Madrid, 8 de Febrero de 1994

Querido Pitín Modsky, odiado analista mío:

Perdona, pero he sentido la necesidad urgente de escribir antes de que se cumpla el tiempo que me has asignado para nuestra endeble comunicación, es decir, de mí comunicación con vos. Sí, porque tú apenas me has escrito en estos años. Tan sólo diez cartas, una visita interesada hacia finales de los sesenta coincidiendo con tu primera luna de miel, algunas parcas llamadas telefónicas para explicarme que era exactamente lo que querías que fuese contando y, por último, ese absurdo y frustrado intento durante mi última estancia en Buenos Aires. ¡Hace ya más de tres años!

Veinticinco van de analizarme contigo, aunque malamente y a la distancia, otros más de veinte, casi simultáneos, haciendo yoga, y unos varios y últimos más, entregándome, junto con Beatriz, a terapias bio energetizantes variadas y liberadoras buscando el ser más libre, deberían haberme situado entre las personas más evolucionadas de este mundo. Pero no es así, todavía arrastro oscuridades que ni tú, ni el gurú argonauta, ni las variadas prácticas desbloqueadoras intensivas, han sido capaces de resolver. Tan sólo quedamos nosotros mismos frente a frente, pero ese no es el tema. Por ahora me interesa, sobre todo, que me resuelvas éste, el que me preocupa, el que te cuento ya mismo.

Te escribo, sí, necesito escribirte, porque he tenido una terrible pesadilla llena de simbolismos e historias de la infancia ligadas a mi progenitor, al entorno en que fui creciendo. No es que mi padre estuviese ahí, en el espacio simbólico del sueño, pero reviví aquél lugar, el refugio donde también me ocultaba de sus castigos, o de su presencia siempre dominante, y tuve la misma sensación de entonces, cuando tenía que usarlo para esos y otros menesteres, y poco a poco se fue convirtiendo en un lugar especial, indispensable. Creo haberte hablado de ello en otra ocasión.

El pasado jueves, ya de madrugada, desperté sobresaltado. Me sentía terriblemente agitado, sofocado, yaciendo boca abajo, el corazón latiendo apresuradamente, temiendo que fuera a ahogarme. Percibo entonces una oleada de angustia que me inunda todo el cuerpo y se incrusta en el pecho. Comprendo que acabo de tener una dolorosa pesadilla y trato de recordarla. Intento revivirla, y me doy cuenta que he soñado con el zaguán de mi antigua casa de Buenos Aires, la casa donde viví entre los fundamentales cuatro y diecisiete años. Ese zaguán representaba para mí la antesala protectora frente al mundo exterior, una imagen que siempre reaparece en diversas traducciones. Un rectángulo cubierto, relativamente bajo, cerrado por tres de sus lados, con los laterales más largos, quizá de unos tres metros. El lado pequeño, opuesto a la puerta, se abría hacia un pasillo interior a cielo abierto, estrecho, largo, de paredes altísimas, que a su vez daba a un patio más ancho, al final del cual se accedía a la casa, como si todo fuese un sistema telescópico, distanciado y protector de nuestro hogar porteño, encapsulado entre patio y patio. En el lado pequeño y cerrado del zaguán, una pesada puerta de acero mitad y mitad, la inferior de negro y pesado color negro, la superior de barrotes forjados protegiendo un cristal grabado, traslúcido y practicable, daba acceso al mundo exterior, la calle, el barrio. Yo tenía profundamente idealizado ese zaguán, como si fuera una caja de muñecas, un espacio protector y mágico, una caverna, un territorio simbólico de frontera, tierra al tiempo propia pero de nadie donde refugiarme de todos los males de ambos mundos, el exterior ignoto, duro, y el interior, poblado de oscuras circunstancias. Y dónde protegerme además de la lluvia, la soledad, los castigos, la tristeza.

