DE DIOSES Y OLIMPOS

DE DIOSES Y OLIMPOS

virgilio perez

25/09/2017

Hacía meses deseábamos hacerle una entrevista, el canal puso toda la producción en movimiento para lograrlo. Durante varias visitas a su vieja casona de Palermo, nos había pedido paciencia. Él esperaba por ella, su secretaria y amiga, ella se encargaba de organizar todo lo referente a su vida y a su obra. ¡Vaya tarea! Decíamos al ver la amplia biblioteca.

Las veces que fuimos lo encontramos sentado en su inseparable sillón cerca de los ventanales, quizás al amparo del tibio sol a la espera de un rayo de luz.
Siempre fue amable y colaborador con nuestra tarea. Así habían pasado varios meses postergando el encuentro. Una tarde en la cual ya no pensábamos en ello, nos llamó su secretaria anunciando que el señor había aceptado la entrevista.

Dos días después, el ascensor de hierro forjado, estilo inglés, nos condujo al segundo piso de la casona. Una vez adentro, alguien abrió los ventanales y la luz iluminó el blanco salón. En un rincón, acurrucado en su sillón, desperezaba su sueño el señor, abrigado con una gruesa manta a cuadros. Del pasamano del sillón colgaba su bastón de fina y extraña empuñadura. Sintió ruido y se incorporó lentamente, miró a su alrededor. Dejó ir la vista en círculo por el cielo raso y preguntó a la persona que lo asistía.
– ¿Con quién está usted señor Domenech?
– Con los periodistas a quienes Ud. citó para hoy en la tarde.
– Dígame la hora por favor- dijo el señor.
– Las 17.30 – respondió el servil hombre, inclinándose en señal de respeto y solemnidad para con tremendo escritor.
– Puede dejarnos, estimado Donald y avise a la señora que los señores ya están aquí.

No pasaron muchos minutos cuando la puerta se abrió en su amplitud. Una extraña y bella mujer, no muy joven, pero de gestos finos y delicado rostro, saludó y nos invitó a sentar. Ella lo hizo a un costado del sillón, puso levemente su mano sobre las de él y ultimó los detalles de la futura entrevista,

De un cuaderno que posaba en su refinada falda, sacó anotaciones, de seguro previamente consultados con el señor, quien miraba un espacio inexistente. Carente de luz guiaba su mirada, ubicando a quien tenía la palabra. Luego, se extraviaba en su oscuridad, persiguiendo e imaginando rostros, palabras e historias de un mundo inventado por él y recreado por su genialidad.

Nos retiramos con los apuntes entregados, contentos de llevar lo que tanto nos había costado, había valido la pena; inmensa tarea acorde al personaje en cierne, ardua hazaña nos decíamos.

Las 20.30 horas, justo con lo convenido para maquillaje y ajuste de cámaras en el piso. El señor colaboró con buena disposición a los requerimientos de la producción. Llevado lentamente de la mano por la secretaria, se desplazaba a donde se le solicitaba. A las 22 horas, puntualmente, se le arregló por última vez el nudo de la corbata, que segundo después era trastocada por las manos inquietas del entrevistado; una señal a tiempo detuvo al personal de vestuario de entrometerse, no sería digno para su persona reclamo tal.

