Sus ojos brillaron, como queriendo cazar los sueños que tan desesperadamente añoraba poseer, porque ahora podía, era libre, mientras el viento lo impulsaba con ímpetu y rebeldía, era libre, entre el coro de las corrientes marinas, la tenacidad en su mirada retaba al lejano Júpiter, y amenazaba con atravesar al mismísimo cinturón de Kuiper.

Libre al fin, de las voces, de los ecos. Fue el imperceptible ser nacido de los hilos del destino, destinado a romper el tiempo. Presurizado en su cápsula de plasma interestelar, a la espera de la oportuna distracción del mundo para exclamar un grito ahogado en sus inquebrantables deseos.

Abrió los ojos y su barca navegaba los aires intrépidos más allá de las nubes, seguía la brújula de sus instintos de aventura, evitando las cataratas de hielo más allá del cielo; presagiaba la historia más asombrosa de su vida, mientras contemplaba las agujas del reloj retroceder, el tiempo se intimidaba frente a él e izó las velas de su barca para viajar a toda velocidad, no había tiempo que perder, literalmente.

En su mochila estaban un par de recuerdos rotos y una palabra intacta. Su tacto saboreaba la emoción que casi se desbordaba de sus inaudibles pensamientos más allá del primero de sus átomos. Él mismo era la prueba de la realidad, porque todo era real, las fantasías estaban presas, ya no había espacio para ellas.

En derredor de todo lo que ahora existía; su barca, él, y la vida por delante, se deslizaban las corrientes cálidas de todas las palabras honestas alguna vez pronunciadas. Viajaba hacia un viaje que recién iniciaba, buscando la búsqueda más grande de su vida, librando su propio baile de libertad, augurado por Maffei más allá de la luz más lejana.

Le separaban de su meta indeleble, el inerte movimiento de un espasmo muerto, las imposibilidades se caían a pedazos mientras avanzaba en una barca guiada por su firme mirada. La sed de más lo expulsó de lo coherente, su búsqueda iniciaba en el alud de lo incongruente, a dos o tres pasos del tiempo que se hizo a un lado para abrirle el paso.

Pisó los vientos huracanados de aquello que desconocía conocer, que a su vez, visto del otro lado del espejo, reflejaba el nuevo camino, y sin recordar cómo mirar atrás, caminó sin detenerse a pensar qué lo esperaba después de la calle de cristal escondida en los rubios reflejos etéreos de su estrella madre.

Respiró con los pulmones saturados de aullidos audaces y libres, era libre, sus ojos centelleaban devorando todo lo que había perseguido, y en la punta de un segundo estancado en un estanque se dio cuenta del inicio, señaló que jamás había un final, escalando hacia la inmortalidad en la cima de sus pensamientos más empinados, la cumbre de su ser, y sin nada más que perder, murió.

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