El sueño comienza a ser angustioso cuando descubro un extraño insecto revoloteando en ése espacio protector, invadiéndolo. El insecto cobra protagonismo y termina posándose sobre una oscura incidencia de la pared, una grieta, una angosta cavidad del micro mundo rodeada por el desconche de la pintura, organizada entre aristas de cal y arena. El zaguán de mi infancia tenía las paredes pintadas al temple en sucio color crema, con numerosas capas que se iban resecando y desconchando en escamas, en pequeños trozos de piel de cal y color desvaído. Junto al cerco de la puerta había grietas provocadas por los portazos y consiguientes caídas del revoque, y en esas grietas, desfloradas sobre rendijas que dejaban filtrar el aire y la luz, pululaban arañas en sus urdimbres viscosas, insectos diversos amparados en la humedad, moscas atrapadas, y todo un universo ínfimo de alimañas que me provocaban cierto terror interior y abismal, que encogían mi estómago, y encarnaban el contrapunto angustioso en aquél lugar que debía procurarme protección y paz.

Sí, el zaguán me ofrecía ese refugio inestimable frente al bullicio exterior de la calle, los vecinos entrometidos, la vida dándote empujones, los profesores metiéndose contigo, los amigos perversos, las obligaciones, el laberinto familiar, y todo eso se me metía en el cuerpo, detrás del plexo solar, y un escalofrío me recorría de abajo hacia arriba hasta alojarse en la nuca. Escalofrío mejorado y multiplicado en su sensación cuando a todo ello se sumaba la lluvia, la primaveral u otoñal, pero siempre melancólica y poderosa lluvia porteña, a la que yo desafiaba desde mi refugio.

El horrible insecto del sueño se agranda, crece a medida que lo miro. Percibo que se vanagloria de ello, se estira, saca pecho, me mira de frente. No sé si es una araña, una cucaracha o un escarabajo volador, quizá una mezcla demoníaca y simbólica de todos los bichos que campeaban por las dichosas oquedades. Tiene alas viscosas y caparazón oscuro en forma de persiana, y una cola de langostino que agita, abre y cierra en aleteo pesado y metálico. Y no deja de crecer, produciendo un zumbido que aumenta, mientras me permite entrever que tal ruido se produce por una acumulación de golpeteos ínfimos entre las escamas del monstruo.

En ese refugio disfrutaba también de mi ocio, de mi aislamiento infantil, casi siempre sólo o en compañía de algún otro solitario y poco peligroso amigo del barrio. El apagado «rusito» de la carbonería de la esquina, que nunca conocí por su verdadero nombre. Krhown, el judío tuberculoso, escuálido, angustiado, con el pecho hundido como el Nosferatus de Mornau, que falleció pocos años después, con los pulmones deshechos por una antigua tuberculosis. Juan Carlos, el hijo de Narina, la amiga italiana de mamá, que venía a ser el único lujo, gordito y vitalista, entre aquellas iniciales amistades llenas de heridas y huellas del éxodo europeo. En ese rincón leía los libros prohibidos de mi padre, me refugiaba de sus castigos, ciertos o anunciados, o disfrutaba y sufría con mi simple melancolía porteña. A veces jugaba junto a ese batallón de pequeños y desarraigados amigos, emigrados de antes o después de las guerras europeas, a las carreras de coches de plástico lastrados de masilla sobre laberínticos circuitos previamente trazados con tiza, o a intercambiar figuritas de jugadores de fútbol, o a atisbar tras los cristales enrejados las borrosas figuras de la calle.

Por entonces éramos todos un poco misóginos, convencidos de que las chicas servían para poco, que eran incapaces de resolver nuestros problemas, y que además no querían, o no podían, enterarse de lo que hacíamos, de lo que nos pasaba. De vez en cuando aterrizaban en el zaguán algunas compañeras de mi hermana, mayores, curiosas y sabias como ella, que nos miraban incrédulas e intentaban coquetear con nosotros. Y también la Cuqui, la hermana del gordito vitalista, que era como la versión anómala de su familia, siempre nerviosa, eléctrica, con el cabello encrespado, como poseída por algún demonio que la hacía dar brincos, encogerse, revolotear los ojos, y hacer mil muecas de indescifrable traducción a nuestro lenguaje. Alguna de aquellas chicas que invadían nuestro refugio nos dejaba ver sus pálidas pantorrillas semi cubiertas por largos calcetines a tono, avanzar la vista por las rodillas, y concluir por entrever muslos infantiles debajo de las cortas faldas y delantales blancos de la escuela. Sin embargo, al igual que al descubrir esos bultitos que comenzaban a empujar contra sus jerséis o blusas, la visión ofrecida no nos producía ningún efecto inmediato, ni menos aún tardío. Por eso terminábamos por expulsarlas del zaguán, de nuestro pequeño mundo de dominante y angustiosa realidad. No había lugar para lo sensual en aquel sitio de descargas emocionales.

