Cuestión de elección

­­–¡Venga ya! Lola ¿a qué esperas?, rellena todos los campos –le insistía María.

–Mira que estás pesada, no creo que sea una buena idea, ya no tengo edad para estas cosas y, además, me da mucha vergüenza –se quejó Lola.

–¿Que no tienes qué?, mira ahí fuera –le decía María señalando la ciudad que se abría tras la gran cristalera– hay un abanico de posibilidades infinitas, la vida no se termina a los cincuenta, comienza cada día.

–No sé, hace tanto tiempo ya.

–El tiempo es el mejor maestro y tú eres una alumna aventajada–sentenció María.

Lola estaba sentada delante del ordenador, su amiga la había convencido para que se registrara en uno de esos portales de citas online en los que, haciendo un test de compatibilidad, sugerían perfiles afines para a encontrar la pareja ideal. Había pasado demasiado tiempo sola, su condición de mujer sumisa y fiel a las infidelidades de su marido no le bastaron para mantener su matrimonio y un día, en el que la primavera estaba dando sus primeros pasos, tras un almuerzo de conversación vana, su marido le pidió el divorcio. No hubo llantos ni reproches, tan sólo una mirada de asentimiento. Lola se había acostumbrado a una soledad que era visitada de vez en cuando y esperaba la despedida sin retorno.

Eligió su mejor foto. Hizo una descripción de sí misma en la que cualquier hombre, con un poco de sensibilidad, sabría apreciar la gran fortaleza y sinceridad que brotaban de sus palabras. Buscó un sueño en el perfil de un mundo que le era completamente ajeno.

Hoy colorea sus mejillas, toque de rímel en las pestañas y carmín en los labios. Con un pañuelo rojo anudado al cuello (señal convenida por el caballero) se sienta en una de esas cafeterías tan elegantes de la avenida. Al momento llega Juan, un señor alto con el pelo canoso, atuendo y porte exquisitos, con una orquídea en la mano (también la señal convenida, en este caso, por la señora) que le entrega a Lola muy cortésmente. Se saludan como los dos absolutos extraños que son. Juan, antes de sentarse, le hace un gesto al camarero para que se acerque y le pide:

–Una tónica para mí y otra para la señora, por favor. Las dos con una rodajita de limón, gracias.

–Disculpe –dice Lola dirigiéndose al camarero– para mí un chorrito de ginebra para aderezar el limón y para el señor, que tiene prisa, la cuenta.

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