Erase una vez, en un árbol tan grande, que de vez en cuando saludaba a las nubes con las hojas de sus ramas, ahí, en uno de sus incontables agujeros, yacía una pequeña familia de búhos, una madre y sus dos crías, tan blancas como la nieve y pequeñas como un pimiento. Una noche, casi de madrugada, con una lluvia tan fuerte que sería un antónimo del fuego del infierno, las dos crías, con gracia y casi al mismo tiempo pidieron alimento, a lo que a la madre, con sueño y algo de pereza asintió, pero, apenas asomó la cabeza al exterior del árbol y una luz blanca, aún más blanca que sus crías, la dejó ciega, se agitó y tembló de miedo e incomprensibilidad al imaginar lo que pasaría a su pequeña familia sin ella, cuando volteó de nuevo hacia su hogar, escuchó a sus crías dormir, siempre hacían un ligero ruido con la punta de sus picos. Al cercano amanecer, la madre contó lo sucedido a sus retoños y lo que la sorprendió es que no dijeron nada; mucho tiempo después, en la noche, con mucha hambre pero sin frío, las crías, sus hijas, se arrancaron un ojo cada una y se los dieron a su madre, con un dolor que rozaba la alegría, se abrazaron para morir juntas.
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