AMOR EN LA TORMENTA
A mí siempre me gustó leer. Pero esa noche, no sé, fue diferente…
Alguien, quizás un vecino de la casa contigua o cierto transeúnte insomne, hizo resonar sus pasos en el silencio más profundo de los minutos previos a la medianoche. Fue justo esa tarde, tarde de viernes, cuando con Mariela, nos pusimos a hablar de los extraños ruidos que se adueñaban en la madrugada de nuestra casa y tornaba imposible conciliar el sueño.
A ambos nos hubiera gustado derrochar aquellas horas en los hados del libertinaje, a puro sexo, constreñido y fresco que une con vehemencia a dos embelesados, hasta sorbernos la última gota de los labios, blandos y ardientes o, simplemente, permanecer así: fundidos, hablando de cualquier cosa, respirando uno en la piel del otro. Cosas que hacen los enamorados, usted entiende. Sin embargo…
No sé, creo que venían de un par de semanas por lo menos. Lo cierto era que andábamos hechos unos zombis, ojerosos, con el caminar fastidioso, la mirada disipada en la nada, y el aliento, sabiendo a vinagre denso, además del martillero de nuestros pasos, incrustados con ferocidad en los oídos. Cada día se tornaba peor y esa sensación infame, recóndita e inexplicable, de que algo acechaba desde las penumbras, ni bien fenecía la tarde tras los pinos de doña Rosa, cuya vieja casona lindaba con la herencia de Mariela que habitábamos desde que nos conociéramos, nos privaba de cualquier descanso.
Como librero y dueño de la única librería del pueblo leía todo lo que caía en mis manos. Fue así que cierta mañana, en la que el sol parecía emperrado en seguir dormitando, acolchado bajo la formidable y fungosa manta gris, el hombre apareció, con las primeras gruesas gotas.
No era del pueblo, sin dudas, porque allí nos conocíamos todos. Extremadamente delgado, de ojos alicaídos, tenazmente ojeroso y de paso endeble, con un gran penacho de nieve por barba, cubrió los cuatro metros hasta el cubículo de madera en el que me atrincheraba con un libro entre las manos. Si llovía para mí era mejor; con menos clientes, (aunque plata no sobraba) podía dedicarme de lleno a leer, al abrigo de la frescura que prodigan las precipitaciones apacibles en un pueblo montañoso como Tinogasta. El soberbio gabán que cubría al individuo lo daba de hombre elegante, quizás otrora, en que la vestimenta le fuera adecuada a un cuerpo con más relleno y vigilara el vestuario con mayor esmero. Porque aquella mañana de otoño y viento helado, además de las pelusas y las arrugas en el precioso paño negro, el abrigo le sobraba por todos lados y hasta el sombrero de felpa, también oscuro, parecía de otro cuerpo, sobre un cráneo lustroso y desdeñoso a la altura de las sienes, que le daba un toque de cadáver reciente. No le llevé el apunte cuando la campanilla tintineó. Ni siquiera presté atención al chirrido de las anticuadas bisagras. Me percaté de su presencia ni bien hube de tenerlo frente a mí, cosechando los pasos, bruscos y lacónicos, que resonaron entre las paredes desteñidas del negocio
Quizás debido al silencio reinante, como ése, vio, que gobierna instantes antes de las lluvias y potencia cualquier estridencia, como el cierre de una puerta, el crujido de la hojarasca antes de la tormenta, un grito en la orfandad de la noche, o la sensación umbría en la mente de que algo extraño sucede, que me vi patitieso ante los zapatos de cuero negro, puntudos y estirados groseramente a la altura de los dedos, mientras extirpaban con esmero el rechino en el piso de madera.
-¡Crick, Crick, crick…!
El hombrecito, saludó con inesperada cortesía aunque jamás me miraría a los ojos, como corresponde a alguien franco. Con la tez siempre esquiva dejó escapar la vaguedad que me cuesta aún olvidar:
-¡Bueeen diiía, joven!, dijo antes de replicar los dedos sobre el mostrador.
-¡Buen día! repliqué, fastidiado. Odiaba me arrancaran de una buena lectura.
– Traigo un paquete de liiibros, pertenecieron ajjj…, le perteneeecen quiero decir.
– ¿Cómo, don?
– Son para Marieeela, haga el favor, usted, bueno, ya sabe. Y dicho esto, el extraño sujeto, volvió tras sus pasos, de la misma manera, haciendo rechinar el parqué.
-¡Crick, Crick, crick…!
