Todo comenzó en el campamento de Schlumberger en El Tigre. Yo iba frecuentemente a visitar a María, mi compañera de estudios de sociología, que había abandonado la universidad y se había casado con un francés que trabajaba para esa empresa de contratos de servicios petroleros.
La rutina del campo era agobiante. Especialmente para mujeres jóvenes que poco tenían que hacer allí. En mi caso, no jugaba tenis ni tomaba té entre 3:00 y 4:00 de la tarde como era costumbre adquirida por muchas familias del campo, considerando que también había familias inglesas.
Una tarde María me dijo que fuera a visitar la casa de solteros. Seguramente ahí encontraría qué hacer pues residían hombres jóvenes. También dijo que ahí vivía un árabe que parecía soltero además de guapo. Y entonces, con mi aburrimiento a cuestas, una mañana decidí averiguar y luego entrar a la habitación de él que por casualidad, estaba sin asegurar. Poco recuerdo cómo se sucedieron las cosas. Yo iba y venía a Ciudad Bolívar, El Tigre y Cumaná. Ésta ultima una ciudad de mar donde cursaba las últimas materias para finalizar mi carrera.
Desde entonces fui la novia de un egipcio. ¡Y tanto que de niña adoré a Cleopatra! Yo fui su Cleopatra desde 1981 a 1986.
It all started at Schlumberger, El Tigre.
La neumonía
La neumonía que pescó en Aswuan me hizo sentir culpable. Mucho más cuando recordé que fue a causa de quitarse su abrigo manga larga de color vino tinto, para cubrirme el cuello porque no superaba el frío de la travesía por el Nilo.
Para el retorno a casa en El Cairo, hubiera querido ir a contemplar el mar Rojo a su lado, en un viaje breve que sus amigos tenían preparado, pero entonces el permanecía en cama y yo únicamente me sentía segura a su lado. No era capaz de ir con Sohair y su esposo a Alejandría.
Hoy podría arrepentirme, sobre todo cuando leo y vuelvo a ver en cine la historia de Hipatía, los avances de la escuela neoplatónica y la biblioteca de Alejandría, las enseñanzas de astronomía y matemáticas de Hipatía y los cruentos hechos cometidos por los cristianos fanáticos en Egipto. Así, son muchos los detalles que se han quedado fijos en mi mente obsesiva y rendida ante la delicadeza de un hombre como él.
Decir esto no es una declaración tardía. Tampoco una confesión. Es memoria activa (quizás regresiva) que no pierde de vista los tesoros guardados de una relación que nunca podré olvidar.
La pulsera
Es de plata y tejida. Desde 1986 sujeta mi mano como una esclava. El recuerdo de un día en el Museo del Cairo y aquella exposición de prendas fabricadas de metales preciosos de cuyas piezas él me ofreció escoger una para luego colocarla en mi muñeca. Ahí permanece hace 36 años.
Como esa pulsera, conservo las litografías de mezquitas diseñadas con arabescos que cuelgan de las paredes de mi casa en Venezuela. Y las fotografías (las nuestras) abrazados en algún lugar de aquella travesía a lo largo del El Nilo que nadie se ha atrevido jamás a cuestionar.
El costurero
De tejido muy colorido característico de una etnia africana, es el costurero. Al pueblo de New Nubia fuimos desde Aswuan durante el paseo a un inmenso jardín botánico. Ahí nos atendió una mujer de piel oscura, labios gruesos y una sonrisa que mostraba su dentadura blanquísima y su amabilidad.
Nos condujo a una enorme sala con muebles largos y cojines de retazos de tela de distintos colores adosados a la pared. Ella nos vendió esa hermosa cesta tejida que conservo intacta y que es mi costurero.
Lleva consigo una expresión que nunca olvido. Cuando pasamos por la represa de Aswuan él me dijo que la represa «era la sangre de Egipto». Y me mostró sus brazos varoniles donde las venas parecían relieves. Intentaba traducir su inglés, idioma que yo no comprendía del todo.
Esa cesta que hoy es mi costurero, es la sangre de esa etnia y la esencia de ese viaje con él.
El hombre del camello
Eran muchos los comerciantes de un paseo en camello. Pero tanta la competencia y quizás la necesidad que aquel comerciante se encimó sobre mí, ofreciendo su paseo turístico.
A él no le gustó su actitud y en un árabe inentendible para mi le dijo algo con un gesto de pocos amigos y me tomó de la mano llevándome de ahí.
Nunca me monté en camello, pero a cambio sentí la sublime sensación de su protección.
