En su andar errante, había llegado al centro de la ciudad, comenzó a caer una lluvia ligera pero abundante, que empapó su ropa tras algunos minutos de caminata, tras su paso, había dejado colilla tras colilla, cual marcas que atestiguaban un camino, como para poder regresar o para aquellos en los que brotara su recuerdo un día.
Se detuvo un momento cuando las piernas se habían rendido a su ímpetu, se sentó en una banca mojada de cantera, hacía tiempo ya que se sentía repentinamente mareado, como si el alma se le escapara en un suspiro de sus pulmones, apoco de cierre ya putrefactos.
No daba explicación a tal sensación, se le chispaba una parte del cerebro entre los ojos, y todo adquiría un andar lento, latía su garganta, y su corazón rechinaba en el ya difícil acto del bombeo, por un momento el miedo sudaba en sus ojos, y el frío recorría sus dientes hasta la nuca, descubría entonces su quijada trabada, y un dolor punzante detrás de su cabeza…después, la curiosidad y el pacto.
A veces rogaba por salir de su delirio, y otras tantas se abandonaba placentero. Quedar perpetuo en aquel su sitio, ¡puta estatua!.
De pronto, mientras el tabaco esparcía sus pétalos en humareda, levitando frente a su rostro en aquel denso ambiente de noche triste; desplazaron el humo, unos cuantos globos que alegres danzaban en bonita melodía, atados al brazo de un pequeño niño -¿me compra?. Decidido y apesadumbrado en su mal humor, a punto de rechazarlo con desdén, brotó en su mente un recuerdo infantil, una tarde, una iglesia, un niño y su globo, él observando en el fondo de la capilla izquierda, el globo terco escapando del brazo, elevándose lento, hasta encontrar amarre en un viejo candelabro, que colgaba en lo alto, pendiente de una oxidada cadena, y el transcurrir de semanas, meses y años.
Los vestigios de aquella corta alegría quedaron atrapados en los brazos sucios y polvorientos de aquél viejo candelabro, a mitad de camino hacia lo alto de la cúpula, y siguen allí…observando. A manera de remanso y de manera ocasional visitaba la iglesia cada vez más espaciadamente.
Qué curiosa la alegría, qué efímera; se había convertido en la razón de asistir a misa, saber si seguía allí, y abandonar su imaginación en tantas preguntas; cuando despertaba apenas, el entendimiento de la vorágine terrible del tiempo, y la extraña mística del discurrir cotidiano.
Se abre desde entonces un abrupto vacío y una curiosidad acuciante que surge desde su mismo sepulcro, su santuario ya está habitado, y es esta comprensión que le cala hasta los huesos, y en sus noches más lúcidas sale a disfrutar la fragilidad de la existencia. Bendito ardid de nuestra mente!, que nos brinda la sensación de trascendencia, que nos muestra una perdurabilidad engañosa, y que en sus lides nos va desarmando de certezas y conciencia. Sigue pues protegiendo la especie de disparos certeros de un revólver cargado de crudo “ser” y devenir, al menos puedo comprender que de elegir finales, entre el alcohol y el sexo la muerte tiñe sus labios de dulzura.
Y así se alejó con una leve sonrisa de aquel niño, y desde su niño también, con una docena de globos que vacilaban tras su andar, brindado un curioso panorama, en aquella extraña noche, esa clase de noches de cerveza disparada a quema ropa a los cargos de conciencia.
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