Una noche en el Titicaca

Una noche en el Titicaca

Hernan Strassera

14/09/2017

La arena era miel.

Estaba acostado en un pequeño bote abandonado.

En la misma miel.

Inclinado levemente a la izquierda,

ahí me sumergí en un mar de estrellas.

Porque con el lago detrás no bastaba.

Ni con los picos nevados.

Ni los 3700 metros de alturas.

No bastaba con eso.

No bastaba con las piedras sagradas,

ni los alaridos de los fuegos.

No era eso suficiente.

Así que me sumergí en un mar de estrellas.

En la ruta de los cometas.

En los colores del cielo.

Pero no había cielo,

solo estrellas.

Y muchas de ellas caían.

Pedí un deseo a la primera.

Pedí otro deseo a la segunda.

En las próximas diez entendí que no había deseo.

Que eso era perfecto.

Y desear solo me llevaba a otro lado.

No necesitaba otro lado.

Estaba recostado en una barcaza,

que navegaba en miel dentro de la profundidad del oscuro.

Y como faroles caían risas del cielo.

Deshice entonces mis deseos.

Renuncie a todos ellos.

Y entonces, en ese momento.

Todo fue perfecto

Todo era.

Y yo, ya no estaba.

Era esa arena, esa miel.

Esas estrellas.

Esa oscuridad.

Ese barco.

Ese lago.

Era las cumbres nevadas.

Era las montañas.

No necesitaba deseos.

Eran esos deseos que me impedían ver.

Por eso no me alcanzaba con las montañas ni con la miel.

Hoy, cada vez que surge el deseo.

Vuelvo a esa noche fría y ardiente

Ventosa y solitaria.

Solitaria pero en familia.

Y me doy cuenta que siempre,

estamos rodeados de todo lo que necesitamos.

Aprendí que los deseos son solo espasmos que hacen que el Alma no esté presente.

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