El regalo de mi padre

El regalo de mi padre

Cristian Yordy

08/10/2017

Tenía once años en aquel entonces y sentí por primera vez lo que significaba ser hombre. Mi padre, serio, sin bigotes y cabello recortado, que por ese tiempo rascaba ya el medio siglo, me dio un regalo. Estaba envuelto y era pequeño, pequeño pero importante; un regalo que cambió el rumbo de mi vida y la perspectiva que tenía sobre ella.

–¿Por qué me das un regalo si no es mi cumpleaños? –pregunté timorato.

– Los regalos, hijo –respondió mirando hacia la ventana–, así como las lecciones no tienen fecha programada. Solo hay que estar predispuestos a aceptar, y, sobre todo, a agradecer.

–Gracias, papá.

Mi voz se ahogaba al agradecerle sin mirarle a la cara. Fui hacia la calle y estoy seguro que mi rostro no reflejaba la misma alegría que sentí al recibir mi primer carrito de juguete o mi primer trompo. Quería llorar, pero no podía caminar y llorar al mismo tiempo así que me senté sobre una piedra, a solo unos cuantos metros de mi casa. Miré el regalo envuelto y ya sabía lo que era. Entonces quité el ridículo papel y contemplé ya con lágrimas en mis ojos aquel pequeño pero muy filudo cuchillo de quince centímetros de hoja y diez de mango. Me preguntaba por qué mi padre me había hecho eso. ¿Por qué me había dado un cuchillo como una miserable herencia? ¿Quería acaso que lo matara? No entendía por qué. La gente pasaba y me veía llorar. Eso me avergonzaba. “Los hombres nunca lloran”, solía decir mi padre cuando yo lloraba cada vez que me daba, con justa o injusta razón, un correazo o un jalón de orejas. Tomé el cuchillo fuertemente, mi mano derecha apretaba el mango de madera y la izquierda la filuda hoja y me herí. Empecé a llorar, lloraba en silencio apretando mis labios entre sí y mis manos en el cuchillo. Aquellas lagrimas se entremezclaron con las gotas de sangre que caían de mis manos y, entre mis piernas, ahí en el viejo piso de concreto formaban un pequeño arroyo.

–¿Qué pasa, niño?

Levanté la mirada. Recordé haber visto a ese señor anteriormente. Mi madre era su amiga, pero no me caía muy bien. Las veces que lo había visto con ella, ella estaba llorando, pero nunca se daba cuenta que yo miraba a escondidas. Mi madre era una mujer que evitaba mostrarme una cara triste. Aquel tipo era alto y su mirada parecía trasmitirme consuelo, pero yo le tenía miedo. Llevaba un pantalón jean clásico y una camisa de verde claro y se cubría del sol con un elegante sombrero de paja. Se me acercó e intentó poner su mano sobre mi cabeza. Y me puse de pie, fruncí el ceño y levanté la cara. Pude notar que aquel señor se sorprendió. Le mostré el cuchillo entre mis manos.

–Déjeme solo o no respondo –le dije a regañadientes.

El tipo sonrió y de repente apareció mi padre.

–Pablo. Buenas tardes. Deja al niño tranquilo –le dijo mi padre siempre con la seriedad que lo caracterizaba.

–¿Qué pasó, Eduardo? ¿Por qué su hijo…

–Cosas que no deberían importarle, compañero.

Aquel tipo del sombrero torció la boca, encogió los hombros y se fue. Yo no quería quitarle la mirada hasta que se perdiera de mi vista. No lo hizo. Se quedó observando desde lejos. Fue entonces que me acerqué a mi padre.

–¿Crees que esa es la manera de usarlo?

No respondí. ¡Cómo diablos iba a saber! ¿Acaso los niños de once años deberían saberlo? Regresé a casa. Mi madre aún seguía en la cocina, pero no estaba cocinando. No había cocinado nada aquel día. Al parecer nadie quería comer. Ella seguía llorando y entre sus manos apretaba un cuchillo de cocina. Me pregunté por un momento si mi padre, algún tiempo atrás también se lo había regalado. Quedé quieto, mirándola. Ella fijo su mirada en la mía y soltó el cuchillo. Me abrazó fuertemente.

