
Sucedió durante un viaje a Sevilla, donde mis padres habían vivido casi diez años y aún conservaban algunos amigos. Una niña morena, con un lazo en el pelo y merceditas negras, entró en mi vida. Esta relación comenzó a la sombra de la Giralda con un par de pequeños libros rectangulares de Lumen comprados en alguna librería de Santa Cruz.
Mafalda se convirtió en una heroína para mí. Ella siempre tenía respuestas para todo, era decidida y con carácter. Sabía enfrentarse a los problemas de la vida. Su mundo me parecía claro y sencillo. No como el mío, confuso y lleno de contradicciones.
Mi colegio quedaba lejísimos de mi casa, o eso me parecía a mí. Había que ir en coche o en autobús, o caminar mucho rato, media hora por lo menos, casi todo el tiempo cuesta arriba, por una avenida larga y estrecha. Había un punto en que se cruzaba con otra más ancha e importante, y ya empezaba el barrio Pizarrales. Para llegar a nuestro destino aún había que pasar al lado de unos descampados que se me antojaban amenazadores y siniestros.
El colegio se encontraba en la falda de una colina urbana, rodeado del barrio del Carmen, con sus casitas bajas de ladrillo rojo y de una hilera de bloques de cuatro o cinco plantas, todos iguales, amarillos y separados entre sí por jardines. Además, se podía ver una mezcolanza de edificios dispares repartidos un poco al azar entre calles en cuesta y con escaleras. La mayor parte eran viviendas de protección oficial. A un extremo, en aquella época terminaba la ciudad. Allí sólo estaba la Escuela Normal y el camino que llevaba al cementerio.
Vivía entre dos mundos, el del cole y el de mi familia. El de las amigas que siempre volvían a casa por un camino diferente del mío, y aquel en el que se valoraban las buenas notas y los buenos libros. No siempre lograba reconciliarlos. Los dos formaban parte de mí, al tiempo que los encontraba ajenos.
Aquel cole era el único de la ciudad donde sabían cómo tratar a niños sordos, y con cualquier tipo de problema, ya puestos. Yo era sorda, así que para allá que me mandaron. No siempre resolvía mi confusión de la manera más pacífica.
No recuerdo por qué empezó la pelea. Atardecía y volvíamos de clase de gimnasia. Para acceder al interior del edificio, teníamos que pasar por un patio de gruesas columnas cuadradas. Empecé a discutir con aquel niño cabezón como Manolito, el amigo de Mafalda. Me dio un empujón y me golpeé contra el canto de una de las columnas.
El resto de la tarde se quedó grabada en mi memoria como una retahíla de imágenes inconexas. Unas manos adultas me lavaban la sangre de la frente en el baño de los profesores mientras yo berreaba por el susto y el dolor. Mi madre apareció en algún momento. Fuimos al hospital en el seiscientos de Alicia, la profe de cuarto de EGB. Me pusieron una sábana por encima y me dieron tres puntos en una ceja. Aún hoy, conservo la cicatriz. Yo debía de tener como siete años.
La zona de la ciudad en la que vivía, situada a dos pasos del centro, apenas sí se podía considerar un barrio, al menos desde mi punto de vista. Los niños casi no jugaban en la calle. No existían puntos de encuentro en aquella sucesión de viviendas de amplios pisos y balcones. En ellos vivía gente acomodada y comodona.
Pizarrales creció de manera improvisada, con calles brotadas aquí y allá como si de un jardín salvaje se tratara, junto a promociones de viviendas que tampoco seguían algo que se asemejara a un plan. Las dificultades cotidianas de sus habitantes generaron una conciencia de barrio muy marcada. El día a día se definía, en no pocos casos, como una permanente lucha por la supervivencia.
Ante estos dos mundos dispares, mi cuarto era mi refugio. Allí, yo imponía las normas y reinaba sobre mis muñecas, mis libros y las cintas de casete que escuchaba en un walkman, con el volumen lo más alto posible, a través de unos auriculares. Mafalda y su tropa ocupaban un lugar eminente en aquel espacio. Cuando inventaba juegos con mis muñecas, leía libros de El Barco de Vapor o escuchaba mis canciones favoritas, la vida recobraba su sentido.
Aprendí a no pelearme más y los cursos empezaron a transcurrir sin darnos cuenta de lo rápido que crecíamos. El cole contaba con un enorme patio alrededor, ideal para correr o para juegos como la comba y la goma. Con diez u once años, pasamosal baloncesto, al voleibol y a una versión pizarraleña del beisbol. Descubrí que no servía para ningún deporte en el que hubiera que lidiar con algún balón o pieza similar.
Las manualidades también se me daban bastante mal y constituyeron mi mayor tortura en aquellos años, casi más que la gimnasia. En casa me decían que en eso había salido a mi bisabuelo Ernesto, como si aquello fuera un consuelo. Ya de adulta, descubrí que había heredado otra cualidad de aquel buen hombre: escribir. Se me daba mejor, en cualquier caso, que la marquetería de quinto, que saqué adelante con la ayuda de mi hermano. Aún me entran sudores fríos cuando pienso en aquel mapa de España, con las provincias serradas una por una. Suerte que las vacaciones de verano estaban a punto de comenzar.
Mafalda me enseñó que los Reyes Magos eran los padres. No sé si fue antes o después de que me regalaran una bici rosa. Las bicicletas se aprovechaban mejor en el pueblo que en la ciudad. Nosotros no teníamos pueblo como otras familias, pero mis padres se lanzaron a restaurar una casa en uno llamado Zarapicos. Desde entonces, lo consideré mi pueblo.
