Los gritos de la caverna

Timy era sordo, lo sigue siendo. Siempre me impresionaron los sordos. No tanto por lo que no pudieran escuchar. No saber que sonidos desprende un auto cuando atraviesa una cuneta en la lluvia, no, no era eso. Me genera una profunda impresión cuando se expresan. Cuando intentan hablar. Ese sonido monstruoso, deforme. Esas palabras que no llegan a serlo. Desentonadas, casi a los gritos.

Timy solo estaba en sintonía con el resto cuando se sentaba a ver el partido del Manchester por la televisión. Cuando hacían un gol, todos gritaban, el también. La tia Ruan, la Señora Steven, vecina de la casa. Nuestro padre, mi hermano Saverio, y Timy.

Cuando creció, de adolecente lo escuchaba desde el piso de abajo gritar cuando acababa. Cuando se acostaba con la hija del tabernero, una irlandesita que no le hacía asco a nada, porque yo sentía, que él era un monstruo. Un pequeño deforme porque así sus atrofiadas palabras me lo hacían sentir. Fue aprendiendo, y pudo expresarse o más bien, nos fuimos acostumbrando a su modo de decir las cosas. A la manera en su adivinado hablar, ese que nunca escucha.

Que escucha Timy cuando intenta hablar?

Eso me perturbaba enormemente. Eso mantenía en mi mente la deforme imagen de Timy, porque Timy era una bestia que no sabía hablar, y no escuchaba. Su terapeuta explicaba en la familia como tenían que ser los ejercicios que mantuviéramos para comunicarnos con él, pero a mí no me interesaban. Nada era suficiente para borrar el asco que sentía por él. Prefería no enterarme de nada, y solo mirarlo y odiarlo mientras se me revolvía el estómago. Lo quería, a mi manera, pero me generaba un profundo desprecio su elemental brutalidad cuando se expresaba. Prefería escuchar el ruido del noticiero que salía de la televisión de la sala, siempre encendido, siempre las noticias, las voces de la televisión llenando el espacio de la casa.

Timy creció, junto a su computadora. Luego llego la primer noteboock a casa. Papa ya había muerto y esa tarde la tía Ruan traía en la cobertura de telgopor que envolvía la computadora portátil, todo el encanto de la nueva tecnología que pasaría días enteros bajos el dominio de Timy.

Sin saberlo, la tia Ruan lograba llevar a la casa, una prótesis para Timy. A decir verdad, para toda la familia.

Porque allí Timy era otro. Cuando navegaba en internet, cuando se sumergía en el submundo cibernético, Timy allí no era sordo ni mudo. Allí era uno más, normal se podría decir, no necesitaba expresarse con sus palabras mutiladas y sus sonidos desfigurados no aparecían. Allí no necesitaba contar con el sentido de la escucha y del habla. En esos momentos donde el teclado te sumerge en un mundo mágico, sin fronteras, con caras nuevas, mensajes, y un oasis, un paraíso se abre camino. Un mundo artificial con materialidad propia hecho a su medida. Allí Timy no tenía cuerpo, no lo necesitaba.

Comencé a observarlo mientras sonreía con su mirada puesta en la pantalla, moviendo sus dedos con la habilidad de un pianista. Los días pasaban felices en aquel mundo de Timy, pasaban los días, los meses. Los años.

Para cuando tuve mi primer nootebok, la relación con Timy fue cambiando, porque comencé a comunicarme con él a través del mail, luego de los blog que compartíamos. El chat, y las paginas donde el me mostraba los lugares a los que viajaría en algún momento. Pero a la noche, en la cena, la caverna se abría paso. La luz de la cocina se entumecía, como en mi cerebro. El asco estaba allí, presente, porque Timy había moderado sus gritos, los había domesticado, pero ellos seguían allí. Entonces prefería volver a mi teclado, a la pantalla liquida por donde bucean las imágenes que en otras épocas no se hubieran imaginado. Esas que solo aparecen por las noches, antes de dormir, o en cualquier momento del día, aun con los ojos abiertos, las que perforan el inconsciente, las que no llegan a ser del todo consientes. Lo que imaginamos, lo que soñamos, divagamos. La fantasía que deambula, la buscaba en esa pantalla liquida. Así era mejor. Sí, eso me tranquilizaba.

