El Cielo Ensortijado
Te encontré en un bar; estabas leyendo y tomando un café. Me gustaste. Completamente. Me embelesaste sin darte por enterada. Sentada a unas mesas de distancia, irradiabas un fulgor que solo yo veía.
Quiero decir que tu modo de estar ahí me aquietó. Mientras leías, podías parar el mundo.
Admirarte así, a lo lejos, suspendiendo mis asuntos, fue llegar a un remanso.
Recorrí minuciosamente la delicadeza de tus manos, tus ojos, tu precioso rostro. Tu hermosa piel, y esa actitud de lectora concentrada.
Hay belleza en quien lee.
Me sirven el café. Cuantas veces me ilusiono así, a simple vista. Incontables.
Aunque al final siempre llega precisa y rotunda, la cruda realidad; que sopapea y rompe el hechizo; como el viento que deshace, sin importarle, el copo, y desperdiga por el aire la pelusa blanca del panadero.
Me gustaría decir no soy más un soñador, pero a que engañarme: no pasa demasiado tiempo del último entrevero, y vuelvo a entregar todo a una fantasía; como si no hubiese aprendido nada.
La esperanza de que confluya en una mujer todo lo que anhelo es una fantasía infantil que rompo pero vuelvo a armar. Como si no pudiese rendirme jamás. Como si tuviese atascado en un capricho incumplido, envuelto en bruma. Y así, todo lo arduo que resulta conocer a alguien tal cual es, queda empañado por lo que deseo que suceda en mi ideal.
Y lleva tiempo. Y nunca termino de conocer completamente. Además, nadie se descubre fácilmente frente a los demás. Estamos heridos, todos. Y es por eso que están siempre presentes las barreras invisibles. Que a veces se levantan, y a veces, no.
Estabas leyendo, sola, en un bar, un atardecer, tomando un café, y disfrutando de vos y de tu libro. Así, tan deseable, inspirás.
Poder compartir con vos una lectura.
E ir descubriéndonos de a poco.
Hasta que llegue el día en el que podemos decir nosotros, me decís, suave, con tu presencia.
Así empezó nuestra charla, con largos intervalos de silencio ameno.
Me hiciste sentir invitado a hablar de nuestros gustos: de literatura, de música y de cine, de amigos, de proyectos pendientes, de nuestras ganas de viajar.
Descubrí que tenías una virtud: podías detenerme cuando exageraba. Porque sobre dimensiono intensamente, siempre. Lo sé. Sobre todo cuando estoy entusiasmado.
Prefiero que vayamos a otro escenario. Probemos en un restaurante, con copas de vino, velas, y una música leve y melancólica. Nos escuchamos y comprendemos. Imagino tus lunares escondidos. Sos una pantera agazapada; que palpita en tu respiración y en tus ojos brillantes.
Confluimos como si fuésemos dos ríos desembocando juntos, naturalmente. Hasta que llega el mozo del bar, que te sonríe simpático, y tu mirada es toda para él.
Tu soltura ahora está a disposición de un recién llegado. Es solo un instante, pero alcanza para que el sortilegio se rompa en mil pedazos, como si tronase un gong que me despierta del ensueño.
Al final, podes estar con cualquiera que se te acerque.
Me arranco el anzuelo que yo mismo usé, veloz, para caer y hundirme en tu espejismo.
Esto me enfurece tanto, que al final, reacciono como una Gorgona, a la que le brotan, inevitables, las indomables serpientes en la cabeza.
Ya no tenemos de qué hablar. Se arruinó todo el clima presente y venidero.
Te increpo mal, y me doy cuenta que de algún modo, en éste silencio, continúo reclamándote; te estoy gritando. Derrapo.
Entonces, como si me leyeras la mente, vos, que pudiste ser mi geisha te das vuelta y me miras, con tu rostro de máscara de No.
Siento el derrumbe. Aunque me duela, admito que fui yo quien pegué el grito primero, y ahora, me asusto del alud.
No podés entender que por tan poco provoque éste tipo de escenas. Ya no hay complacencia. No es tan poco, me defiendo. ¿Acaso me diste mucho? ¿Por qué tendría que darte algo?
Bajo la cabeza. Continúas: estábamos compartiendo, no te debo nada. Ni vos a mí. Me avergüenzo y le pido disculpas. Siento deseos de empezar de nuevo, si fuera posible. Me exasperé, no lo pude evitar, y tu belleza, ahora, me resulta escandalosa. Sos re posesivo, re inseguro, y dramático al reverendo pedo: búscate otra que te banque tu locura, me gritas, y yo no puedo más que admitir que tenés razón, no soy tuya, lo sé, me harté, basta, me voy, por favor no, nos estábamos entendiendo tanto hace un rato, pero pagas y te vas, y me dejas, que me arregle.
No me dedicas siquiera una mirada. Sos un cielo ensortijado que pasa como una brisa entre montañas.
Es tarde.
Pero no es tan tarde como para que comience a entender un poco más aquel otro lo nuestro no puede ser; más real, lamentable, concluyente, y previsible.
Pediré otro café.
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