La rapidez de la vida cotidiana, nos envuelve en un movimiento centrífugo de furia y relativismo que nos incapacita para detenernos por un instante a pensar. Y cuando digo pensar, me refiero a lo más básico: pensar hacia donde estamos yendo, que traemos puesto, a quien le hice una pregunta, mirar a la cara a la persona con la que estoy hablando, saludar. Nos impulsa y dirige hacia un único camino, que por lo general nos lleva siempre al mismo lugar; a nosotros mismos.
Lejos de ser un camino interior que nos ubica en una perspectiva de búsqueda, de interés procesual, de involucramiento con lo que nos pasa, de descubrimiento, de hallazgo, es un camino circular, propio del movimiento centrífugo. Nos marea, nos desubica y nos hace caer y una vez en el piso, ebrios de nuestras relaciones yoicas, nos cuesta mucho ponernos de pie.
Es preciso, que allí, en el momento en donde todo nuestro cuerpo parece envolver el suelo con el alma, en ese momento donde incluso la mente nos juega una mala pasada y nos hace creer cosas que no somos; en ese momento de profundidad y abajamiento forzado y absoluto, que nos lleva a decir “toqué fondo”, sí, allí, comienza el camino de ascenso.
En ese lugar poco querido, se dan a luz las preguntas existenciales mas básicas del ser humano, se experimentan las sensaciones y los estados de ánimos mas arcaicos y empiezan a germinar las semillas de la esperanza, porque intuimos que algo distinto puede haber.
Es necesario, y me animaría a decir, vital, que el deseo se abra paso en medio de tanta oscuridad aparente, porque es la fuerza que impulsa nuestra vida, es el combustible que el alma necesita para ponerse en marcha y andar.
Es el deseo quien nos moviliza integralmente, quien da la primera bocanada de aire a nuestro ser bio-psicosocial y espiritual, para que se ponga de pie. Y una vez erguidos nos dispongamos a cambiar el rumbo, a respirar distinto, a mirar con otros ojos, a despojarnos de lo que vivimos como seguro y lanzarnos a lo desconocido. Porque es necesario experimentar la novedad de lo que sucede mas allá de nosotros.
Tal vez, el primer paso sea volitivo, ya que de nosotros depende querer y buscar algo distinto, necesitamos calmarnos, recobrar las fuerzas y ponernos de pie. Necesitamos creer que hay otra cosa, que el sentido de nuestra vida puede ser diferente del circular, que podemos darle un nuevo rumbo, un nuevo horizonte, podemos darle “un sentido nuevo a nuestra vida”. Pero para ser francos, un árbol cuando es joven tiene todo el deseo y la voluntad de crecer, pero le ponemos un palo tutor para que no fracase en el intento.
Del mismo modo, nosotros necesitamos un “tutor”, algo o alguien que nos ayude a erguirnos, a transitar las dificultades del nuevo camino que decidimos emprender.
Y este es un segundo paso muy importante. El descubrimiento de que “solos no podemos”, siempre necesitamos de un “Otro”. De niños, somos totalmente dependientes de nuestros padres y de las personas adultas para absolutamente todo, pues necesitamos que nos alimenten, nos vistan, nos bañen, nos enseñen, nos amen.
Pues bien, de igual modo, en este camino de resurgimiento procesual, volvemos a experimentarnos niños. Y necesitamos que nos levanten, nos sacudan el polvo, nos alimenten, nos amen. Que Nos ayuden a resignificar cada aspecto importante de nuestra vida y darle la oportunidad de que florezca algo nuevo.
Ese “otro”, también es importante y vital. Porque nos va a ayudar a provocar “El Encuentro” ¿Con quién? Con el adulto que somos y el niño que fuimos, y en ese momento sagrado, descubrir la relación que existe entre ellos.
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