Durante varios veranos, formamos una pandilla amplia y heterogénea en edades y procedencias. Como no había bar en Zarapicos, nos marchábamos a los pueblos de alrededor a comer helados. Allá íbamos, cada cual en su bici, bajo el sol de las seis de la tarde de julio o agosto. Las chicas se dedicaban a cotillear, y los chicos, a jugar al frontón.
Las noches eran el momento del escondite, el pueblo resultaba un lugar ideal. Más adelante, preferimos los juegos de mesa, en especial el Trivial, por equipos, en una lucha sin piedad y con discusiones a voces sobre la corrección de algunas de las respuestas de las tarjetas. Por una vez, mi fama de empollona resultaba de lo más útil: todos me querían en su equipo pese a mi edad.
La vida se volvía sencilla en verano. Durante unos meses, se interrumpía ese continuo vaivén entre el barrio donde vivía y el barrio donde estaba el cole, las amigas que tomaban otra ruta, los disgustos con las manualidades y con ese deporte imposible llamado voleibol. Una tarde, el chico más simpático y dicharachero de la pandilla, Luismi, me invitó a tomar un helado después de jugar con las raquetas y antes de regresar a casa con las bicis. No se podía pedir más.
Cuando quise darme cuenta, empezábamos el último curso. Octavo sonaba imponente, importante. Para entonces, mis habilidades manuales no habían mejoraron demasiado, pero contaba con la ayuda de un hada buena.Teresa era una mujer de pelo rubio y corto, ojos azules y una sonrisa eterna. En sus clases de dibujo y artes manuales desplegaba una paciencia que con los años he aprendido a admirar. Con Teresa hasta yo conseguía hacer un trabajo más que digno. Por lo demás, la vida se me complicó en aquel último curso.
En octavo, llegó al colegio una niña nueva: Marimar. No se la podía llamar niña, tenía dos años más que la mayoría de los de mi curso y estaba decidida a tomar el mando. En pocos meses, las chicas nos habíamos dividido en dos categorías: las que se llevaban bien con ella, y las que no. Una de mis mejores amigas, Ana, era de las elegidas, y yo, de las rechazadas.Una tarde, en el patio, me dejó claro que no le gustaban las intrusas en su barrio, pese a que la recién llegada a la clase fuera ella.
Marimar tenía algo de lo que carecíamos las demás: un novio. Uno de verdad, no uno de esos chavalines con las que algunas se iban a tomar chuches al quiosco. Para ella, la época de los chicles y las gominolas ya había quedado atrás. Cubría etapas a la velocidad de un cohete. Un día, a mediados de curso, dejó de asistir a clase. Los profesores trataron ser discretos, pero la noticia se supo pronto. Y de todas formas, Marimar seguía viviendo el barrio.
Las relacionas con las amigas no volvieron a ser igual. Con trece años recién cumplidos, mi cabeza volaba hacia una nueva fase, en la que ninguna de ellas iba a estar, pues yo era la única de mi clase que iría a aquel instituto. De nuevo, me refugiaba en mi cuarto, en mi reino. Mafalda empezó a ocupar un lugar más secundario, y el trono era para un libro llamado El joven Lennon, que me descubrió un mundo nuevo: el de los viejos roqueros. Conocía y apreciaba a los Beatles gracias a la niña morena, pero aquel libro fue un salvavidas ante tanta confusión.
Cuando regresé al pueblo aquel verano, comprobé que el interés había dejado de centrarse en el frontón y en los helados. El ayuntamiento nos cedió un local, y allí el tiempo transcurría entre juegos de cartas, visionados de películas con una tele y un vídeo viejo y fiestas en las que algunos pillaron sus primeras borracheras.
Luisimi era el alma de aquellos saraos. Como cada verano, había viajado con sus padres y hermanos desde el País Vasco. Cada año regresaba más enfadado, aquel pueblo castellano se le quedaba más y más pequeño. Yo me interesaba cada vez más por él, lo que premiaba con algunas bromas y ocasionales charlas en las que hablábamos de nuestras aspiraciones.
Una noche, en una de las fiestas de nuestro local, llegamos a bailar juntos. Apenas un minuto o dos, pero Luismi estaba más pendiente de que los demás no se rieran de él por bailar con una cría. Insistía en que el pueblo cada vez le aburría más. Insinué que a mí sí me gustaba estar allí y para mi decepción, respondió que aquel no era mi pueblo.
¿Pertenecería alguna vez en mi vida a algún lugar?
Al día siguiente, supe que Luisimi se había salido con la suya después de una fuerte discusión con su padre y se había marchado a Bilbao para disfrutar de las fiestas patronales. No se despidió de mí. Nunca nos volvimos a ver. Muchos de aquellos chavales no volverían al pueblo, y pensaba que ese sería también mi caso. Me equivocaba.
Mafalda también permaneció en mi vida al igual que la sensación de no pertenencia, con la que acabaría construyendo una suerte de filosofía. A medio camino de ninguna parte, como cuando iba al cole, aprendí a quedarme con un poco de cada uno de los mundos que iba conociendo a lo largo de los años.
Sobre la mesa de mi lugar de trabajo tengo un calendario de Mafalda, su familia y sus amigos, con una tira por día que procuro leer a primera hora de la mañana. Ya no voy a la escuela, aunque siga aprendiendo, no juego al aire libre ni monto en bicicleta. Pese a todo ello, esas pequeñas historias aún me reconfortan. Hace tiempo que descubrí que Mafalda también vive sumida en la confusión, tal vez por eso me siga resultando tan cercana. La niña morena siempre sabrá entenderme.
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