Soñando con la muerte.
La muerte se le presentó en el cuerpo de una hermosa mujer, era una morena de pelo negro y ojos grandes. Ella lo seducía con una mirada profunda. Don Rafael Enrique luchaba contra la tentación sabiendo que ella no era Raquel.
Se encontraban en una hermosa cabaña, al lado de un río de aguas cristalinas, ella lo invitaba para ingresar al rió, Don Rafael Enrique sentía que su cabeza le decía que no, pero su cuerpo daba otras órdenes y caminaba hacia ella.
Su cuerpo temblaba de frío, sus piernas se quedaron inmóviles, estaba atragantado, no podía hablar y ella al verlo tan tenso se le insinuaba. Era un sueño extraño, la mente del hombre era Don Rafael Enrique, pero el cuerpo era de un joven.
No soy yo – decía el viejo.
Pero la muerte lo llamaba por su nombre- Rafael, Rafael.
La lucha entre el joven, la mujer y la mente duró varias horas. La noche llego y luego ya estaban dentro de la cabaña.
Don Rafael Enrique se veía en el cuerpo del joven sentado en una mecedora leyendo los libros del Coronel. Las imágenes pasaban como una película una tras otra, volvió a ver las noches de discusiones en el juego de dominó, los años en la escuela, los amores que conoció antes que el de Raquel, volvió a mirar varios años de su vida en ese instante.
La joven volvió a proponerle que se metieran al río de aguas frías que ya no eran cristalinas, estaba turbias de un color café. El viejo veía como el cuerpo del joven se dejaba llevar por la insinuación de la morena, él gritaba, pero el joven no lo escuchaba.
Sabía que no podía sumergirse al agua. La joven mujer se desnudo, tenía un cuerpo de sirena, sonreirá y el joven se dejo tentar por ella, la acariciaba y él respondió besándola de los pies a la cabeza, el viejo disfrutaba, pero en un lapsos de tiempo volvía en sí y gritaba al joven que se alejara.
Era una lucha entre la mente, y la carne, eran esos deseos reprimidos, esas luchas internas, esos momentos que quiso vivir y que nunca vivió.
El joven durmió abrazado toda la noche con la joven mujer y el viejo veía la escena, donde gritaba y se veía tendido en la cama.
Los lapsos de lucidez le mostraban que al ingresar al agua el sueño se acababa y que esa joven no era más que la misma muerte.
Esa noche despertó en plena madrugada, ardiendo en fiebre, desubicado en el tiempo, no reconocía si lo de la joven mujer era la realidad o era que estaba muerto, por un instante se miro en esa cama del hospital y se dio cuenta que era un sueño, que estaba con vida luchando contra la peste.
La noche siguiente Rafael Enrique entró en un sueño profundo, en esta ocasión se veía en el cuerpo de un niño.
Empezó a ver la nueva película, la soledad del niño, que muy poco hablaba. Se veía tan solitario y desgastado, a pesar de su corta edad, eran como si le hubiera pasado los años.
Tuvo recuerdos desde muy temprana edad, reconoció a los amigos de su infancia, las travesuras, las dificultades, el hambre, el frío, y las noches en que iba a costar sin probar bocado. Llegaron los recuerdos y en especial los de esa madrugada, donde desde niño la muerte lo persiguió por tres días.
Era una de esas madrugadas pálidas de mucha humedad y calor. Rafael Enrique vivía en San Antonio del Alba con sus padres Isabel y Mariano, además tenía una hermana mayor.
La casa donde nacieron era una casa de madera con techos de zinc, tres habitaciones y una enorme sala con un patio donde estaba el fogón de leña y la hornilla.
A las diez de la noche se fue a dormir en su hamaca, el resto de la familia se quedaron en la sala viendo una telenovela.
A las cuatro de la mañana incursionaron un grupo de trescientos hombres armados hasta los dientes en San Antonio Del Alba, se dirigieron casa a casa tocando las puertas de madera y sacando a todos los habitantes a la plaza principal.
