No sé a dónde me lleva mi madre. Soy como el joystick de mi videoconsola entre sus manos mientras ella se dedica a pasar una pantalla tras otra en alguna parte desconocida de esta ciudad. Es obvio que trata de batir un nuevo récord. Su lengua fustiga mis pies de ocho años y sólo alcanzan a descansar en pequeñas treguas de semáforos en rojo, donde aprovecho para imitar a Lola, mi tortuga, con el fin de captar algún que otro rayo de sol de mediodía.
Lola es una superviviente. Fue víctima de secuestro e intento de homicidio por parte de mi madre. Ocurrió un fin de semana que pasé en casa de Tomás, mi mejor amigo. A la vuelta, mi progenitora me informó que Lola se había caído por el balcón. Lo dudaba, mi tortuga no era una suicida. Me asomé a la terraza abatido cuando mis ojos se detuvieron en el bidón de basura cercano a mi portal. Justo ahí asomaba, como un insulto, una bolsa de basura cuadrada, demasiado cuadrada. Las bolsas de basura, por lo general, son redondas. No sé si fue intuición, mi amor por Lola o las sospechas hacia mi madre, que me decidí a descubrir su contenido. Y ahí estaba mi tortuga, en aquella tumba improvisada de plástico negra. Lucía medio muerta, pero aún respiraba. Cuando mi madre me vio subir con ella no me dijo nada. Yo tampoco la recriminé. Hubo una especie de acuerdo silencioso entre ambos. Jamás volví a dejarla sola con ella.
La última tregua es larga. Miro de reojo a mi madre. Parece una cobra hipnotizada por alguna música que yo no logro percibir. Su mirada está puesta en una casa que hay frente a nosotros. Parece mirar más allá de los muros, como una superheroína con rayos X. El semáforo empieza a guiñar y amenaza con cambiar en cualquier momento. Empujo a mi madre y descubro que es a esa casa donde nos dirigimos. Me entretengo mirando las imperfecciones de la puerta de madera ennegrecida mientras mi madre saca del bolsillo unas llaves y la abre con cautela. Antes de entrar me mira como quien sonríe a un desconocido que aspira al mismo puesto de trabajo. No sé qué pensar.
Entramos en la casa y la noche con todas sus sombras parece avanzar hacia nosotros. Me entra vértigo. Trastabillo con algo, aprieto la mano de mi madre y me aferro a ella, lo único conocido allí dentro. La oscuridad se me pega como sanguijuelas. Me mantengo cabizbajo, como si así pudiera ver algo en aquella atmósfera densa. En vez de andar, parece que hago penitencia de baldosa en baldosa. Huele a carne vieja y a hospital abandonado y oigo a mi madre hablar pero no le presto atención, estoy muy ocupado controlando que todas las sombras permanezcan en su sitio. Si entrecierro los ojos, las veo por doquier: apelotonadas en las paredes, como hombres con vendas dispuestos a ser fusilados; sobre los muebles, como buitres expectantes; en el techo, colgando como lámparas; en las esquinas… Si no me muevo mucho no me verán. No entiendo que hacemos allí. Respiro lo menos posible, por si el aire es tóxico, aunque eso no evita que un olor en particular abofetee mi nariz. Es fuerte y su contacto me obliga a taparla. Va y viene como si bailara frente a mí, jugando a las adivinanzas. Por momentos me recuerda al orín o a algún producto fuerte de esos que usa mamá para limpiar cosas difíciles. Y cuando estoy a punto de determinarlo, se desvanece y lo busco en la oscuridad, para asegurarme que es real. Vuelve a reaparecer y ahora huelo a humedad, a muros de hormigón enfermos por la soledad del espacio y del tiempo. Es un olor camaleónico. Otra vez vuelve a desaparecer. Absorto en aquél ballet aromático me quedo de pronto clavado en el suelo. He notado que algo se movía en la esquina que está frente a mí. Creo que es una de las sombras. Ladeo poco a poco mi cabeza con los pulmones llenos del poco aire sano que me queda, escapándoseme al ver que algo se vuelve a retorcer en aquel punto. Ahora sé que el olor proviene de ahí. Se contonea porque alguien o algo lo está exhalando. Ese hedor incatalogable no se parece a nada que haya podido percibir antes. No pertenece al mundo de los vivos, sino al de los muertos. Es el perfume de las tumbas. Miro a mi madre. Pienso en Lola, mi tortuga. Creo que voy a correr su misma suerte. Pero a mí nadie me salvará.
