Quién podría pensar que tal cosa no va a suceder jamás por la simple razón que no cree en esto o en aquello. Porque así, estimado lector, suelen darse inmemoriales sucesos que van mas allá de cualquier remota explicación que bien podría pretender la lógica. Esto que voy a contarles es una de esas rarezas, fantástica, inexplicable, como jamás hubiese sido posible.
Fue hace años y yo, por esas cosas de la vida, trabajaba en una escuela rural del extremo oeste de la provincia de Formosa. Mi familia esperaría en el lugar que tanto amábamos, pintoresco pueblo montañoso de Catamarca, alejado de los grandes| centros urbanos, con pinceladas de nieve en las retinas, y aromas a tomillo y albahaca en las paredes heladas, ni bien despuntaba el sol. Allí habíamos construido nuestro nido de amor, con tres hijos y un baúl de ilusiones. Sin darle tiempo a la comprensión, mi compañera, de la noche a la mañana, se vio obligada a arreglárselas como podía para llevar adelante un hogar con el marido ausente.
Esa siesta, en pleno monte formoseño, después de clases, hacía tanto calor que me alejé para instalarme debajo de una “sacha sandia”, como llaman los lugareños a una planta esmirriada que produce frutos minúsculos similares a la popular sandía. En vano procuraba una gota de respiro. Intentaba leer a un tal Galeano, cuyo espejo se embebía de sopor y mis ganas locas de retornar al hogar. No sé, fue algo extraño, a la voluntad de aquel sol inclemente y bestial. La lobreguez cubrió mis ojos y me llevó lejos, tan lejos, que vi mi hogar y dentro de él, a mi esposa, cubierta de hircismo, los ojos constreñidos y la respiración abultada. No olvido que me dije que pensaba eso porque me sentía culpable; los había dejado tan solos, tan lejos, huérfanos. Yo también estaba sufriendo y sostengo aún que no hay peor sufrimiento cuando se lo padece con culpa. Algo le sucedía a mi amada, podía apreciar su voz, llamándome, demasiado lejos de mí. Deliraba…
Intenté pensar en otra cosa. Encendí un cigarrillo, sorbí un mate para esquivar el calor un momento, pero, otra vez la sombra, esta vez sobre mi cabeza, instalada en mi mente, en mis ojos, en cada uno de mis pensamientos. En vano me remonté al río donde solíamos ir de pesca los fines de semana, aunque los yacarés se empeñaran en arañarnos los talones, con las serpientes, camufladas en el pastizal. Creo que fue entonces cuando se acercó un aborigen de la zona, haciendo chirriar su bicicleta. Apenas pedaleaba y transpiraba a mares. Al fin bajó. Se me acercó. Arrojó la pregunta, jadeante aún:
-¿Aquí vive Cristian, ché?
-¡Sí!, le dije. ¿Porqué?
–Ha, sos vos entonces, vengo de parte del encargado de la policía de Pozo de Maza.
-¿Y?, le dije, contrariado por el calor. Me arrepentí, el pobre hombre, sólo acometía la noble misión a pedido de la policía.
– El recién llegado, sin inmutarse, terminó por decirme: -Policía dice que ayer recibió un radiograma, tu mujer parece que está mal ché. La están operando o algo así, che. Eso me dijo que te diga, ché.
-No sé bien lo de después, un torbellino de consternación, en medio de la nada, entre aquellas brasas que quemaba el cerebro, hacer el bolso en un santiamén y contener las ganas de llorar, sintiéndome el tipo más miserable e inútil del mundo.
Recién veinticuatro horas después, tras penar y carcomerme la incertidumbre, llegué a una clínica de Catamarca. La voz familiar en un teléfono me informó: peritonitis, el fortuito desmayo en la casa, el dolor rebotando contra las paredes, y luego, luego sólo el silencio de la impotencia. Cuando estuve frente a ella, aún no se reponía. Pese a todo, el peor momento había pasado y nuestros hijos, en silencio, rodeaban la cama cubierta de sábanas blancas almidonadas. Extrañamente, mi amada, mi luna, el portal de mi vida, como si presintiese, abrió al fin sus ojos oscuros y sonrió. Nunca olvido la fuerza con que me estrechó la mano. Le di un beso y lloré, lloré de emoción, de culpa, de abandono, de amor, no sé. Aún percibo la piel arrugada de sus dedos, pequeños y tristes, la angustia vertiendo de cada nudo, la respiración, oscura y densa, descolgándose de su pecho, cubierto de hiriente blanco.
Tal vez debido a las luchas que nunca se acaban, indecibles y débiles pasos que se acortan y hacen temblar la espalda y en ocasiones, hasta doblar las rodillas, es que me digo convencido que existe un poderoso y extraño vínculo, quizás, digo, por darle un asgo a la razón que no entiende nada de lo que cuento. Por eso digo que esto no es para los razonadores, para los que pretenden analizarlo a la luz de una lupa, ¡no!, esto es para los que tienen fé, para los que creen sin ver, para los que perciben los pasos alocados de la ternura en sus espíritus, para los que creen que siempre habrá un día más después del hoy, para los que creen en la familia, en la mujer, en los valores auténticos, en el sacrificio por los hijos, los nietos, un amigo, un cualquiera, con la magia poderosa de un beso, un abrazo, embebido en gesto desapercibido pero franco, honesto e inocente, como la sonrisa de un niño, en la brisa helada que implora callar y tolerar si es necesario, pidiendo perdón, sin resignarse a no bajar los brazos.
¿Si el amor existe, me pregunta? Yo creo que sí.
OPINIONES Y COMENTARIOS