La extraña del parque

Jamás
prejuzgo a las personas por las apariencias, pero tengo ganas de escribir y la
musa no me quiere visitar. Miro todo lo que me rodea intentando encontrar algo
que me inspire una historia y en esa búsqueda de creatividad, he reparado en
una mujer que está sentada en un banco a poco más de dos metros de mí.

Y, por
alguna razón que desconozco, me han entrado unas ganas irresistibles de
escribir sobre ella. Me ha parecido que podía ser un ejercicio divertido,
inventarme la vida de una extraña a partir únicamente de su físico y su gestualidad.
Sólo espero que se quede en el parque el tiempo suficiente antes de que se
evapore la magia de la creación.

Esta es la
historia de Ana. ¿Por qué Ana?, porque me gusta y porque soy la autora.
A primera vista, me parece una mujer sencilla, criada en el seno de una familia
humilde. Al observarla con detenimiento, no le encuentro absolutamente ni
una pizquita de artificio en sus ademanes. Debe tener unos 70 años. La
determinación de su mirada me dice que no es de las que aguanta a una persona a
su lado, ni siquiera por unos hijos, que se nota que los tiene, ya que emana
maternidad por todos sus poros. Por su semblante amable y unas huellas de
satisfacción dibujadas en los surcos de su cara, seguro que tiene, o ha tenido
una persona buena a su lado. No le veo los ojos tristes, no creo que sea
viuda. ¿Por qué una mujer de su generación, teniendo una persona al lado y
estando feliz, estaría sentada, sola, en un banco del parque?

Con su aspecto arreglado, de una manera sencilla, con un toque de rubor en sus
mejillas y un poco de brillo en los labios, se me antoja pensar que es su
cumpleaños y él, ha ido a comprarle el más bonito de los regalos y se van a ir
de la mano a celebrarlo.

Ella está radiante. En su boca hay una sonrisa constante,
que se hace más amplia cuando ve niños pasar. Tiene nietos, sí, varios nietos.
Y Ana, es de esas abuelas que leen cuentos, asoma un libro por su bolso. Llevo
más de media hora observándola y apenas ha cambiado de postura. Descruza una
pierna y cruza la contraria con gran facilidad. Es delgada y su vestimenta es
cómoda. Mueve mucho la cabeza, posando, por largo tiempo, la vista en cada cosa
que le rodea. Lo escudriña todo, como si quisiera fijar una fotografía en su
retina de cada uno de los detalles de aquel lugar.

Me acaba de invadir una gran tristeza, porque tengo la
impresión de que se está despidiendo. Tiene que ser un lugar muy especial para
ella.

Empiezo a entender muchas cosas de Ana, tan sólo
observándola. Al principio me pareció una persona feliz, pero ahora noto que le
envuelve un halo de nostalgia. Su aparente quietud no es tal, es como si no
estuviera en el presente. Está repasando su vida mentalmente como buscando la
paz. El cambio continuo de piernas, rezuma culpa. Necesita encontrar el perdón,
pero ¿de quién? ¿Por qué? ¿Qué has hecho Ana?

Me dan ganas de sentarme a su lado y cogerle la mano. Una
mujer de mirada noble, de apariencia sencilla y discreta y de sonrisa amable,
no puede haber hecho nada malo. Pero, ahora que siento una conexión con ella
como si la conociera desde siempre, me llegan sus pensamientos alborotados e
inquietos y, aunque sus labios sonríen, en sus ojos puedo adivinar una profunda
tristeza, pero no culpa. Ella sabe que ha hecho lo correcto, ya que lo hizo por
amor, pero también es consciente de que ha traspasado algún límite. Dame una
pista, Ana ¿Qué es eso tan terrible? ¿Por qué parece que te estás despidiendo
de algo, de alguien? Le das vueltas sin parar a tu anillo de boda y tu mano
temblorosa la posas después en tu pecho mientras se desliza una lágrima por tu
mejilla. Le has dejado marchar ¿no es cierto? Tanto amor no podía acabar en un
sufrimiento inútil y aterrador. Le aliviaste su agonía. Sí, ahora lo sé.
¡Cuánto os habéis tenido que querer!

No te sientas culpable cariño, has hecho lo moralmente
correcto. Lo que me tiene en vilo es que no soy capaz de descifrar si te
despides de él o lo estás haciendo de la vida. Lo que me parecía tranquilidad,
es desdén. Tus ganas se fueron con él y te debates entre seguir fingiendo una
felicidad, por inercia, o marcharte con él y ser fiel a tu sentida promesa que
le hiciste en el altar. Pero ¿y los que se quedan? ¿no te duele la pena que les
causará tu pérdida? ya se han quedado sin él, no permitas que tengan que vivir
sin ti también. Sabes que eres su pilar. No lo van a poder soportar.

Mírame Ana, por favor. Fija tus ojos en los míos, ¡venga,
levanta la cabeza y mírame! Bien, ahora me miras, aunque todavía no me ves,
pero noto que sientes mi energía. Estate tranquila, has hecho lo correcto. Veo
que respiras hondo y empiezas a liberar la presión. Poco a poco, comienzas a
sonreírme con los ojos y ahora sí me estás viendo. Necesito hablarte. Sé quién
eres, Ana, y me gustas. Bienvenida de nuevo a la vida. Ahora me voy a sentar a
tu lado. No te asustes. La miré con cariño y le cogí las manos.

—Todo irá
bien. Lo sé. Te mereces todas las cosas bonitas que están por pasarte y el
mundo necesita personas como tú. Disculpa mi osadía. Perdona si te estoy
molestando, pero siento que necesitas un abrazo y si me lo permites…

Ella me
miró con todo su cuerpo, extendiendo sus brazos hacía mí como si le acabara de
ofrecer el mayor de los tesoros.

Dos
desconocidas fundidas en un bonito gesto, desinteresado y reparador.

—Gracias.

—Esther,
me llamo Esther.

—Gracias,
Esther, yo soy Ana.






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