Dionisia nunca quiso que cortasen el gomero, aunque había crecido varios

metros por sobre el techo. Pero el nuevo vecino – un franchute

amanerado y quisquilloso – después de meses reclamando, consiguió que la

Municipalidad le suministrara el personal para podar la parte del ficus

que traspasaba la barda hacia su propiedad, porque las hojas caídas –

alegaba – le dejaban pegajoso el bachê de la terraza. Aprovechando la

ocasión, se metieron a la trifulca varias viejas intrusas, alegando que

era más importante conservar el árbol que satisfacer a los vecinos, con

la consecuente decisión municipal de mudar por completo el espécimen a

la plaza comunal.

¡Qué sorpresa se llevaron al descubrir por qué Dionisia no quería

cortar el gomero..! En la minuciosa tarea de excavación para trasladar

el ejemplar, se encontraron ordenaditos y uno tras otro, primero

metatarsos, cuboides y escafoides y luego astrágalos, tibias y peronés.

Luego, de cadera a cráneo, era un desastre. Boby, el labrador muerto

veinte años antes – había hecho de las suyas con la osamenta. Dionisia,

temerosa, quiso hacer creer ilusoriamente a la policía – que acudió a la

llamada del municipio – que eran los restos del can. Una animita en una

hornacina junto al gomero, sustentaba su declaración. Hasta que le

preguntaron por el marido que una treintena antes, había huido con una

bailarina de un boliche de mala muerte. Ahí declaró sin resistencia:

– ¡No huyó…! ¡Le di un hachazo en la cabeza! Ante la mirada

atónita del comisario, contó con lujo de detalles la historia completa:

cómo lo había conocido, cómo había caído redondita y se había enamorado

hasta el tuétano del atractivo magnetismo de quien fuera su marido…

¡si hasta sonreía recordándolo! Decía que el finado cambiaba de mujer

como de calzones, que se tornaba de un caballo de pastar en un semental

en segundos, que tras períodos de calma absoluta, aparecía otro hombre

cuya libido era insaciable, pero que al hacer ella cosas para

complacerlo, le respondía con un golpe tras otro interrogándola con el

clásico “¡¿Dónde aprendiste, puta?!” – relataba Dionisia con

sorprendente calma, como si narrara la película del matinée. “Me botó

cuatro dientes, me amarró al gomero, me quebró tres costillas… hasta

que me aburrí. De la cochera tomé el hacha y de un solo golpe le partí

la cabeza”. Suspiró con la expresión satisfecha del “The End” y

concluyó: “Ha sido buen abono para el gomero, no pensé que crecería

tanto”.

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