Hace mucho tiempo, cuando el mundo no era tan pequeño como ahora, vivía en un monasterio de Extremadura un muchacho. Los monjes lo encontraron, hacían 7 años ya, abandonado en su puerta, recién nacido, con un perro acostado a su lado que le daba calor.

Nuestra historia empieza cuando, poco después de cumplir 7 años, el mejor y único amigo del muchacho murió. Murió su perro, que le había hecho más compañía que los frailes durante toda su corta vida. Entonces el chico, que era muy listo para su edad, se preguntó que sentido tenía morir. ¿No habrá alguna forma en la Tierra de permanecer para siempre?

El niño fue a hablar con el monje bibliotecario, que era el más sabio del monasterio y el que le había enseñado a leer y a escribir. Este la contó la leyenda de la piedra filosofal, pero le dijo que era una tontería, y que según la fe que ellos profesaban, todos al morir vivirían eternamente junto a Dios.

Pero al muchacho esta respuesta no le gustó mucho. ¿Cómo podía estar seguro de que al morir pasas a vivir eternamente con Dios, si no hay pruebas que lo demuestren? El chico creyó que tenía que haber otra forma. Y pasó los siguientes 5 años de su vida leyendo todos los libros de la biblioteca del monasterio. Allí aprendió que el mundo era muy grande, y que había muchas cosas que no sabía. Seguro que en alguna parte estaba la respuesta que buscaba.

Así que al cumplir 12 años dejó el convento. Y viajó. Viajó por todo el mundo, durante 77 años. Hasta que estuvo en todos los lugares del mundo. Aprendió todos los idiomas del mundo. Vió todas las cosas que existen en el mundo. Y también las que no existen. Y vió que no existía ninguna piedra filosofal.

Así que volvió a su monasterio. Encontró su primer hogar abandonado, ya no quedaba ni un monje, pero decidió quedarse allí. Y, durante los últimos años de su vida, escribió un libro. Escribió un libro sobre su viaje, sobre todos los lugares del mundo, sobre todas las cosas que existen y todas las cosas que no existen.

Y 10 años después terminó su libro. Y vió. Entendió. Comprendió que aunque el muriera, su libro seguiría allí siglos. Que la gente lo leería, lo copiaría, y lo transmitiría, quién sabe si eternamente. En cierto modo, había conseguido permanecer para siempre.

Y le llegó una segunda revelación, mucho más importante que la primera. No había estado en todas partes. No había visto todas las cosas que existen y que no existen. Aún le faltaba algo. Y sabía que era.

Entonces, apagó su candil y se acostó en su cama, en su fría habitación de su abandonado monasterio. Y, cerrando los ojos para siempre, emprendió su último viaje, al único lugar que le faltaba por ver. A conocer todo lo que no existe, y todo lo que existe también.

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