El frío del metal enfundado en su panza hacia crecer su soberbia. Entre los guachines ATR, él era el comandante, el guacho más piola del barrio y solo tenía quince años.
El tácito código de los viejos malhechores se evaporó en los noventa y nació un nuevo código, que se escribe día a día, más bien cada minuto en las calles de Buenos Aires y aquí lo tenemos al Braian, el pendejo más hijo de puta del barrio, en un plis-plas pasó de jugar a los videojuegos a robar bicicletas y ahora iba a por más, desde que tenía el fierro, se creía un ser superior, no tenía miedo a nada ni a nadie.
Ese mediodía, pasado de rosca, sacó el treinta y ocho plateado y comenzó a gatillar, la bala sabia no quería salir de la recámara, estaba encasquillada, así que comenzó un juego apuntando primero a un anciano que no se dio por enterado, clic, clic, clic, sonaba en la callecita de tierra. La ruleta rusa continuó con un testigo de Jehová, que huyó despavorido, la gente solo miraba sin decir nada por miedo al pendejo.
Si en una villa está lleno de Braian, también está lleno de perros callejeros y este barrio de Avellaneda no iba a ser la excepción. Cajita era una perra blanca, era la única sobreviviente de una camada de cachorritos que aparecieron en una cajita de zapatos, de ahí su nombre. Era querida por los vecinos que la alimentaban con las sobras de comida, hasta la llevaron a castrar. La perrita entregaba su amor sin pedir nada a cambio, sus mañanas eran para las ancianas a las que acompañaba a hacer la compras, las tarde eran puro correteo con los niños y las noches ofrecía un plus de cariño para los drogatas que no jodían a nadie salvo a su propio cuerpo.
El rey Braian seguía en su juego mientras Cajita avanzaba al lugar junto a Doña María, a quien había acompañado al almacén del gallego, a sabiendas de la apetitosa recompensa que recibiría a la vuelta, el demonio apuntó a la viejecita y la perra entendió todo, envalentonada se fue derecho al brazo portador del arma.
El clic dejó paso al bang, la perra aulló y corrió malherida, Doña María fue por detrás a socorrerla junto a Beto, un orificio en lomo desparramaba sangre, le pusieron un trapo y la llevaron corriendo al veterinario del barrio. La anciana maldecía al Braian, mientras sus secuaces se lo llevaban del lugar.
Las manos salvadoras de Omar, el veterinario, y el rápido accionar de Doña María y Beto salvaron la vida de la perrita más querida del barrio. A la semana nomás, en una noche fría al Braian le bajaron lo humos de siete tiros, el destino se la tenía jurada, mientras Cajita cobijaba a Beto que estaba en un mundo paralelo tras el paso de una jeringa por sus venas.
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