El horizonte era una línea perfectamente dibujada sin nada que rompiese la perfecta armonía entre cielo y tierra. Corría hacia él, mirando esa línea inmutable sin girar la vista atrás. Cada paso que daba me dolía en lo más profundo. Yo, un don nadie, disfrutando de ese perfecto momento y rompiendo ese equilibro. Pisando la hierba que ansiaba rozar el cielo; pisando la hierba que era el más perfecto símbolo de tranquilidad, de total e inalterable tranquilidad, como el viento entre los árboles, las pisadas sórdidas en la nieve o la lluvia mojando por primera vez la piedra.
Huía de mi sombra, de mí mismo, de un fantasma que me atormentaba en mi más triste realidad, mis imperfecciones, lo más ocre de mi personalidad seguía tras de mi con apetito voraz para intentar tomar el control. Tal vez debería desistir, dejar que mi demonio tomase las decisiones, de todos modos, no tengo nada que perder, no hay nada que pueda estropear. Finalmente desisto, espero a que mis pesadillas me atrapen y me hagan suyas, pero nadie llega, no huía de nadie, ni de nada, lo que temía ya estaba dentro de mí, ya había tomado el control, me había expulsado de mi consciencia y me había desterrado a este prado. Tumbado me relajo, el viento y el sol… la perfecta escena para abandonar el mundo, el perfecto momento para ascender a la nada, al limbo, o simplemente, el perfecto lugar para apagarme y dejar que la mas anímica oscuridad me atrape y acabe conmigo. Mientras transcurren mis últimos momentos disfruto de todo, hago acopio de todos mis recuerdos para intentar esbozar mi última sonrisa. Me vienen a la mente la imagen de unos ojos que clavan en mí su mirada, unos ojos pardos con la perfecta mezcla de súplica y fuerza, de nerviosismo y tranquilidad, de amor y odio. Mi instinto natural de seguir vivo me atrapa, la vanagloriosa impresión de que valgo algo me hace creer que puedo resurgir… tonterías, túmbate, disfruta el momento y desaparece, tu hora ha llegado.
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