B i p o l a r
El agua se desborda. Las fuentes del cielo se han quebrado. Sobre Revolución, casi esquina con Juárez, fluye una cascada estruendosa. El horizonte se torna esfumado; un manchón gris reemplaza la panorámica de techos, cableado, edificios envejecidos, departamentos lujosos, negocios ilegales disfrazados y uno que otro árbol que -podría jurarlo- había aquí hace unos segundos. Sin aviso el repiqueteo melódico se convierte en tamboreo bélico escoltado por impactos de bala. Una corriente de aire frío se apresura a recorrer cada punto cardinal de ida y vuelta, converge en cada persona a la vez que las evade.
Esferas de hielo, metamorfosis de la lluvia, tan duras como la piedra que venció a Goliat, tan frías como la soledad en la palma de tu mano, caen golpeando frentes. El granizo contiene los reclamos de dioses en el cielo. El viento silba con afán de amenaza. Flashes en medio de las nubes dan la introducción, cuando el apuro del ¡Boom! lo confirma: rey trueno impone su dominio sobre las montañas empapadas y maltratadas de la Tierra.
De pronto la lluvia reduce su volumen. Esta ciudad floreciente, antes sumida en melancólica oscuridad, encamina sus pasos hacia la luz. Otros dioses retoman sus fuerzas e impregnan al mundo con tonos amarillos-blancos. Tal contraste asombra a los transeúntes, quienes avanzan aún agazapados por temor a los rezagos de la lluvia. Ahora los ríos de cristal dan paso a calles empedradas y un destello angelical nubla la vista por la hermosura de su magnificencia. Aunque el brillo meloso incomode a miradas sensibles, seguirá danzante entre las aceras.
El aire huele a fresco. Huele a una disputa sin ganadores entre dioses del estrépito y de la serenidad. Ruidosa calma en armonía interrumpida. La gente se acostumbra a cambios tan repentinos porque saben que la contradicción vuelve únicas a las ciudades con mil nombres, porque saben que así de cambiante es nuestro clima, sucede y sucede con toda naturalidad.
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