El comenzó a tener grupos de amigos a través de las redes sociales, a tener amigas que lo seguían y seguían sus historias, porque Timy escribía historias y también escribía sobre botánica, que era lo que prefería para conversar. Conversar, un término al que nunca pude asignarle sentido en su condición de sordo mudo, pero con su mouse, con su teclado, la plática era extensa, sutil, divertida o triste. Humana. Porque sumergido en los pixeles él se hacía humano, luego volvería el monstruo a mis ojos, a mi sentimiento repulsivo. Y me quede pensando durante la noche, con mi noteboock encendida, donde estaría Timy navegando en los mares de las imágenes?

Me levante de la cama, tenía la seguridad de lo que iba a hacer. Fui hasta la cocina, abrí el cajón de la alacena y tome la pequeña hacha que quedaba guardada allí, la que usaba mi padre para cortar los pollos en su granja. La tome del mango y pase suavemente la yema de mis dedos sobre el filo, para sentir, para asegurarme donde caería ese acero. Estaba excitado, tenía una erección mientras subía las escaleras con el hacha en mi mano. Sentía que el orgasmo llegaría cuando bajara con fuerza la mano. Me acerque a él. El podre monstruito estaba dormido y su computadora al lado. Camine velozmente impulsado por una fuerza ajena, levante el brazo y deje caer con potencia la filosa lámina del hacha que se hundía en su cabeza. Su cráneo se abría en dos, explotaba como un globo y el grito desesperado abrió mis ojos.

Sudado y tembloroso, me levante de la cama, con el estruendo de mi propio grito. Me acerque a la habitación de Timy, él dormía. La noche se mantenía calma, y en mi torrente sanguíneo corría la energía desesperada de aquella pesadilla que percutaba mi cabeza. Y el grito, otra vez el grito. Maldito ruido!

Los domingos nos quedábamos a solas con Timy, la tia Ruan y Saverio, mi hermano mayor, partían rumbo a la iglesia. Allí tomarían parte de la mañana y también el mediodía si se quedaban a almorzar en la quermese que el reverendo organizaba. -Francis, no dejes que se pase la carne-, me decía la tia Ruan antes de salir a rezar sus plegarias dejándome a cargo del almuerzo que compartiría con Timy, mi hermano menor.

Ambos comíamos la carne asada que había preparado y mientras lo hacíamos, jugábamos en los teclados de las maquinas que nos acompañaban en la mesa. Los domingos era el día ideal para hacerlo, porque era el único día que no compartíamos la mesa con la familia completa, la tia Ruan no dejaba que las computadoras llegaran a la mesa mientras comíamos. Ella decía que eso no debía suceder, que juntarse a la mesa era un milagro que teníamos que agradecer a dios. La tía abría sus manos y agradecía a dios por los alimentos servidos en la mesa. Yo puteaba por dentro, renegaba del sentimiento de Ruan y su fragilidad terrenal, en su ilusión de una vida después de la muerte, en la promesa de un paraíso, como el de internet, pero en las páginas de la noteboock todo era posible. Allí no hacían falta plegarias. La promesa estaba cumplida. A ella no le atraía la computadora y eso me provocaba cierto desprecio hacia la tía, pero admiraba de ella la constancia para mantener un orden dentro de la familia. De cuidar de todos. Como fuera, había sido la tia quien traía la primer noteboock a casa.

