Jorge soñaba ser director de cine y escribía guiones de cortos. Le gustaba el género tragicomedia realista con temática centrada en conflictos de pareja con violencia. Vivía en un piso pequeño con Ayleen, a la que había conocido hacía poco, cuando encontró el piso mediante un anuncio en un portal de Internet, en el que decía que buscaba a alguien, chico o chica, con quien compartirlo, y ella se presentó casi de inmediato.
Ayleen era la primera a quien leía sus guiones, y ella al principio escuchaba, pero pronto se cansó de las historias de Jorge, incluso se irritaba con ellas. Para Jorge, Ayleen pertenecía a ese tipo de personas que no distinguen a los personajes de las personas reales, la clase de gente que se indigna con un personaje perverso o criminal o machista. Jorge le explicaba que precisamente ese carácter detestable era lo que quería contar, de eso iba la peli y así era el personaje, que no significaba que así fuera el actor ni el autor, pero ella le miraba algo perpleja, y le decía que no iba al cine a comerse el coco con desdoblamientos de personalidad.
—Ese tío es un miserable —decía—, y no me vengas con rollos. Si un tipo es un cabrón, es un cabrón, en el teatro y en la China.
El día de su cumpleaños, Jorge había recibido un regalo de su mejor amigo: un teatro de guiñol y marionetas, antiguo, con dos figuras de papel maché con esmerada vestimenta, un hombre con sombrero y traje oscuro, y una mujer rubia con camisa de seda blanca y falda azul de vuelo. El escenario era grande, minucioso en los detalles, muy bonito: una salita de casa burguesa de los años cuarenta o cincuenta, con tresillo, alfombra persa, cuadro oscuro de antepasado con barba, butaca de orejas y cortinas de cretona con visillos de encaje. A través de un rectángulo en la pared se comunicaba con la cocina, con los muebles y la encimera, llena de miniaturas del menaje, sartenes, ollas de cerámica y cacerolas. A Jorge le encantó y pronto organizó la primera representación, con él manejando ambos personajes. Ayleen aceptó asistir de espectadora, sin mucho entusiasmo. Jorge iluminó el escenario con un foco cenital, y dejó a oscuras el resto de la habitación.
En el primer acto, Don Roberto, el personaje masculino, aparecía sentado en el sofá, cansado del trabajo, con los pies apoyados en un banquito tapizado de felpa roja, y dijo a su esposa Matilda que quería cenar. Matilda le trajo las zapatillas que le pidió su marido, y acto seguido Don Roberto le pidió un masaje en los pies. Pero enseguida dijo: “¡Prepara ya la cena!” Ella se apresuró hacia la cocina. “¡La correspondencia, Matilda! ¡Sabes que esperamos carta de la embajada, el nombramiento está al caer!” “¡Voy, dijo apurada Matilda! Estoy en la cocina, no puedo ahora mismo.” “¿Es que no puedes hacer dos cosas a la vez?”, gritó él, “¡Yo hago un montón de cosas todos los días!” “¡Son ya tres cosas!” Se quejó su mujer. “¡Ah, y tráeme el periódico, por favor!” Añadió D. Roberto.
Ayleen se levantó de la butaca desde la que presenciaba el espectáculo y se situó detrás del escenario, entre bastidores. Arrancó una hoja de un periódico, le arrebató a Jorge la muñeca Matilda para manejarla ella, y la situó leyendo el periódico. Empleó para Matilda una voz muy aguda: “Mira lo que dice el periódico, Roberto: Una mujer mata a su marido pegándole en la cabeza con una olla exprés con la que le estaba haciendo un cocido, y después avisa a la policía y se entrega. Según la policía, se mostró serena en todo momento. Y a las preguntas del juez de guardia, ella contestó con seguridad que era la cuarta orden que le daba su marido en menos de un minuto. Y añadió, con la cabeza alta: hasta ahora no pasaba de tres.”
Ayleen puso entonces una voz grave, masculina, era el juez: “¿Señora, me está diciendo que fue esa la razón del acto de violencia que usted ejecutó y provocó el deceso de su cónyuge?” “Señoría, es que puedo con tres cosas a la vez, pero ya con cuatro estaba segura de que el matrimonio se me iría de las manos.” Entonces, manejada por la mano de Ayleen, Matilda escenificó y reprodujo el suceso narrado en el periódico: descargó una olla sobre la cabeza de D. Roberto y lo dejó chafado, con la cabeza caída hacia un lado y las piernas con las rodillas dobladas al revés.
Jorge había soltado a D. Roberto y dejado que cayera inerte al suelo. Se quedó pensando unos segundos, y en seguida recompuso el escenario destrozado y decidió emplear un narrador externo:
“Don Roberto,” contó la voz de Jorge en off, “días antes de morir, le había relatado a su mujer una aleccionadora historia: se trataba del caso de D. Pedro Simientes, un honorable diplomático, al que su esposa Isabel Laplana intentó matar con un cuchillo, alegando posteriormente abuso de poder, maltrato psicológico y un sarcasmo persistente, siendo este último la gota que colmó el vaso.” Jorge tomó de nuevo en su mano al muñeco, que ahora representaba a D. Pedro Simientes, y continuó: “Don Pedro, herido levemente en el ombligo por el arma blanca, se hizo el muerto, y en un descuido de ella, se escapó vivito y coleando pues la herida no pasaba de rasguño.” (Jorge hizo correr a D. Pedro, y lo dirigió hacia Isabel) Y dijo D. Pedro a su mujer con su voz campanuda: “¡Me voy al notario, a rehacer el testamento!, ¡Isabel Laplana: quedas desheredada!”
D. Pedro desapareció de escena, y en una rápida elipsis temporal, apareció de vuelta en casa. El diplomático, ufano, con los pulgares en ambas sisas del chaleco y aleteando con los otros dedos, le dijo a su mujer: “Querida Isabel, te he dejado sin casa y sin dinero. No tienes nada. Ejem…a ver cómo te ganas ahora la vida, pues no será a mi costa. Puedes recurrir al oficio más antiguo del mundo, creo que tal vez sea lo tuyo…”
—¡Yo paso de teatro! —dijo Ayleen, con su propia y enérgica voz, alejándose del escenario de títeres—. Esos tíos son todos unos hijoputas.
—Pero Ayleen… en mi teatro también las mujeres atizan… además… esto no es la realidad, es una representación… y vamos por el nudo, falta el desenlace…
—¡Representación de mierda! —dijo Ayleen, tras lo cual caminó a zancadas hasta la puerta y salió del piso dando un portazo.
—Vale —dijo Jorge para sí mismo, todavía con restos de engolamiento en la voz.
Tomó de nuevo al personaje masculino, D. Pedro, e hizo que este se acercase lentamente a Isabel, situada ahora de pie en la cocina, entre ollas y sartenes.
—Bien, bien —dijo, frotándose las manos—, Isabelita, nos hemos quedado solos. Je, je, ahora, sin Ayleen, ¡ya no hay testigos!… ¡Ahora es cuando de verdad vas a saber quién soy yo…!
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