Himilcón y Pytheas, los primeros navegantes del Okeanos

Himilcón y Pytheas, los primeros navegantes del Okeanos

Cuentan
las leyendas fenicias que fueron las naves cartaginesas las primeras
que, atreviéndose a cruzar los confines del Estrecho en el que los
marinos focenses situaron las Columnas de Heracles (Hércules
para los latinos), se adentraron por el temido Okeanos
(océano), el gran río circular que rodeaba la Geo (Tierra).
Desde la más remota Antigüedad, el actual Estrecho de Gibraltar
constituía la última referencia del mar conocido por los pueblos
navegantes del Mediterráneo y en especial los fenicios y helenos,
creían que alrededor del Peñón habitaba el monstruoso rey Gerión,
dueño de la isla de Erytheia
(Cádiz).

Recordemos
que la fabulosa narración sobre este monarca tartesio, que
supuestamente reinaba sobre todo el suroeste peninsular de Iberiké
(Iberia), la recoge por primera vez el poeta heleno Estesicoro de
Himera, en su obra Gerioneida (s. VII a. C.). Más adelante,
otros autores como Apolodoro de Atenas (s. II a. C.) se hacen eco de
ella, presentando el robo de los bueyes ─o los toros─ del
soberano como la décima prueba de Heracles. Se trata del
semidiós hijo del propio Zeus y Alcmena, una hermosa mortal, esposa del general Anfitrión. Para engendrarlo,
Zeus adoptó la figura del marido ausente, con el que la mujer
concibió luego a su hijo Ificles, que nació al mismo tiempo
que Heracles. El semidiós llegó a Tartessos para realizar
uno de sus famosos doce trabajos, encomendados por el rey Euristeo
como castigo por haber matado a su esposa Megara e hijos,
en un ataque de locura propiciado por la celosa diosa Hera,
hermana y consorte de Zeus,
además de madre
del joven dios Ares,
instigador de la guerra entre los hombres.

Tras
cruzar las aguas del Mediterráneo a bordo de una vasija de oro
prestada por el dios Helios,
el héroe tiene que remover dos grandes rocas que obstruían su paso
para poder alcanzar la isla de Erytheia,
dando origen al profundo
Estrecho.
El semidiós separó así las dos extensiones continentales que
forman Europa y África, cavando la tierra con sus propias manos, y
para celebrar su hazaña colocó dos columnas a cada lado como
símbolo del fin del mundo conocido. La columna norte la situó en el
Monte Calpe (Peñón de Gibraltar), y la del sur o Abyla en el Monte
Hacho (Ceuta) ─aunque hay otra versión que la ubica en el Monte
Musa (Marruecos)─. Y consumada su nueva hazaña, el intrépido
Heracles
procede a dar muerte al pastor Euritión
y al perro bicéfalo Orto,
encargados de la custodia del sagrado ganado; pero entonces, el
gigante Gerión
salió
a su encuentro y el hijo de Zeus
no
tuvo
más opción que abatirlo de un flechazo en la frente.

Y
siguiendo con la portentosa mitología helénica, los pueblos
focenses aseguraban que sobre estas aguas del Okeanos flotaba
el mundo y, lo que era más temible, comenzaba la región tenebrosa
en donde se producía el ocaso solar, naturalmente relacionado con la
oscuridad y la entrada en el mundo de los muertos. Aquel océano, por
tanto, resultaba similar al terrible reino del Hades (Averno,
para los latinos), en donde gobernaba el cruel e invisible dios
Plutón. Este siniestro lugar se encontraba situado debajo de
la Tierra, y su único acceso era su famosa puerta de bronce
custodiada por el gran Can Cerbero, el perro que permitía la
entrada pero no la salida, y que recibía con dentelladas a todos los
enemigos de los dioses y los más grandes criminales.

Un
mundo, en definitiva, plagado de monstruos y peligros según la
mitología griega, al que se llegaba navegando a bordo de la
embarcación de Caronte, la divinidad encargada de trasladar
las almas de los muertos a la otra orilla del mundo, cruzando para
ello las aguas del lago Aquerusia o el río Aqueronte.
Pero ello, siempre y cuando recibiera como pago por su servicio las
dos consabidas monedas de cobre, con las que los allegados de los
difuntos cubrían las órbitas de los ojos sin vida de los cadáveres
antes de su sepelio.

Aunque siguiendo las fuentes de la más remota historia marítima, tal y como aparece
documentada en algunos escritos posteriores a la mitología clásica,
a cargo de autores latinos como el poeta Rufo Festo Avieno (s. IV),
autor de la en su día famosa Ora maritimae ─en la que hace
referencia a otros textos más antiguos de fenicios y griegos─, el
mérito del primer viaje oceánico y desafío a tantas incógnitas y
peligros, correspondió a la expedición del navegante púnico
Himilcón. Posiblemente se trataba de un noble enriquecido o bien un armador, quien hacia el 525 a. C. partió de Carthago al mando de
algunas naves rumbo a Poniente. Cuentan las crónicas latinas ─con
mucho mérito, al tratarse de sus antiguos enemigos cartagineses─,
que aquel intrépido marino rebasó el Estrecho de Hércules sin
grandes percances, haciendo escala en la primera colonia que los
fenicios de Tiro habían establecido en Occidente, en plena bahía de
Cádiz, desembarcando en las dos islas de Kotinoussa
y Erytheia para fundar
la primitiva Gadir (s. VIII a. C.).