Doña Isabel despertó a su hijo de diez años, el niño abrió los ojos y no entendía que sucedía, sudaba del infernal calor, ya que habían quitado la energía.
Salieron a la plaza, de inmediato uno de los comandantes separó los grupos, mujeres a la derecha, niños a la izquierda y hombres al centro de la plaza.
El comandante principal de la incursión sacó un listado y le fue asignando números iniciando desde el uno hasta que finalizó con todos los que estaban en aquella plaza. Eran cómo ciento cincuenta o ciento ochenta números.
Todos estaban inmóviles, no se pronunciaba una sola palabra, nadie preguntaba qué pasaba.
Ellos tampoco dieron explicación, sólo empezó la dinámica donde preguntaban un número al azar.
Don Miguel fue el primero que le preguntaron.
Siete – Dijo Don Miguel
Uno de los hombres armado, tomó el listado y dijo en voz alta: Manuel.
De inmediato sacaron a Don Manuel, que era un anciano de más de setenta años, lo llevaron al centro de la plaza, el hombre no pronunció una palabra, nos suplicó, no dijo absolutamente nada.
Fue acribillado delante de todos. Los niños que estábamos viendo la escena y las mujeres gritaron, fue un grito desgarrador, más bien parecía un aullido.
Si vuelven a gritar, ustedes serán los próximos. – Dijo el comandante
No entiendo cómo nos atragantamos los gritos y las lagrimas, pero temblábamos del mismo pavor.
Sabíamos que la muerte había llegado para arrasarlo todo.
Así fueron haciendo el sorteo de los números, y uno a uno los hambres de San Antonio fueron quedando tendidos en la plaza.
La madrugada fue eterna, parecía interminable el intervalo de tiempo entre las cuatro de la mañana y las seis, cuando aparecieran los primero rayos de sol.
Era el peor amanecer que vivía, estaba lleno de sangre. Los primeros rayos de sol nos permitieron ver el rostro de nuestros verdugos.
Tienen una hora para que salgan- dijo el comandante.
Las mujeres se miraban con el sufrimientos en sus rostros por dejar a sus maridos allí tendidos, en especial me fije en mi madre, ella no quería dejar a mi padre.
A él, le correspondió el numero veintiuno. Cuando lo llamaron y caminó al centro de la plaza, nos miró y con lágrimas en sus ojos y sin pronunciar una sola palabra, levantó su mano derecha como símbolo de despedida.
Fue algo aterrador, al ver a mi padre tendido en el suelo, la muerte había llegado por él.
Cuando dieron la orden de salir, me dirigí donde estaba mi hermana y mi madre, nos arropamos en un fuerte abrazo, el cual se quedó en mi por muchos años.
Fuimos de los primeros que corrimos y a lo lejos escuché los disparos que estaba haciendo.
Corrimos por los caminos de herradura, no recuerdo cuanto tiempo estuvimos en esa maratón.
Con el temor que nos alcanzara la muerte y ya sin fuerzas, decidimos escondernos en el cementerio.
Nos escondimos con otras dos familias. La noche llegó y con el temor a la muerte y sin tener donde refugiarnos, las tres mujeres mayores, decidieron desenterrar los difuntos para aprovechar las bóvedas y protegernos en la noche.
Fue una tarea titánica quitar las tapas de las bóvedas, que mostraban los nombres, apellidos y fechas de los difuntos.
Los nombres relucían con pintura negra, parecían en alto relieve. Ellas sabían quiénes eran los muertos, porque en San Antonio nos conocíamos todos.
Era algo paradójico, sacar los muertos de su tumba para escondernos de la muerte.
Después de sacar los muertos, cada uno logró entrarse al hueco. Como eran bóvedas de cemento emitían un aire caliente que nos deshidrataba la vida.
No pudimos dormir, estábamos allí acostados con la muerte pero con ganas de vivir.
Escuchaba voces, pisadas, gritos y gemidos. Nos prohibimos llorar, nos prohibimos sentir dolor. Fue una noche interminable.
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