El fresco viento del otoño revolvía juguetón las ocres hojas que alfombraban el suelo. Él se cerró más el cuello del abrigo mientras miraba ojeroso a las personas que paseaban. no tenía intención alguna de continuar su camino. Había llegado hasta aquel punto tras llevar caminado una media hora sin rumbo fijo y sus pasos caprichosos lo condujeran cerca del puesto ambulante de bebidas calientes. En el justo momento que estaba a punto de tomarse un chocolate muy caliente, pasó ella. Con su inequívoco andar, botas altas, abrigo y gorrito de lana a juego. Cruzó casi por delante de él, tan cerca que pude distinguir su aroma. Esa fragancia que los acompañó tanto tiempo.

Parecía afligida, las manos en los bolsillos, probablemente se habría olvidado los guantes en algún otro bolso; la cabeza gacha, como si no le interesase lo más mínimo lo que ocurría por encima de los tobillos. Él la miró, alargó su mano, pero no logró alcanzarla. Ya era demasiado tarde. Entonces ella se detuvo sin previo aviso, levantó la cabeza y se volteó. Como si pudiera haberlo presentido miró en derredor hasta parar en línea recta con la mirada de él, una lágrima resbalaba por su mejilla. Tras un instante, que bien podía haber sido una eternidad, ella continuó su camino.

Si él no hubiera fallecido una semana antes, el amor hubiera llenado aquél día otoñal…

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