-“¡Ya sé qué!”, cavilé, recapacitando en que ese día lluvioso andaban sueltos todos los locos del mundo en mi pueblo. Pero, quizás debido al trueno que casi partió la vidriera y sacudió el piso entero que…
La sensación de que algo no andaba bien arremetió nuevamente. Piel de gallina en todo el cuerpo, un clavo de hielo en la cerviz, aroma espeso y añejo, a ajo o algo así, enturbiándome la razón…
Como dije, reconozco que no le llevé el apunte. Como leo mucho, creo que me hallaba concentrado en una vieja historieta de la época de los malones bonaerenses: un tal cabo Sabino, crinudo y harapiento y que siempre con un cigarro en los labios y el eterno kepi de ejército de línea, se la agarraba a sablazos con los indios pampeanos, para solito desbandar el temible malón pampa, con rescate de cautivas y todo. Era de esos héroes que yo andaba necesitando, un muerto de hambre pero noble y valiente, entre tanta basura ciudadana que veía cada día ni bien pisaba la vereda y corría a encerrarme en mi casa, donde ya estaría Mariela, de regreso de no sé qué parientes que visitaba diariamente, lloviera o tronase, como aquella mañana escarchada.
Esa siesta le di el paquete. Mucho no pude explicarle, solo decirle que un tipo extraño lo dejó para ella, de manera también extraña. Con nerviosismo lo abrió, nunca pude suponer la efusividad con que lo hizo, extrajo un papel amarillento, tan viejo como la madera que revestía gran parte de las paredes, estrujado y con rayas por todos lados.
-Es él, Ismael, indicó, por toda explicación.
En vano intenté sacarle información, me cansé de preguntarle acerca del fulano. ¿Quién era Ismael? Ni siquiera me dejó acceder al paquete, ni a libros, ni a nada. A la misiva mucho menos. Me di por vencido. Esa noche, mientras simulábamos cenar y perdíamos la mirada hacia la calle (¡tenía unas ganas tremendas de hacerle el amor!), con la lluvia que azotaba las copas de los álamos y parecían querer vengarse del vecindario que no los podaba, enredando sus ramas en los cables, de tal manera, que los focos titilaban como si fuera a cortarse la energía eléctrica, ella me lo dijo, mirando hacia todos lados, como si alguien pudiese oírla:
– ¡Pshh! ¡Facundo, debo decírtelo!
-Mi cielo, no entiendo, ¿qué tienes qué decirme? Si es por lo de esta mañana, está bien, por eso de Ismael, digo…
-¡Sí! Es por él también, pero no vas a entender. Es qué él y yo, aquí…
No sé, cuando me dijo aquello, fue una puñalada en el corazón y me volvió la misma sensación de cuando estuve tras el mostrador y el individuo frente a mí, sombrío y demudado. Otra vez la sensación de tener la nunca congelada y un glaciar entero sobre la espalda, con escarcha en los oídos.
–Soy todo oído, Mariela querida, respondí, diciéndome cómo podía no habérmelo dicho antes.
-Te dije que esta casa es mi herencia, ¿cierto?
-¡Cierto!, asentí, mientras le acariciaba los hombros, suponiendo que sería la última noche con ella.
-¿Te dije también que esta casa fue de mi padre y a su vez de su padre y del padre de su padre? Aunque no era mi padre, él…
– ¿Qué, cómo? Pero bueno, si lo dices así ¡Cierto también, mi cielo! ¿Y con ello qué?, repuse, pretendiendo llevarle el apunte, ya que en verdad seguía con ganas de llevarla a la habitación. Ella, con la ventana y ahí, justo ahí, frente a los viejos cuadros familiares, en el comedor, aunque no hubiese absolutamente nadie fuera de nosotros, no accedería a…
-Bueno, quiero decirte que yo soy parte de ella, bahh, no me lleves el apunte, refutó. Parece que me hubiese leído el pensamiento porque sin mayor trámite, me tomó de la mano. La seguí. Ella, fue dejando un rastro de ropa frente a mí, además de esencia a jazmín árabe. La última prenda, quedó abandonada, pisoteada, entregada, bajo mis pies, mientras ella, hundida en el lecho, vestida de mujer, en silencio, me esperaba, con sus labios, rojos y blandos, abiertos a la vida…Me importó un pito Ismael y lo que hiciera con ella fuera de mis ojos. Mariela estaba conmigo y eso bastaba. Desde el primer día la quise demasiado y desde entonces soy un perro fiel a su lado.
Esa noche, no sé, fue diferente…
Alguien, quizás un vecino de la casa contigua o cierto transeúnte insomne, volvió a resonar sus pasos en el silencio más profundo de los minutos previos a la medianoche.