Almorzando los domingos entre páginas y redes sociales todo se hacía más fácil, porque él no necesitaba expresarse para conversar. A veces, estando sentado uno junto al otro, nos encontrábamos en el chat y allí dialogábamos. Jugábamos con Timy, como lo hacíamos cuando mama nos contaba cuentos de hadas, en los que las imágenes llegaban al espejo mágico con solo desearlas, y con el motor de búsqueda de su máquina, Timy hacía de su teclado aquella hazaña fantástica. Disfrutábamos nuestra realidad virtual. Allí fuimos hermanos y nos cuidábamos y también nos divertíamos. Pero era tan fugaz ese momento. Los gritos no tardarían en volver.

Timy me acerco adjunto en un mail, una foto que había digitalizado y rescatado de nuestra madre, de cuando ella aún vivía entre nosotros. Antes de partir, antes de huir con aquel ferroviario al que tenía por amante. Nunca supimos lo que paso entre ella y papa, solo el recuerdo de su tiempo, de su pausa, de su silencio, ese que le daba sentido a las palabras que recitaba cuando nos leía los cuentos de Julio Verne, cuando aún no habíamos descubierto que Timy comenzaba a tener sordera. Siempre tuvo dificultades para comenzar a hablar y de hecho, nunca lo hizo, pero pensábamos que en su personalidad, él estaba en su mundo y eso era todo, sin embargo, nuestra madre comenzó a notar que Timy no escuchaba bien, o más bien, que no escuchaba nada.

Saverio fue el que más cerca estuvo de él en los momentos más difíciles, también supo acompañarme porque mi padre no sabía cómo hacerlo. Yo escuchaba los golpes del hacha contra la tabla de madera en su granja, que tenía junto a nuestra casa, destripando los muslos, las patas y el resto de las partes para venderlos luego en el vecindario. El sonido seco del metal impactando en la madera, cuando se llevaba puesto los cartílagos y la carne de los pollos aun tibios después de haberlos acogotado.

Yo continúe haciendo los trabajos de carpintería que mi padre hacía en sus momentos de descanso, cuando nuestra madre por las noches nos recitaba poesía, y el hacerme de ese oficio, me permitió abrir mi propio taller y trabajar de ello desde que era muy joven. Manejar el cincel, el serrucho, utilizar la cierra con suma prolijidad, el juego de clavas y martillos que tome del baúl donde mi padre los guardaba, ahora estaban en mi taller que mira al lago.

Todos en la familia pensaban que sería yo quien un día me marcharía a vivir a la ciudad, pero fue Timy quien lo hizo. Antes de hacerlo, me dejo su contraseña de sesión de su máquina, para que pudiera escribir por él mientras se trasladaba, para contarles a sus amigos sobre los preparativos antes de llegar a la ciudad.

La invitación de un grupo universitario le llegaba en su correo electrónico y en su excitación y en la tormentosa forma que tenia de comunicarse, él nos dio el aviso que pronto viajaría a un nuevo destino en la gran ciudad.

Nadie lo vería partir, porque así ambos lo habíamos pactado

Ese domingo no nos despedimos. Cuando baje de mi habitación el ya no estaba, el resto de la familia reunida en la iglesia. El prefirió irse sin despedidas, así lo habíamos acordado y así lo conté a la tia Ruan y a Saverio.

Nevaba sobre el valle. El lago se veía opaco, por el viento que rozaba su superficie borroneando las imágenes que reflejaba de las montañas. Las imágenes no eran nítidas como si lo eran en la noteboock de Timy.

Los demás seguían en la iglesia, seguramente rezando por él, rezando por la familia. Desde la ventana del taller las herramientas posaban descansadamente en la soledad de la nevada. En casa la televisión estaba apagada. El martillo estaba en su lugar, la sierra, el hacha. La pala húmeda de fango apoyada detrás de la higuera. La pava de bronce sobre la hornalla. El silencio.

Extrañaría a Timy, a los inaguantables momentos de angustia que generaban los gritos, y ahora el silencio. Maldito silencio.

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