Un sillón confortable, semejante al de su casa, enfrentaba al entrevistador sentado en un banquillo que lo dejaba a la misma altura del entrevistado. Llegó la señal y dio comienzo la entrevista. La cámara paneaba sobre el rostro del escritor quien ignoraba los fuertes destellos de las luces que daban un contraste de fondo y de acercamiento, Por instantes el entrevistado movía nerviosamente sus labios, masticaba una áspera sequedad en sus labios; luego tragaba la saliva producida en su boca mientras sus ojos en bandolera no dejaban de girar en una órbita circular sin detenerse.
– Señor Borges – introduce el entrevistador la primera pregunta.
Borges se adelanta con la intención de ser mejor escuchado, y dice.
– ¿No va Ud. a saludarme antes de dar comienzo a las preguntas?
Levemente gesticula y después esboza una pequeña mueca de satisfacción.
– Bueno, empecemos por presentarlo – agrega el interlocutor con una fingida sonrisa.
Borges espera. Tras un montón de fríos decorados, técnicos y ayudantes expectantes.
– El señor Jorge Luis Borges nos ha dignado con su presencia para una charla entre amigos. Le formularé preguntas que quizás le harían ustedes desde sus casas. Queremos saber de su vida, de su obra. Es sabido que usted está más allá del merecimiento; y la excusa de la academia para negárselo, no ha conseguido ser premiado con el nobel.
– Sería necio y falaz de mi parte si dijera que no me interesa, pero me siento más feliz cuando es a un amigo a quien se lo premia. A mi edad he asistido, desde la distancia, a reconocimientos a grandes escritores, relevantes novelistas que de seguro están por encima de mis pequeños merecimientos y méritos. Ellos han llegado a la cúspide de sus sueños, y me he sentido inmensamente feliz y satisfecho por sus logros.
– Ud. ha dicho en ocasiones y ha afirmado que la luz más grande la guarda en sus sombras, al resguardo de los curiosos.
– Sí, algo así. Diría prudentemente que son solo dichos y palabras, pero le contestaré. La oscuridad no es un mérito ni un castigo. Es así como una permanente revancha de un hombre saliendo a la luz de una fosa, de un laberinto donde estuvo encerrado, privado de sus ojos.
– Señor Borges mucho se ha dicho y por mucho tiempo de su soltería. Dirá, si quiere responderme.
-Mi soltería, como Ud. hoza llamarla, no es una consecuencia, sino más bien una decisión; y créame, me ha costado mucho discernir y ponerme de acuerdo con mis eternas dudas. No diría que he recabado mucho en ella, la soledad no ha hecho mella en mí. He tenido mi tiempo tanto a la deriva que no culparía a una mujer por mis fracasos.

Risas y admiración en el estudio, un corte, publicidad y algún arreglo en detalles del maquillaje, de transpiración y brillo. Ella va hasta él, acerca su boca al oído y algo dice. El estudio se llena de dudas, nadie se atreve a preguntar. De nuevo la cámara sobre el rostro del escritor; y de nuevo, las preguntas.
– ¿Es Ud., según quienes lo conocen, un hombre demasiado serio y silencioso y en ocasiones hasta algo tozudo y terco?
– Sí, podría serlo o quizás no. No sabría decir la diferencia. En cuanto a serio, más bien, y créame que es así, soy muy dicharachero y algo atrevido; siempre, por supuesto, valiéndome de las palabras, mi mejor herramienta. Sabrá Ud., y que no le quepa duda, en lo referente a mis silencios, diría que se debe al apego que experimento y disfruto cuando el silencio estalla y se rompe con una risa sincera, una oportuna palabra, una inteligente metáfora, un acertado verbo, una bella y pacificadora música, la lectura de un libro en la voz de quien se ama o, simplemente, con los pasos de mi madre enseñándome el camino por los rincones a oscura de la casa.
Calla. Parece esperar una aprobación. De repente nos pregunta, sobresaltando a la audiencia.
– ¿Sigo?
Es alentado por el entrevistador, y arremete con su lucido y memorable monólogo que lo describe y realza por encima de los mortales.
– En lo concerniente a mi terquedad, como Ud. lo manifiesta, le diré que se ha perpetuado en mí. Razones no me han faltado para ello, escúcheme y le diré. Nunca dejé algo inconcluso si lo amé, nunca me empeciné en escribir algo que no fuera de mi agrado, no sería capaz de darle luz a lo que no quiero, nadie merece presenciar mi incapacidad, mi ignorancia y mi mal gusto.
-Se ha dicho de Ud. que sería quizás otra persona de haber tenido una familia, un hijo, ¿cree Ud. señor Borges que a su vida le debe ese premio?
– No sabría decirlo y menos aún vaticinar el futuro; bueno, de éste ya me queda muy poco.

Voces y gestos de admiración en su entorno, la secretaria y amiga lo contempla extasiada, brillan sus ojos; y de a ratos, lagrimea. Con delicada timidez junta sus lágrimas en un estrujado pañuelo. Alguien diría que lo ama.
Ella en silencio saborea cada palabra, asiente y aprueba. El hombre solo, allí frente a la cámara, se debate. En su boca se desliza una tímida mueca que lo hace mortal y semejante a un hombre más en la simpleza del sabio que reniega de su diferencia.

Luego continua con su mejor atributo de orador que vence su timidez, que lo expone a una incómoda y visible tartamudez, la cual no lo altera ni lo sugestiona. Sus manos se entrelazan sosteniendo con equilibrio el delicado bastón. Movimientos continuos en un reflejo de nerviosismo ponen temblor en sus largos y huesudos dedos mientras pestañea en un reiterado tic, como desafiando a las sombras, buscando salir de ellas para ver un mundo olvidado tras una cortina de pesada niebla que con piedad lo esconde del dolor.

