Él de alguna manera estaba muerto. Yacía en el suelo junto con otros tantos como él. Soldados los cuáles nunca supieron si su misión era salvar o destruir. Pero lo que a él realmente lo tenía abatido, era ella.
En las afueras de un café de ciudad de un día primaveral, conoció una mujer, la cuál le brindó el fuego que necesitaba para sentirse con vida. Estar con vida. Amaba ser estrujado por las curvas de aquellos labios rojo carmesí, sintiéndose reconfortado por advertir su esencia como propia.
Pero empezó a tener noción de una realidad que lo acongojaba. Comprendió que no iba a ser para siempre. Lo abrumaba ver cómo la invadía el sentimiento de soledad sin tener en cuenta su presencia, deseando así tener más compañía. Es entonces que entendió que ella solo estaba consumiendo tanto su tiempo como su vida.
Sabía perfectamente que su propósito era calmarla de lo que la agobiara, pase lo que pase, dure lo que dure, aunque supiera que luego sería reemplazado estaría ahí, tendido de su mano.
Y llegó el momento que tanto temía. El destino estaba escrito. Se sintió completamente impotente al ver que ella, sin soltarlo, permitiese que otro más entre a su vida.
A pesar de haber sido destruido completamente en unos simples cinco minutos de una hermosa primavera, aprendió más de ella que en una vida entera. Supo toda la verdad que necesitaba saber: deseaba desaparecer.
Finalmente terminaron por sellar su pacto en aquel fatídico encuentro de sus vidas. Su fuego termina por extinguirse, dando ella un último suspiro con su aroma, siendo arrojado por aquella mano en la que tanto confiaba, con el alivio de ser amortiguado por varios colegas que se encontraban sellados por ese inconfundible labial seco que hacía alusión a un color concreto de tintes inertes. Tintes tan apagados como cada uno de esos cinco minutos esparcidos en un suelo que ella nunca iba a barrer.
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