Los pasillos de la antigua morada parecieron cobrar vida: en la luminiscencia, en el centro del recinto un grupo de hombres fuma grandes cigarros de hoja, hablan con los rostros impasibles, visten de negro, visten de blanco y de tanto en tanto, caminan de un extremo a otro, curioseando en cada puerta. En otra punta, las mujeres mayores de rostros angulosos, voces estridentes y cabezas con peinetas y pañuelos atados, enjutadas en rígidos vestidos a la luz de los quinqués, lidian con los niños que ya no son niños, porque creo que actúan como niños y en verdad son grandes. Un gordito de bigotes gruesos me mira y se ríe, yo lo miro y río también.
“¡já, já! ¡Usa pañales!”, pienso. Pero, a la entrada, próximo al acceso, media decena de jóvenes, bellas, de rostros frescos y ojos vivaces, no sin rubor, señala, con el dedo meñique a cierto caballero de pierna de pollo sentado por ahí, enfundado en gruesos gabanes de paño oscuro. ¡Qué me parta un rayo! Es el mismísimo sujeto de la mañana, se parece a Ismael, con su canosa extendida barba, aunque ahora parezca cargar los kilos faltantes en su abrigo. ¡Hasta en sueños me persigue, el maldito! No le quito el ojo. Se hace el simpático, saluda. Se lo ve robusto y hasta intimidante, habla con una joven, ¡sí!, una bella y garbosa dama, que oye atentamente cada palabra que le dice. Él ordena, ella, asiente. “Un amo y su perro”, pienso. De no ser por la escena y lo alocada de la ocurrencia hubiera jurado que era ella, tal vez, quizás, digo, qué sé yo…
Antes de la tormenta, previo al aguacero que cerraría los oídos a cualquier ruido de intemperie, en el interior de la casa, al arbitrio de los relámpagos que desatan las primeras gotas y exaltan la imaginación más primitiva, recrudecen los pasos de manos de truenos y ventisca gélida que silba entre el tejado…
Fue entonces cuando entendí, en penumbras, frente a aquella primitiva y deslucida foto colgada de la pared de mi habitación…
Era ella, Mariela, la mujer de mis sueños, la que cada noche se presentaba en mi cama y me entibiaba el alma y las sábanas hasta el amanecer. ¿Qué hacía con el anciano?, no lo sé. Si fue un deseo, una pesadilla, una burla del destino, una zancadilla en mi cerebro, qué sé yo, me digo, antes de intentar dormir.
Solo sé que a ambos, (y a esto sí que lo sé bien) como que me llamo Gabriel y no Facundo como se empecina en llamarme ella, (Maldita sea ese Ismael), nos hubiese gustado derrochar aquellas horas en los hados del libertinaje, a puro sexo, constreñido y fresco que une con vehemencia a dos embelesados y sorbernos hasta la última gota de pasión de los labios, blandos y ardientes o, simplemente, permanecer así: fundidos, hablando de cualquier cosa, respirando uno en la piel del otro. Cosas que hacen los enamorados, usted entiende.
Sin embargo, ahora lo sé también, todo eso hubiese sido posible de haber existido en mi vida una mujer llamada así y no en el libro de cuentos de misterio que leyera esta noche, antes de quedarme dormido, minutos antes de la tormenta. Creo que fue así, tal vez. En realidad no lo sé.
O capaz que no lo leí y en verdad estoy unido a Mariela que le gusta creer que es un fantasma. Porque la oigo pero no la veo ¡Qué extraño! me digo. ¿La verdad? No lo sé, qué sé yo. Igual sigo viviendo en la antigua casa familiar, donde hay fotos por doquier y se puede apreciar la calle desde la ventana, especialmente si está por llover y a mí me vienen a visitar.
Porque le aclaro, las visitas en este hospital, solo se dan los domingos, vio. Los viernes son para ella. ¿Para quién? ¡Para Mariela, igual que el paquete con libros que le deja el viejo! ¡Cómo qué cuál paquete? ¡Ése! ¿Es ciego que no lo ve? ¡Hágas lado!
-¡Ahí viene, es ella! ¡Qué hermosa que es! ¡Cómo me encanta tenerla en mis sueños y hacerle el amor, aunque ese viejo barbudo jamás se le despega!
¡Já, já, já já!, retumba los viernes a la noche, entre los pasillos de un viejo hospital psiquiátrico, donde una enfermera se llama Mariela y el anciano, médico psiquiatra, Ismael, termina diciendo:
-¡Tenías razón, Mariela! El tipo cada día está más loco y enamorado! Aunque para mí, ¿Qué quieres que te diga? Para mí, está más cuerdo que nunca, en medio de esta tormenta.
IGNACIO MARTÍN LUI
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