Su mano, hasta ahora el contrafuerte de mi firmeza, se torna cadena. Quiero llorar, pero mis lágrimas okupas se resisten al desalojo. Mis cuerdas vocales no encuentran mano que las afine para que puedan gritar fuerte. Soy como una estalagmita dentro de aquella casa, ahora cueva del terror. La sombra abandona la esquina y deja de ser sombra. A medida que se acerca, su silueta se dibuja sobre el aire corrupto, y lo hace despacio, como para darme tiempo a huir. Imposible, no puedo. Parece humano, pero a mí no me engaña. Miro a mi madre que me sonríe estúpida. La criatura es enjuta, larga, desgarbada. Sus piernas falsas se arrastran por las baldosas. Miro sus pies e imagino que dentro de esos zapatos se esconden silenciosas sus garras, como cerillas apretujadas en una caja. Por eso anda así y viste de negro, como la misma muerte. Le falta poco para llegar donde estoy. Ahora la vislumbro un poco mejor y me llama la atención uno de sus brazos. Algo brilla entre sus manos. Es metálico, como el sabor del miedo que se mete en mi boca. Largos, son demasiado largos esos brazos. No son humanos. Casi está junto a mí. Cierro los ojos. El olor a tumba se hace ahora inconfundible. Apenas he mirado su rostro. No deseo ver más porque he visto unos ojos negros, profundos, sin fondo. Es más, creo que no los había, que eran sólo dos espacios llenos de vacío. Voy a morir. Son mis últimos segundos de vida antes de que me devore. Sólo atino a encogerme y esperar la dentellada. No veo túneles ni luces al fondo de nada. No pasa mi vida entera frente a mí como tantas veces he visto decir en los programas de la tele a aquellos que han vuelto de ultratumba. La gente miente. La gente es estúpida. Somos como las lechugas. Morimos y punto. Algo interrumpe mis últimos pensamientos. Es la voz de mi madre:
−¡Carlos! ¡No seas maleducado! ¿No ves que la abuela quiere darte un beso?
Abro los ojos a la evidencia. No voy a morir. Aquella criatura dice ser mi abuela. Desconocía su existencia. Se llama María y sí que tiene ojos. Mi entendimiento está desenfocado. Sólo quiero irme de allí, volver a casa. No me gusta esta abuela. Es oscura y huele mal. No me gusta aquella casa que amenaza con caerse encima nuestra.
La criatura que se supone que es mi abuela alarga el brazo y saca algo de la cajita metálica que sostiene con su mano izquierda. Ese era el brillo que me llamó la atención antes. Cojo lo que me ofrece. Es una galleta. La observo y la pego disimuladamente a la nariz. Huele raro. No sé si es el efecto de estar prisionera o se ha intoxicado al salir de su escondite. La miro más de cerca, a la galleta, y me percato que tiene hormigas correteando felices en su reverso. Alcanzo a ver a mi madre y a mi abuela que me miran con una felicidad hipócrita. No pienso comerme la galleta, de eso estoy seguro. Me sudan las manos y se me adhiere a la piel. Está falta de afecto.
−¿Qué se dice tesoro?− inquiere mi madre.
−Gracias abuela.
Me salen rápido las dos palabras. Nos quedamos allí un rato, no sé cuánto. Yo sostengo la galleta mientras las hormigas se mudan a mi brazo. Las entiendo. Cuando consigo salir de aquella tumba boqueo como un pez que ha estado falto de su medio natural. Vuelvo a ver la luz, a sentir el calor en mi rostro. Echo de menos a Lola. Estoy deseando llegar a casa.
Nunca más volví a ver a mi abuela. Años más tarde me enteré que murió al poco tiempo de nuestra visita furtiva. También descubrí que ella y mi madre llevaban años sin hablarse pero jamás supe el porqué. Es lo que pasa con los secretos, que se van a la tumba con sus creadores. Ignoro si era buena o mala, apenas la recuerdo ya. Lo único que me viene a la mente es la casa oscura, el olor a muerte, la galleta con hormigas y el susto que me llevé. Pero era mi abuela al fin y al cabo y me niego a recordarla como un monstruo de ultratumba. Desde entonces, las abuelas para mí, son galletas con hormigas.
OPINIONES Y COMENTARIOS