La intensidad con que se vive una experiencia

no es índice de calidad.

Sobre todo si lo que se intensifica,

de forma consciente o inconsciente,

son los resortes de nuestro egoísmo

para con los demás.

La conversación se desarrolla dentro de los cauces normales de una cordialidad no exenta de cierto formalismo.

El hombre de más edad esboza una conmiserativa sonrisa antes de pronuciar la aseveración gravitante.

– Entre las grietas se puede hallar un espacio para la comodidad.

– ¿A qué grietas te refieres?

La curiosidad se escapa a borbotones por las pupilas del interlocutor: brillan con tal intensidad que el hombre de más edad se halla encarnado en aquellas verduzcas distorsiones.

– Me refiero a las grietas de cualquier existencia consciente.

– A veces -reconoce humildemente el interlocutor- me resulta complicado comprender tus imágenes.

– Toda existencia consciente, toda vida reflexiva es imperfecta. Esas imperfecciones son las grietas a las que me refiero, carencias sustentadas en las verdades y las mentiras de nuestras relaciones. Y nos acomodamos con el propósito de que, en lugar de empeorar, nada cambie. Un dolor ya conocido se soporta mejor que un nuevo dolor.

– La imagen de la grieta me produce inquietud -admite el más joven de ellos-. El concepto de fragilidad sobre el que se sustenta arroja una concepción falsaria del día a día de cualquier persona.

– ¿Te inquieta? -no se matiza el asombro en este interrogante- ¿Y si te afirmo que esa grieta no es más que el preludio de un final? ¿Y que la mencionada comodidad convierte este final en el fruto de un nuevo dolor que, como anteriormente te explicaba, es insoportable?

– Pero, ¿de verdad crees que todo en esta vida desemboca en dolor?

– El fatalismo engendra la esencia humana.

La cucharilla del café tintinea delicados pasos sobre el frágil plato que sirve de lecho a una desportillada taza de porcelana. El soniquete ritual del hombre de mayor edad entona la recóndita melodía de un sufrimiento en forma de epifanía. El más joven libera una lágrima hasta entonces retenida por los grilletes de la desesperanza. La lágrima se muestra envuelta por una inquietud expresa.

– Ha llegado el momento. ¿No es cierto?

– Sí -emite su veredicto el filósofo del dolor, el erudito cuyo fin vital es eviscerar al discípulo.

La cucharilla se inserta con rapidísima precisión en el globo ocular izquierdo del joven colocutor. Un seco giro de muñeca propicia que el humor vítreo arrastre consigo, en tamaña extracción, parte del nervio óptico. El ojo pende sobre un rostro congestionado, cuelga, oscila y queda junto a la comisura de los labios, que degustan un sabor salado.

– Las gotas del anestésico que he disuelto en el café mitigarán un poco el dolor que exige este ritual -sonríe conmiserativo el hombre mayor; de inmediato, su lengua saborea lasciva los humores que decoran la cucharilla-. La exquisitez del momento -prosigue después de examinar que ningún resto queda en el instrumento lacerante- exige que el sacrificio se acompase con la luminosidad que emerge de esta nada creada entre ambos. No desesperes. No te has distanciado de la verdad. La verdad soy yo y esta cucharilla con la que te he extraído el ojo.

El joven asiente y sonríe con cierta dejadez. El maestro, en un acto de inmensurable generosidad, le ha señalado dónde se inicia su personal proceso de aniquilación. No hay nada más que exponer, sólo dejarse llevar.

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