El suelo del zaguán estaba tres escalones por debajo del pasillo, y eso facilitaba el escondite pero también el arrinconamiento. Sólo cabía escapar hacia el perverso mundo exterior por la pesada puerta, arriesgándose a no poder entrar nunca más en casa, expulsado definitivamente del paraíso -o del limbo- por no saber ni querer respetar el mandato de los dioses, del dios padre sobre todo. Congoja añadida a las demás en aquellos años de difícil intromisión en el mundo de las realidades y teorías de los mayores, de la socialización del comportamiento. Angustia rematada cuando apenas nos asomábamos a la calle, porque nos dábamos de bruces con la larga fila de árboles que, festoneando la acera, aparecían entonces pintados de cal hasta la cintura, hecho necesario para combatir, decían, la epidemia de polio que se había abatido sobre la ciudad, y que años más tarde se llevaría para siempre a un gran compañero del club. ¿Te acordas?

De pronto noto que el insecto aumenta su atención sobre mí, me observa durante un breve instante, y a continuación se lanza hacia donde estoy. Es un meteorito zumbón, viscoso y oscuro que se agranda paulatinamente a medida que se acerca, que me va acorralando contra los escalones que intento subir de espaldas, literalmente espantado, sin dejar de vigilarlo horrorizado para que no acabe conmigo, para que no me devore. Me cubro la cara con las manos, me encojo como en el vientre materno, corto mi respiración, deseando que su viscosa caparazón, de lata de foie-gras abandonado, no me toque. Y es entonces cuando despierto desesperado.

Y ahora te lo cuento, Modsky, Pitín, porque me gustaría que me aclarases el significado de este sueño que me ha producido una terrible sensación, que me tiene aún en zozobra y desconsuelo. Tengo por sabido o entendido que cuando estoy en, o me enfrento a, un deseado período liberador, me acechan estas extrañas representaciones de mi subconsciente. Terror al exterior, necesidad de protección, necesidad de personalización, lucha con el entorno, deseo de salir, temor a hacerlo, a perder lo que tengo. Lucha también con el pasado, que no añoro, pero que vuelve, que está presente, que no me deja a veces cambiar, evolucionar. El zaguán se convierte en la caverna de Platón, o en el nido del pájaro Hornero, y acude de forma reiterada, obsesiva, a emerger sin invitación sobre el presente, a rever el pasado como en una vieja película. Yo adentro, protegido pero angustiado e inmóvil, sin avanzar ni encontrar soluciones. Fuera la vida, el mundo, la gente.

No sé si tal repaso de los bajos del subconsciente pueda deberse al sentimiento de culpa, o frustración, por no haber ido finalmente a Buenos Aires éste fin de año -que me tocaba- o a la repesca emocional que tal posibilidad ha desencadenado en mi subconsciente. No lo digo por ti sino por mi familia, a la que tuve ilusionada hasta el último momento. Pero a lo mejor, todo se debe a que la semana pasada fui a ver la última película de Leonardo Favio, «Gatica, el Mono», y eso revolvió la memoria de mi infancia, la Argentina que se desmorona, los ídolos caídos. Tú sabrás, comprenderás, analizarás. Has un esfuerzo Pitin.

Así que seguimos y seguiremos estando, por ahora, a cada lado de ésta mar atlántica. Por eso te escribo con ansias transoceánicas que eluden todas las distancias. Necesito tus comentarios, tus consejos, tu amistad. Necesito eso, y no escuchar tus perversas elucubraciones acerca de si siempre he sido un follapavas.

Abrazos. No me falles otra vez.

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