y comienzan con los trámites que se tardan unas tres horas durante las cuales somos atendidos amigablemente dentro de las instalaciones. Son momentos de tensión y angustia, todos estamos preocupados, expectantes, tememos que por cualquier razón puedan complicarse las cosas y negarnos la entrada después de que arriesgamos tanto para llegar hasta aquí. Finalmente se nos devuelven los pasaportes y la debida documentación, estamos autorizados a entrar a Chile y nos regresa el alma al cuerpo. Solo nos resta un último desagradable incidente. Con el objeto de hacer todo de la forma correcta nos dirigimos a la parte donde se encuentran las autoridades Bolivianas para cancelar nuestra estancia en el país andino. Sin esperarlo somos retenidos, un uniformado armado nos ofende y amenaza con detenernos recriminándonos por dejar este trámite para el final. Puro alarde intimidatorio para imponer a cada uno una multa de treinta dólares americanos de los que no recibimos comprobante alguno y que sabemos terminarán en sus descarados bolsillos. Una valiosa lección a nuestras buenas intenciones.
Un bus de Colchanes a Iquique donde pasamos la noche a la intemperie una vez que inexplicablemente cierran el terminal para reabrirlo en la mañana. Muy temprano abordamos el ómnibus y finalmente Santiago a donde llegamos con el cuerpo agotado y el alma dividida a partes iguales entre esperanza e incertidumbre. La incertidumbre que siempre sentimos cuando estamos obligados e recomenzar de cero, la esperanza de poder rehacer nuestras vidas en una sociedad organizada, tolerante, justa. Confiamos en que vale la pena cualquier sacrificio para conquistar un sueño.
Pedro Ramírez González
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