Me cautiva la idea de poder detener el tiempo en medio del embrollo de la encendida ciudad. Poder apartarme solo un poquito hacia donde está la oscuridad para mirar el cielo, mientras se consume el cigarrillo entre mis dedos, ansioso por extinguirse en etéreas cenizas.
Es esa situación contradictoria la que me desorienta, ese sentimiento tan infinito como las estrellas que se reflejan en mis ojos, y como esa música que trasciende a través de los años para transportarse a través de mi auricular. Ese sentimiento de inmensidad del cual se viste la juventud, que por momentos me hace llevarme el mundo por delante. Esas ganas de rebelarme, de vivir, de experimentar, de sentir, de gritar y de bailar.
Pero a su vez, ese constante murmullo que me recuerda que las cosas no son tan inagotables como parecen, que los momentos pasan, son efímeros, que eso que sentí hace 10 minutos atrás probablemente cuando llegue a casa ya me lo habré olvidado. Y eso me hace pensar en la fugacidad de la vida, me hace querer aprovechar mi juventud al máximo. Creo que la vida es una chance de crear una gran obra maestra, tenemos la chance de hacer lo que queramos con ella, pero a veces este sentimiento me agobia, me sofoca el pensar en la posibilidad de que la vida me arrebate el tiempo de las manos sin que pueda hacer algo de ella antes. Ya se que parezco una dramática adolescente de 19 años que suspira por los rincones pensando que crecer es una tragedia. Pero todos sabemos hacia donde nos conduce ese camino. Como ese cigarrillo que se va extinguiendo en cenizas hasta que llega a la colilla, a su fin. Pero no hablo únicamente de muerte biológica, hablo de la muerte de la juventud, me aterra.
Cuan cautivante es pensar en la muerte, es una cuestión ineludible, es extinción e inmensidad a la vez. La vida y la muerte son dos caras de una misma moneda, si tenes una, tenes la otra, y ese combo infalible está presente dentro de cada uno de nosotros. Se ve en cada cosa que construimos y en cada cosa que destruimos, en cada braceo por progresar y en cada piedra que nos atamos al tobillo para hundirnos. A veces me confundo con esos dos conceptos, porque a veces lo que me mata me hace sentir viva ¿Por qué será que pensar en la muerte nos hace valorar tanto la vida? ¿o porque será que llevar las cosas al extremo es tan satisfactorio?
Si te estas muriendo, en un punto es porque estas vivo. Pero ¿Qué hay de esa gente que lleva lo que algunos considerarían un proyecto de vida modelo, pero que sin embargo, están muertos por dentro? ¿Esa gente que se empeña en controlar cada segundo de su vida y se olvida de vivir?
Por momentos me convierto en esa persona, y me abstengo a las cosas que están dentro de mi campo de control. Por otros me refugio en el descontrol, pensando que así voy a tener un poco de libertad, pero igualmente termino quedando presa a la indecisión. Porque el sentirse libre no implica necesariamente libertad. A veces me alcanza solamente con ese sentimiento, me digo a mi misma que la vida es sabia, y que el querer controlarla no es mas que una simple ilusión. Otras veces necesito poder sentirme dueña de mi vida, pero me termina agobiando tanta libertad a la hora de decidir. Es cuestión de poder encontrar ese dichoso y escurridizo punto intermedio entre el desbarajuste total y el dominio desmedido.
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