–Vamos a estar bien –me dijo.

–Papá se va de la casa, ¿verdad? –pregunté al mismo tiempo que dejé caer el arma blanca que llevaba en mis manos.

Y me acerqué a ella y la abracé. Manché su transpirada blusa y en su espalda estaban ya mis huellas de sangre.

–No llores, cariño– dijo–. Todo va a estar bien.

Me sentí débil. Era débil. Mi papá ingresó y recuerdo haberlo mirado directamente a los ojos mientras que mi madre se retiró hacia el dormitorio.

–¿Lloras acaso?

Esa pregunta era estúpida. ¿Cómo se llama a la acción de derramar lágrimas? De mis ojos brotaban lágrimas, que caían sobre mis mejillas y terminaban, algunas en el suelo y otras simplemente desaparecían. Mis mucosidades las absorbía o las sonaba. Para mí eso era llorar, pero creo que para mi papá no. Por eso me lo preguntó.

–¿Lloras acaso?

Volvió a preguntar. Talvez yo vivía engañado y eso no era realmente llorar.

Mi padre vio el cuchillo en el suelo, lo tomó y se me acercó. Aquella mano derecha no temblaba como la mía cuando tenía esa filuda arma. Mi padre era zurdo, y fue con esa mano con la que me levantó. Mi cabeza estuvo en ese momento por encima de la suya, pero me sentía pequeño. En realidad, era pequeño. No podía reaccionar, mis manos apretaban su muñeca izquierda y mis piernas las tenía inmóviles por razones que desconocía acerca de las inmovilizaciones por un ataque de pánico. Cerré los ojos y después de unos segundos, al abrirlos, ya tenía la punta del cuchillo en el lado derecho de mi cuello.

–¿Sabes, hijo? Tengo ganas de matarte, pero no lo haré. Tampoco soy un asesino. No quiero volver a verte llorar como llora tu madre. Cuando seas grande talvez lo entiendas. Y no pediré perdón, porque el perdón solo lo piden los cobardes, aquellos que no tienen la valentía suficiente para cargar con el pesar de sus errores, idiotas que piensan que el daño se repara.

Mi padre me soltó de golpe y caí fuertemente al suelo.

¡No, carajo! –gritó– El daño nunca se repara ni con el perdón del agraviado ni con el perdón de Dios. Algún día, hijo –bajó el tono de su voz– me iré para siempre. Solo te pido que me recuerdes como soy. No me justifiques ante la sociedad. Dile al mundo, a tu mundo cómo soy en realidad. No mientas porque terminarás creyendo tu propia mentira y serás infeliz.

Él tendió su mano izquierda a la altura de mi pecho y me mostró el cuchillo.

–Mátame –dijo.

Yo recibí el cuchillo. Y seguía llorando. Mi padre me cacheteó. No era la primera vez que me pegaba, pero si la primera vez que dolía. Y no hablo del dolor físico sino del dolor en el alma. Él abrió sus brazos al mismo tiempo que se abría la camisa.

–Vamos –decía airadamente–. Mátame. Introduce el cuchillo aquí –y se señaló el lado del corazón–. Una vez que tienes el cuchillo adentro giras a la derecha o a la izquierda, no importa, para que la herida sea más eficaz y mortal.

Mi madre apareció de repente.

–Deja al niño en paz –titubeó.

Su voz era baja, temblorosa. Ya no sabía a quién miraba mi madre. Sus cabellos desordenados obstaculizaban su mirada. Mi padre se acercó a ella y la golpeó en la cara. Yo no sabía por qué él pegaba a mi madre. No podía defenderla porque tenía miedo. Por primera vez vi a mi padre golpear a mi madre. Talvez le pegaba antes, no lo sabía en ese momento, pero era la primera vez que lo veía. Yo pensaba que los padres pegaban a sus hijos para que crezcan con valores y no terminen como cualquier delincuente. A menos eso me repetía mi padre cada vez que me daba un correazo por salir a la calle, llegar tarde o no hacer la tarea. Pero no entendía por qué le pegaba a ella. Lo peor era que mi madre no se defendía y ni yo me creía capaz de defenderla. Yo salí a la sala y en la puerta estaba aquel tipo del sombrero.