Los dulces de su madre
No le conté a él que mis mejores dulces los comí de la bandeja mediana de metal llena de dulces recién sacados del horno que su madre hizo y dejó en la cocina de su casa de infancia en El Cairo un día que fuimos de visita.
Nunca fui amante de los dulces, pero aquellos estaban exquisitos. Recuerdo que su masa horneada era parecida a las mil hojas del hojaldre. He buscado una semblanza y el Buklava se me parece mucho, pero no estoy segura después de 36 años.
Mi certeza reside en la memoria. Ella me hace salivar al evocar aquél delicioso dulce. Comí muchísimos, sin pena. Desde entonces y a mi retorno, comencé a frecuentar El Arabito: un negocio de dulces árabes en Ciudad Bolívar. Exquisitos. Ninguno como los de la señora Azza.
Anaismi
En árabe solo aprendí a decir pero no a escribir, «Anaismi Rusalca», «Anamen Venezuela». Tiempo más tarde aprendí los fonemas «Jayeti» y «Jabibi». A él le sigo diciendo: I love you y, realmente, lo amaré siempre.
Your own Hani
Después que regresé de Egipto pasé muchísimos meses sin tener noticias de él. Esa década era todavía atrasada tecno comunicacionalmente y apenas nos hablábamos por el teléfono de disco cada cierto tiempo y por cartas cada vez más esporádicas. Él y yo hablamos de un amor presente, nunca de un futuro porque éramos muy jóvenes y teníamos varios continentes de por medio.
Dos años después sonó el teléfono “ese” de disco y era su voz franqueando la distancia. Atendí como pude, pues estaba recién salida de quirófano por una cesárea. Alcancé a decirle que había tenido un hijo que había bautizado con su nombre. Él me dijo: You have got your own Hani. Y se cerró la comunicación, o quizás yo no recuerde lo que pasó después.
La rebelión de las manos
El vuelo de Egyptian airlines salió puntual de Aswuan a El Cairo. Era una hora de vuelo. Yo no dominaba el árabe. Apenas balbuceaba fonemas que nunca utilicé porque me comunicaba en inglés con lo poco que sabía y que él mismo me había enseñado. El venía a mi lado con mi mano sujeta a la suya, grande y fuerte, como lo era él. Sentía el calor de su amor y protección en su mano derecha.
La atmósfera de la cabina del avión me decía que algo anormal estaba ocurriendo. Yo no me atrevía a preguntar. Al desembarcar y salir se observaban movimientos azarosos en el aeropuerto. Ya afuera, avistamos un taxi y partimos rumbo a casa. Pude notar que en calles y avenidas había tanquetas de guerra y la ciudad estaba militarizada.
Después me enteré que hubo una rebelión contra el régimen de Hosny Mubarak. Entonces yo no tenía la más mínima idea de lo que significaba vivir en un régimen totalitario. Ahora, habiendo vivido veinte años de chavismo en Venezuela, sí lo sé. Pero su mano me protegía. Y nada más importó.
Papillón
En ese mismo cruce del Nilo me enteré. Estoy segura de que si hubiese vivido más tiempo con él yo sabría demasiados detalles de demasiadas cosas. Todo me lo explicaba. Surcando el río venía un velero rojo. Decidido y acucioso como él era con la fotografía, sacó su cámara, le colocó la lente larga y capturó el velero. Era Papillón que plácidamente surcaba el Nilo.
15 días más
Mi tiempo se había agotado. También nuestro tiempo. Me enteré de eso días antes de nuestra visita a la embajada para solicitar una prórroga que me dieron solo por quince días. Y si esa extensión hubiese sido un mes o dos meses, ¿qué habría ocurrido? ¿Qué más?
Estigma
El pueblo árabe lleva consigo un estigma cultural gracias a la actuación de minorías que con su fanatismo religioso y prácticas ortodoxas toman de manera literal las sagradas escrituras de El Corán. Así, los árabes tienen el estigma de machistas, de dueños de harenes; de terroristas y pederastas. En mi país hay muchos árabes. Especialmente de Siria y Líbano y aunque él era egipcio y por tanto africano, su país es mayoritariamente musulmán.
Yo no recuerdo nunca haberle preguntado si profesaba alguna religión. Fue obvio, para mi, que sus padres eran musulmanes heterodoxos, y él me parecía que no tenía religión alguna. Para mi era un africano occidentalizado, podría decirse, pero ni eso.
En realidad creo que su religión era Bob Dylan y su credo «blowing in the wind», y Carol King, su diosa junto a «I fell the earth moves under my feet». Seguramente Joan Báez sería otra de sus diosas y sí, ese hombre me hizo amar a los árabes sin sentir ningún estigma. Libremente. Como el era.
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