El viejo que abrazaba a su nieta

El viejo que abrazaba a su nieta

Sintió el cañón del arma sobre su sien latente por el miedo y la
adrenalina y se encomendó a Yahvé, sabiendo que su muerte
era inminente; pero la pistola no disparó. En su lugar, oyó el
chasquido del percutor golpeando en el vacío, mientras seguía bien
sujeto por el capo que le levantaba del suelo agarrándolo por su
brazo derecho. Durante tres días seguidos, había viajado encerrado
y en compañía de su nieta, de apenas seis años, en un vagón de
ganado sin comida ni agua, al igual que los centenares de personas
con las que compartían su suerte camino del infierno de
Auschwitz-Birkenau, en diciembre de 1943.

La niña que le
habían confiado su hijo y su nuera, en los días previos a su
deportación de Praga, había muerto en sus brazos, con colitis y
deshidratada, pocas horas antes de que el tren se detuviera. Nada más
poner el pie en el andén, en medio de aquella noche gélida y
fantasmal iluminada por los focos de las alambradas, un SS le ordenó
desprenderse del cadáver y dejarlo sobre el suelo helado, a lo que
él se negó, suplicándole un poco de piedad en su rudimentario
alemán.

Allí mismo, aquel
energúmeno obersharführer (sargento) ordenó, a dos de los
soldados que le acompañaban, que al viejo le rompieran las piernas a
culatazos, por lo que el hombre perdió su movilidad a cambio de
conservar su dignidad. Pero fue por poco tiempo, justo el que
tardaron en venir a recogerlo y auparlo, con su pequeña todavía a
cuestas, al «camión escoba» que se encargó de transportar desde
el andén al módulo del crematorio, a todos los individuos que no
podían caminar: inválidos, enfermos, ancianos, e incluso a una
mujer extenuada por el viaje y en avanzado estado de gestación.

Casi no hubo
resistencia y todos guardaron un silencio sepulcral, conscientes de
la suerte que les aguardaba en manos de aquellos chacales. Bastaba
con respirar el aire contaminado de cenizas para darse cuenta del
fanatismo en el que habían caído sus verdugos, y el poco tiempo que
debería esperar para reunirse con su amada nieta y su mujer. Quien
sabe si también con su querido hijo y su nuera, de los que no había
vuelto a tener noticias durante el año de su permanencia en el gueto
amurallado de Terezín.

Sostuvo con fuerza
sobre su pecho el cuerpo de la niña cuando sintió elevarse el
volquete del camión, antes de resbalar con todo su peso y dar con
sus huesos rotos sobre el barrizal helado. No pudo reprimir el
aullido de dolor que salió de su boca al caer sobre sus quebradas
piernas… Pero su sufrimiento acabaría pronto. Como desnudarlos y
meterlos en las cámaras de gas resultaba muy trabajoso, enseguida
comenzaron a escucharse los gritos de terror de sus compañeros de
infortunio, acallados por los primeros disparos. A la fría luz de la
Luna, el viejo pudo ver cómo los capos incorporaban una a una a las
víctimas para que los SS les dispararan su tiro de gracia en la
cabeza, procurando a su vez que la sangre que les manaba a borbotones
por los orificios del cráneo, ni siquiera salpicara los negros
uniformes de sus amos alemanes.

─¡Maldito sea
este viejo asqueroso y obstinado judío!… Oyó decir a su ejecutor.

─¡Mira cómo se
aferra a ese pequeño cadáver!… Creyó entender. Mientras el SS
cambiaba el cargador de su pistola y la amartillaba, al tiempo que le
apuntaba en la sien y sin vacilar apretaba el gatillo.

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