Luego, vuelve al lugar de donde se había alejado, llevado por sus fantasmas.
– ¿Me decía de los hijos y de una familia? – Pregunta Borges después del breve extravío, perdido en sus laberintos. ¿Qué pensaría Ud. de mí, si le dijera que he tenido muchos hijos?
Silencio en el estudio, todos se miran, esperan una bomba, una inesperada primicia. Ella que lo conoce, agarra el brazo de un asistente y lo tranquiliza, después solo murmura para ser escuchada en tanto silencio.
-No teman, él es así, no dirá nada que todos no sepan.
Todo vuelto a la calma. El escritor trata de dar respuesta a la incómoda pregunta y continúa diciendo.
– Mis hijos tienen nombres de dioses del Olimpo, de faunos y de mitología. Han residido por su nacimiento en Buenos Aires, por los cuchuchos de la Boca, tienen la piel de bandoneón y “canyenge”, de garufa, de hombre de no arriar, de tango; y arrastran olor a vino y a cicatrices de muerte, pero siguen vivos. Otros deambulan extraviados entre la lluvia y la niebla del reino, entre Londres y Liverpool, son de Britania, vikingos y conquistadores. Desde tiempos lejanos se hicieron a la mar, muertos, algunos por dragones y tormentas; otros han resistido, pero ya no los reconozco. Los más recientes arrastran arena milenaria de olimpos y de Grecia, de Constantinopla y del mar rojo. Tengo otros, andan por allí extraviados en sendos laberintos, buscando una salida, quieren volver a mí; y para su asombro, agregaré que vienen otros en camino; de ellos, si me perdona, no diré más.

– Señor Borges, según dicen los críticos, “El Aleph” es su máxima obra. ¿Piensa lo mismo?
– Nada cambiaría si dijese que no concuerdo con ellos. Otras obras mías, más humildes y menos pretenciosas, reflejan algo más profundo; y si no, vea «El informe de Brodie» o «El libro de arena» han sido traducidas a cientos de diferentes lengua y formatos y han superado la que Ud. menciona. Ello confirma lo dicho.

-Señor Borges, esto lo pregunto yo – dice casi con vergüenza el entrevistador – he leído algunas novelas y muchos de sus cuentos, quisiera saber si existe un mecanismo o una forma de la cual se valga para escribir.
– No, quien le diga que alguien se vale de ello no le crea. La escritura es como el pan, si no tiene harina no tiene nada. La perfección, el lineamiento pueden o no ser válidos, pero dos cosas tenga en cuenta: la gramática que en nuestra lengua debe ser universal, y la posición de los verbos. Quizás hayan otras formas, pero créame, no son las mías. Yo escribo con la voz de la gente, de la calle; así de simple, mi querido amigo.
– Señor Borges, por último, una simple pregunta que podrá contestar o no. ¿Cuál sería su último deseo?
Borges se silencia, el estudio tiembla y espera. De repente con liviandad y total convicción, esbozando una frágil sonrisa, dice.
– Comer un helado y caminar por la calle Corriente deteniéndome en las librerías para oler los libros. Salir por el boulevard desde Londres y quedarme dormido para siempre en el viejo y vetusto Americana hotel.

Calla de nuevo, se espera más de él, siempre algo más, una repetible genialidad o una exacta paradoja, pero el silencio se aprieta en sus finos labios, ya no queda nada por decir.

El estudio en llamas y a full, corredores y pasillos llenos de observadores que presencian obnubilados la magnitud de la vida y de la palabra exaltada y manifiesta en la boca y en el cerebro del minúsculo gigante que desde su ganado reino, enarbola banderas, plumas, estandartes y verbos. Cual viento pasajero, sopla las velas de la vida alentando horizontes, engrandeciendo al hombre desde su infinita pequeñez para sitiarlo en la magnitud terrenal que lo sustenta.

Todo vuelve a la calma, terminan los comerciales, la cámara busca al entrevistado y encuentra al locutor quien se despide y da las gracias. Afuera, Borges busca un lugar en el taxi, sube y parte. Cuando el mundanal ruido queda atrás, ella lo abraza y lo premia con un tierno beso, se duermen los dioses y vuelve el hombre.

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