– ¡Hey, niño! ¿Qué está pasando? – preguntó el señor Pablo.

Tenía los ojos abiertos, estaba desesperado, temeroso, no sé. Y yo no respondí, no quería responder.

Al parecer aquel tipo se había dado cuenta que algo pasaba en casa. No tardaron el llegar un par de policías. Yo, con cuchillo en mano les di la espalda y fui a un rincón de la sala. Cuando volví mi mirada hacia atrás mi padre salía enmarocado y con un policía a cada lado. Me miró y agachó su mirada. El tipo con sombrero sacaba a mi madre ensangrentada. Era sangre de verdad la que recorría por su cara. Mi padre era llevado en un patrullero y mi madre en una mototaxi hacia el centro de salud. El tipo con sombrero antes de subir a la moto me dijo:

–¿Te vas a quedar ahí? ¿No piensas hacer nada?

–¿Y qué puedo hacer yo, señor? –respondí.

–Ser hombre. Son estas cosas lo que te convierten en hombre. La madurez no llega con los años sino con los daños, con la experiencia.

Luego subió a la moto con mi madre que parecía estar inconsciente. Yo me quedó quieto, como siempre cuando tengo miedos, y me quedé pensando. ¿Qué es ser hombre? ¿Va más allá de llevar pene? ¿No es entonces mi pene lo que define mi hombría? ¿Qué es entonces?

Y salí, cuchillo en mano. No iba al centro médico, tampoco a la comisaría. Fui a un establo donde criaban vacas. ¿Por qué? Porque ahí descansaba mi único buen recuerdo con mi padre. Era una tarde de diciembre y ahí estaba aquel establo y ya no había vacas. Todo era en blanco y negro. Vi en ese lugar a un hombre sonriente, con bigote y el cabello frondoso; cargaba entre sus brazos a un niño de tres años. La risa de aquel padre era de algarabía y la risueña sonrisa de su hijo lo hacía llorar de alegría. Lo elevaba al cielo, una y otra vez, y el niño no se cansaba de reír y el padre no podía evitar las lágrimas. “Te amo, hijo mío”. Le repetía. Y también vi a la madre, con una antiquísima cámara Kodak. “A ver mis amores, posen y digan whisky”. Aquel señor no obedeció. Levantó hacia los cielos a aquel bebé y la madre capturó ese momento exacto y hermoso.

Y ya no soporté más ver eso. Ver lo que todo niño quiere ver en un padre: un héroe. Así que a esa corta edad me llené de envidia y de ira. Con el cuchillo entre mis manos me acerqué a esa familia feliz y empujé al padre. El niño cayó al suelo, la madre me miró atónita y sin reacción. Me senté sobre el abdomen de aquel hombre y recordé las últimas palabras que mi padre me dirigió: “Mátame”. Entonces le clavé el puñal en el pecho, giré a la derecha y la sangre se derramaba, mililitro a mililitro. Miré al bebé con compasión y seguía en el suelo riendo y fue sonido de su risa lo que hizo llenar mis ojos de lágrimas, pero esta vez me contuve. Miré al techo, me acerqué a ese bebé y le clavé el puñal en el centro de su pecho. Me puse de pie y no retiré el cuchillo del que solo veía el mango. Ambos quedaron tirados en el suelo, desangrando. La madre seguía de pie mirándome.

Y vi a mi madre, con la cara ensangrentada en la puerta de la habitación.

– ¿Qué pasó, mami?

–No debo dejarte solo, hijo mío. Tú tampoco me dejes sola. Camina conmigo, serás mi bastón, la piedra en la cual me apoyaré cuando sienta que se me acaban las fuerzas.

Apenas entendía lo que balbuceaba. Y me abrazó. Y lloró, con lágrimas. Y yo también lloré, y lloré de verdad, sin lágrimas, lloré con el alma, con el orgullo, con el miedo, con la vergüenza. Lloré por dentro.

–Vamos al centro médico. Quiero que estés ahí conmigo cariño.

Asentí con la cabeza. Recogí los pedazos de la fotografía que acababa de romper y salí con mi madre. Afuera seguía el tipo del sombrero. Subimos a la moto y en el trayecto arrojé aquellos retazos de la vieja fotografía tomada en blanco y negro.

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