El parque del Carmen

De una placita, piso de tierra, algunos árboles, y casitas de guaduas, pañetadas sus paredes de cagajón y barro, puertas de esterillas, que se iban haciendo a su alrededor, dio origen, con el pasar de los años, al corazón infinito del pueblito.

Pegando un salto de Gulliver al año 1961, Caicedonía, ya no era un caserío. Evolucionó un municipio hecho y derecho, tapizado de casa bonitas, de pobladores amables, rodeado en sus cuatro costados de muchos kilómetros de vegetaciones verdosas, profundas; tierra negruzca, donde los arábigos y borbones, sus sombrillas, los guamos, se levantaban frondosos y abundantes; un cielo muy suyo, salpicado de azul, blanco, grises, y en los atardeceres, se tenían los horizontes de color amarillento mezclado con el rojizo, decorado por los crepúsculos, que tanto menciona Pablo Neruda en sus poesías.

Era una acuarela paisajista plasmada por el pincel del recordado mompita Gustavo Henao Soto.

Pero primero fue Dios, y después fueron las manos de sus moradores, que pulieron lo salvaje y brusquedad de la naturaleza, para convertirla en lo que es hoy.

El vergel cuadrado o redondeado por los pasos que lo han trajinado, fuera del verdor de su naturaleza, sus árboles frondosos y flores de mil colores, donde anidan pájaros hermosos, de su fuente donde salpica el agua y beben las tortolitas y palomas, y donde de vez en cuando, algún personaje folclórico toma agua y se refresca la cara de la canícula del mediodía, es también el verdor viviente donde se pasea la naturaleza interior y exterior de los moradores de Caicedonía, sentados en sus tantos bancos o dando vueltas sin cesar, emborrachando los pensamientos, coqueteados por las por las tardes y noches frescas y cálidas.

Y sin equivocarme, el parque del Carmen era el tercer hogar de todo el pueblito, siempre abanicado por el aire puro que bajaba de las montañas cafeteras, y lo teníamos bien pegado en la materia gris, fuera en la casa, en el colegio, pues luego de la salida a las seis, llegar a casa, comer los frijoles, hacer las tareas, y luego reunirnos en el parque.

Y fuera de dar vueltas y vueltas que moldeábamos en círculos las suelas de los zapatos, también jugábamos a pillar la novia, y cogerle la mano tímidamente, o escondernos en medio de las galladas personas o detrás de los árboles, para ver que carita hacía, y cuando ella se demoraba un tris en aparecer, pues a tirarle piropos a las demás.

También en sus bancos, hacíamos negocios extraños para comprar el regalo en su cumpleaños a la sardina; invitarla a la Samaritana a tomar una cerveza, o virutear la pista de “la Terraza”, el Club o los Bomberos, los sábados; los domingos llevarla a Marineé, matinal o social, y de ñapa, comprar los chicles, maní, cholaos, papita frita, crispetas y cocacolas.

Cuando peleábamos con la sardina, pues los bancos del parque nos servían para soportar en medio de la canícula veraniega del día, y la luna, junto al calor humano en las noches, el peso de la melancolía, lejos la sardina mía, la tristeza, la tusa más berraca e incluso con lágrimas, y surgían los monólogos y coloquios!: Qué pasó!, ¿por qué esta cara de güeva?, ¿cómo hago para volver a pegarme?

Preciso una ocasión, un mompita, por la noche, en medio del tumulto circular, escribía una boleta para mandársela con un hijo putativo de Hermes, mientras ella daba vueltas, dándole casquillo con otro.

Esa noche se le vino el mundo encima. Pero esta desazón era momentánea. Después volvía la normalidad del noviazgo.

Yo sé que muchos de nosotros, en la lejanía, sentados en un banco de algún parque, las saudades de aquellos días en ese espacio, lo añoramos, y aquellos que nunca abandonaron el terruño chico, pues no necesitan recordarlas porque las viven, ya un poco lentos, pero con la jovialidad mental de aquellos días.

Oh, que secuencias inolvidables de todos los días, especialmente viernes y sábados, en que nos reuníamos todos, y donde el acrecentar de la comunicación romántica, burlona, folclórica, nostálgica y a veces filosofal, era el diario vivir y también el prólogo amistoso de respirar para el día siguiente.

Jesagur

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