La Casa de la Pompa

La Casa de la Pompa

La Academia de Todas Las Artes era una construcción gigantesca entre los edificios minúsculos. La desproporcionada proporción arquitectónica en relación con el resto podía resultar irracional, y su grandiosidad algo desconcertante. Desde todos los puntos de la ciudad se podía vislumbrar su caótica cúpula rematada en plateada espiral, y tantos eran sus ornamentos externos, e internos, que la ciudadanía la señalada cariñosa, popular y tímidamente como, La Casa de la Pompa.

Las pinturas de las salas eran magníficas. Los frescos, a merced de las alternancias estacionales y los caprichos de las mismas, se mutaban salpicados por el inevitable devenir de los elementos. ¿El resto? Desvaneciéndose en las negligencias.

Algunas zonas del edificio simbolizaban la dolorosa apatía de la desidia como por ejemplo, Los Jardines del Silencio, que en tiempos no tan lejanos florecieron en una orgía de colores inmortales danzando alrededor del inmueble, o Las Once Pérgolas, construidas con la costosísima madera de sándalo, realzadas con estatuas de porte griego y que cumplieron sus días transfiguradas en ciudades arácnidas, con sus laboriosas habitantes tejiendo una delicada manufactura de traslúcidos velos de novias.

En los días de vientos agitados, las puertas y los cajones se abrían y se cerraban en riguroso desorden provocando corrientes de aire que aseaban los incontables corredores y la multitud de esquinas. A las hojas secas, las corrientes las trasladaban de patios a sótanos, de un alfeizar a un despacho, de un escalón al siguiente. Y las partituras, en una suerte de desconcierto musical, orquestaban armonías en estantes, en tejados, se escondían del vértigo, oteaban las sombras de los atriles…

En aquella aérea oscilación de marcos, dinteles y bisagras, las cortinas desprendían el polvo de meses y los suelos de mármol delataban la ausencia de huellas humanas. Los cristales, opacos de aburrimiento, agradecían el retorno de las lluvias que desempolvaban, con una amorosa pero inevitable erosión, La Casa de la Pompa.

Sin embargo, para ella, no era suficiente. Las paredes revelaban selectas grietas que ni el más minucioso maquillaje podría encubrir y avanzaban hacia el escenario sin sortear el patio de butacas, ni respetar la intimidad de los camerinos. La Gran Biblioteca, clausurada, abrumada e improductiva, una oscuridad fragante de pieles agonizadas con su tesoro transfigurado en despensa, y madriguera, para numerosas descendencias de roedores de palabras.

En torno a La Casa de la Pompa circulaban ridículas invenciones. Era célebre la leyenda sobre una señora muy educada, participativa de todo acto protocolario, fiel seguidora de las normas sociales, más por costumbre y comodidad que por sincera convicción. Una tarde acudió a recoger a sus hijos, e incomprensiblemente, se perdió en el edificio. Circuló desorientada durante cinco inauditos días, desolada, tropezando con sus propios gritos y a punto estuvo de perecer si las musas, y los hados, hastiados de las quejas y del ruido, no hubiesen propiciado que la encargada de la limpieza encontrara a la señora desmayada bajo unos caballetes y sujetando con agresiva tozudez un puñado de pinceles calvos e inofensivos.

La señora fue víctima de un destructivo rumor social y la deshonra se extendió vociferante, solapada, con mofa y descuido. Nadie creyó su versión. Cinco días yendo y viniendo por los recintos desiertos, bebiendo agua en los sucios aseos con el único sustento de las cinco manzanas descubiertas al pie de un diván azul. Junto al asiento, embebida por la languidez de su propio mutismo, dormitaba una apolillada arpa.

Durmió en el teatro, escogiendo el decadente palco real, y su imaginación acabó desbocada ante las sombras proyectadas por la mayor tormenta eléctrica del anecdotario provincial. Soñó con prohibidos susurros literarios, ecos de ensayos, golpes de cincel, pasos de baile, voluptuosos arqueos de batuta… Sus gritos de socorro le provocaron una afonía incurable, una ronquera crónica, embarazosa de escuchar, una voz definitiva de pirata atiborrado de sal, tabaco y ron. Un saco de nervios, la cacatúa del cuento, todo ojos, maniática y desplumada.

Cinco días de pánico innecesario para luego ser injustamente vilipendiada.

Su esposo, durante un largo tiempo, albergó la esperanza de que, las calumnias, acabarían siendo adormecidas con el próximo escándalo. Sin embargo, la señora aprovechaba las ocasiones dadas para sacar el tema y describir, con gran lujo de detalles, su terrible aventura, el malévolo influjo del edificio y la perniciosa sensación del vicio y el libertinaje.

Pasado un tiempo se tapiaron, una a una, las aulas. Poco después, el desaire de un vulgar e irrespetuoso portazo en la fachada principal, incomunicó La Academia de Todas las Artes, señalada cariñosa, popular y tímidamente como La Casa de la Pompa. Luego, el silencio.

*Nota: La Casa de la Pompa, fue editado en el 10/07/2015 y reeditado el 26/07/2016 en el periódico Andalucía Información (Arcos Información).

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