En
aquel privilegiado enclave marítimo
se
avituallaron contando con el beneplácito de uno de los reyes
tartésicos más conocidos: Argantonio,
quién al parecer homenajeó a los expedicionarios cartagineses
ofreciéndoles oro, púrpura,
y el disfrute carnal
de
algunas jóvenes y bellas bailarinas
nativas
antes de su partida. Y de vuelta a la mar, las naves de Himilcón
prosiguieron con su navegación ciñendo la costa —tal y como
antiguamente se hacía— hasta bordear un cabo al que llamaron
Promontorio
Sagrado
(Cabo de San Vicente), en honor del dios
gaditano
Heracles-Melqart,
una combinación del mítico héroe griego y el dios fenicio de los
cartagineses, como homenaje a la ciudad que tan generosamente los
había tratado
y acogido.

Pero
obligados a poner rumbo Norte para no perder de vista el litoral,
continuaron con su periplo por las aguas oceánicas hasta arribar a
un enorme estuario, en donde volvieron a descansar y aprovisionarse
de alimentos y agua dulce. Viendo aquel pacífico y hermoso río, con
sus márgenes entonces casi vírgenes y despobladas de los hijos de
los dioses, Himilcón ordenó a la tripulación de una de sus naves
que se quedara allí de guardia, con el encargo de fundar una
factoría pesquera a la que llamaron Allis
Ubbo (Puerto Seguro/ Lisboa), mientras el resto de la
expedición proseguía con su aventurada empresa.

Algunas
jornadas después, el marino cartaginés llegaba a la altura de otro
cabo muy elevado sobre un gran acantilado, rodeado de fuertes y
embravecidas corrientes que hicieron naufragar a una de sus pequeñas
naves, y al que denominaron como Promontorio
Extremo (Cabo de Finisterre), por parecerles en verdad el
final de la tierra. Pero lejos de arredrarse, los expedicionarios
estaban decididos a buscar la ruta marítima que los condujera hasta
la gran isla del Estaño (Inglaterra), de la que ya tenían noticias
por boca de los pueblos celtas, y que volvieron a confirmarles los
pobladores de las rías que jalonaban aquellas costas, muy ricas en
pescaderías y a las que el geógrafo Estrabón denominó siglos
después como Golfo Ártabro.

Y
avituallando de nuevo sus naves con víveres y agua dulce, los
expedicionarios se adentraron en aquel mar ignoto, navegando siempre
con rumbo hacia el frío Norte. De noche, se guiaban por las dos
estrellas entonces más brillantes en el firmamento: Thuban
y Kynosoura ─que los romanos conocerían más adelante por
Draconis y Polaris─, y es
posible que alcanzaran, nada menos, que las costas de la actual
Cornualles o incluso las de Irlanda, antes de dar media vuelta y
regresar con vida a su amada Carthago para celebrar y dar noticia de
sus descubrimientos.

Tan
singular periplo, recogido en textos fenicios que más adelante
fueron traducidos al griego, sin duda sirvió como guía e
inspiración al navegante heleno Pytheas, quien dos siglos después
de Himilcón llevó a cabo su memorable viaje de circunnavegación
exploratoria del continente. Este geógrafo y astrónomo, natural de
la pujante colonia focense de Massalia
(Marsella), fue el que lo denominó Európe,
en honor de la joven diosa raptada por el monstruoso Minotauro con
cabeza de toro, que habitaba en soledad el laberinto palaciego de la
isla de Kriti (Creta), una de
las mayores y más civilizadas del Mediterráneo. Las naves bajo su
mando fueron capaces de recorrer las aguas del continente hasta
llegar al sur de la isla del Estaño y desembarcar cerca de sus
acantilados (Dover/ Canal de la Mancha), estableciendo uno de los
primeros contactos con sus primitivos pobladores.

Allí
sustituyeron muchas de las piedras del lastre de sus sentinas por el
codiciado metal, que fundido con el cobre más maleable daba
resistencia y solidez a sus armas. Pero la mayoría de los habitantes de
esas costas eran tribus feroces, y siendo tan pocos los helenos para
poder defenderse, no pasaron muchas lunas antes de regresar a la mar,
poniendo sus naves rumbo a Levante. Así fueron atravesando aguas
cada vez más frías, hasta alcanzar las tierras de una desconocida y
helada península que les salió al paso (Jutlandia/ Dinamarca).
Recorriendo sus costas, penetraron en las aguas del mar siempre
nublado en donde les resultaba muy difícil orientarse por las
estrellas (Báltico), obligándolos finalmente a regresar.

Lograban
así realizar una de las mayores y más arriesgadas empresas de
exploración marítima de las que hoy tenemos constancia documental
referida a la Antigüedad. Y gracias a resultar la próspera Massalia
una de las aliadas de Roma en las Guerras Púnicas, los
textos que nos relatan este gran viaje y dieron nombre a Europa, no
perecieron al igual que sucedió con todo el saber depositado en los
papiros y templos de Carthago, arrasados por el odio de sus grandes
enemigos los romanos, vencedores del general Aníbal Barca en las
llanuras de Zama (202 a. C).

Nota:
Heracles-Melqart aparece representado en estatuas doradas como
un joven hercúleo y desnudo, sosteniendo en su mano izquierda las
manzanas del jardín de las Hespérides (Iberia) y en la
derecha la maza de la que se sirve para pelear. Hasta hoy, se ha
especulado mucho sobre el emplazamiento real de su templo gaditano,
identificando el islote de Sancti Petri como el lugar elegido por los
fenicios de Tiro para levantarlo. El Castillo de San Sebastián, en
La Caleta, se relaciona igualmente con la ubicación del templo del
dios fenicio Baal, mientras que la zona de la Punta del Nao es
la elegida por los investigadores para situar el templo de Astarté,
la diosa fenicia que junto con Melqart constituían la base
del panteón religioso de Tiro y Gadir, y que hoy se piensa como
origen del mito de la Virgen del Rocío y su símbolo de la Blanca
Paloma.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS