Disputa al otro lado del ocaso

Disputa al otro lado del ocaso

El brillo hiriente se filtra a través de las cortinas, esas que yo junté cuidadosamente al comienzo de la noche previniendo la guerra avisada. Es mentira que no mata gente.

Sin tener referencia de las horas me retuerzo sobre las sábanas. Tienen un aroma extraño, eso no es mío. Los ruidos de la calle retumban, se tornan más pesados, se escuchan pasos afuera de mi habitación. La gente vive, yo muero lentamente.

Aún no puedo abrir los ojos, debo cumplir una dura penitencia de la vida y por mi cabeza comienza a cruzar el ejército de Atila, de ida y de vuelta, y bailan alguna danza moderna en ella, zapatean, ríen, celebran, se embriagan. Sería mucho más fácil no estar vivo, pero los ojos tienen que entreabrirse en algún momento.

De pronto calor y frío me recorren, sudo pero siento la necesidad de estar abrigado. Veo entre las cortinas, quiero saber qué hice mal la noche anterior. El viento estropeó mis planes y le dio cabida al sol, a esa escenificación del infierno que vino para castigarme, a humillarme, a atacarme tranquilamente mientras yo yacía desmayado. Vino a castigarme por lo mal que había hecho, o lo bien que la había pasado. Pero no lo odio, no siento ira hacia él. En alguna parte de mi conciencia, la que voy recuperando de a pocos, sé que me lo merezco.

Me arrastro sobre la cama, llego agitado al santuario de mi medicina. Sobre el velador conservo un frasco que contiene el perdón a mis pecados. Lo destapo y dejo caer dos de esas benditas semillas químicas. No siempre me perdonan, a veces es necesario suplicarles, rogarles, pero ellas hacen su propio juicio fría y calculadoramente. Ellas deciden si condonan mis actos inescrupulosos. Me dejo caer.

Trato de acelerar el tiempo, es bueno que a veces tengamos esa habilidad. Cierro mis ojos y dejo llevarme por el vacío. No moverme. No pensar. No luchar contra el dolor. Solo dejar que la vida fluya, el cansancio haga efecto y me lleve nuevamente a ese mundo mágico al que pertenecía hace unos minutos.

Permanezco inmóvil en la posición en la que aterricé intentando llegar a ese punto ciego de la vida, pero no tengo éxito. Atila prosigue con su marcha y busca mi desesperación, en cambio yo, mi tranquilidad.

Soy paciente. He pasado por esto centenares de veces, conozco bien este sufrimiento, sé que mi penitencia se acabará en algún punto, pero el desfile en la cabeza parece no ser lo único que me atormenta. En lo profundo de mi cuerpo moribundo siento males que están siendo exorcizados y buscan una escapatoria. Pierdo el control de algunos reflejos del cuerpo, reconozco que es momento de abandonar mi refugio de curación. Me encamino apresuradamente hacia la sala principal del palacio, directo al trono, rebotando contra algunos muros y despejando puertas. Llego a él, dejo al descubierto el líquido cristalino que contiene y la parte podrida de mi alma empieza a caer violentamente desde mi garganta. Otra vez. Y otra más. Esto es casi frenético. Pronto parece haber una pausa perfecta para evaluar la situación de mi ánima que parece haber recuperado parte de su esencia. Pero no me confío.

Enrumbo hacia mis aposentos con cautela, teniendo fe en que vuelvo liberado del veneno. No hago movimientos bruscos, sería desconsiderado contra mí mismo. Empujo suavemente el portal de ingreso a mi mundo y me detengo justamente ahí. Debo observar el panorama, encontrar pistas, pero sin esforzarme. Un rápido vistazo mientras me tambaleo bajo el marco de la puerta es suficiente. Una botella que en algún momento estuvo llena yace erguida en el suelo, mis pantalones desparramados, al pie de mi cama y un papel escrito que parece haber escapado de mi velador, en el suelo. Eso basta. Las letras del inscrito parecen bastante grandes, no será necesario recogerlo para leerlo, así que paso de largo por este para llegar y desplomarme sobre mi lecho.

Recuerdos comienzan a invadir mi mente. Tengo que joder a algunos cuantos compañeros de la noche tan pronto como sea posible. Aún no es posible. Rememoro las risas, los bailes, los abrazos, las bebidas espirituosas y entiendo la causa de mi tortura. El perfume en la almohada me da una pista más sobre lo acontecido hace unas horas. Vienen a mí imágenes borrosas de unas manos delgadas sujetando mis brazos, de las mías alrededor de una cintura. De ella en el bar con su vestido, de ella en mi habitación sin él. Concluyo en que el suplicio vale la pena.

Giro mi cabeza y enfoco la vista en aquella nota que encontré en el piso. Letras muy grandes y redondas. Una sola palabra:

VOLVERÉ.

Sé que volverás.

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