NO HAY COLOR PARA EL LAZO DE MI DOLOR

NO HAY COLOR PARA EL LAZO DE MI DOLOR

Veri Sobrino

11/08/2017

Sonó la campanilla que estaba sobre la puerta de entrada. Volvió a sonar, como no podía de ser de otra manera, al volver la puerta a su ser.

Sus pasos le habían llevado hasta allí en su deambular por las calles de Madrid. Por lo tanto, no podía culpar a sus pies de la decisión de estar donde estaba.

Le había llamado la atención el escaparate repleto de libros de autoras. Levantó la cabeza y leyó el nombre del local; temática que le afirmó lo que había creído: libros escritos por mujeres. Aunque no sabía si se refería a que solo eran libros para mujeres o escritos por ellas. Esta última conjetura le intimidó y por unos instantes le turbó la mente.

Pero decidió entrar.

Su cara de escepticismo cambió y la sorpresa le hizo entreabrir la boca; como si hubiera encontrado un tesoro perdido.

Deambuló entre los estantes con olor a papel y tinta, con olor a madera auténtica, a otros olores nostálgicos que, por aquello de estar ubicado el local en la parte vieja de la ciudad, no habían desaparecido. Olores a nostalgia y barniz. Nostalgia de recuerdos olvidados.

Su mirada se desbordaba al ir de una tabla a otra, de subir y bajar de balda en balda.

Sus ojos no cesaban de buscar sin buscar, de indagar, de un título a otro, de lomo en lomo, de estante en estante… rebuscaba sin rebuscar, miraba sin ver, leía sin leer…

—¿Le puedo ayudar en algo? —escuchó una voz por detrás de él, femenina.

—No, gracias. Simplemente estoy mirando —respondió casi de forma automática y sin girarse hacia la persona que le había inquirido.

—Por favor, si necesita ayuda… no dude en pedírmela —le sugirió la voz.

Los títulos de los libros le asombraban, pero más le asombraba la reunión de tantos y tantos escritos de todo el mundo, con firma femenina. Autoras de casi todos los países del mundo. De todas las razas.

¿Eh? ¡Un autor masculino!, se asombró.

Agarró el libro por el lomo con tal fruición, que él mismo se sorprendió ante tal arranque de expectación.

No tenía ni idea de quién era, no le sonaba ni por asomo el nombre del autor, y que entre tanta mujer escritora encontrar un libro de escritor, se le antojaba… ¿seductor?

A punto estuvo, por la precipitación con que lo había cogido, de caérsele y, por ese temor extraño que íntimamente se tiene de formar un estropicio, le empezaron a brotar perlas de sudor en la frente.

¿O… era por la ilusión?

El nerviosismo le llegó a las manos y, con ellas sudorosas, no se atrevió a entreabrirlo.

Asió la obra con una mano envuelta en la bufanda y la otra se la restregó por el gabán para aliviar la humedad que tenía; se cambió el volumen de mano y realizó la misma operación, pero con las manos invertidas.

Le floreció en su interior un atisbo de su forma de ser, entre tanto territorio no partidario.

Por el rabillo del ojo atisbó un taburete y hacia él dirigió sus pasos.

Antes de llegar, con su mano diestra, pasó las páginas del libro de forma rápida, pero dando lugar a poder leer algunas frases sueltas fuera del contexto.

Sujetando como estaba el libro con la mano siniestra, atinó a atisbar la primera de las páginas:

Yo, en realidad, soy una mujer.

Semejante afirmación provocó su rubor e hizo que las piernas le temblaran; habiendo notado ya, la cercanía del taburete, comenzó a flexionar las rodillas con el ánimo de sentarse sin dejar de prestar atención a lo escrito.

Se le quebraron sus ideas.

Desde muy pequeña supe que yo era una mujer. No lo era, ciertamente, pero me sentía y quería ser como tal.

No quería ser una mujer por ser mujer, sino porque lo era.

Conciencia la tuve desde una edad temprana, por ello me he atrevido a realizar tal afirmación. No desde el punto de vista que hoy tengo, no, simplemente lo era.

Evidentemente, todo ello, lleva consigo unos problemas que no se pueden resolver de la noche a la mañana, sobre todo los físicos, que tampoco me preocupaban en demasía, pero en mi mente y mi anhelo era evidente, inalienable e indiscutible.

¿Indiscutible? ¡Qué ilusa!

Cuando tuve edad legal para poder decidir las cosas por mí misma, cosa que llevaba esperando desde siempre, y refería los días como la cuenta atrás de cualquier lanzamiento de una nave espacial, arranqué a realizar la labor de confeso femenino, cuestión estúpida donde la haya por aquello de la evidencia.

No había orden en las cosas, pero primero tendría que lidiar con mi entorno. Pues conmigo no lo tendría que hacer, ya que estaba más que claro.

Pasó la siguiente página, no sin antes haberse acomodado sobre el taburete.

Estaba tan fascinado por una confesión tan drástica que el acomodo le resultaba incómodo por la superficie de asiento, o… por la confesión en sí.

El entorno más inmediato era mi familia. Y dentro de mi familia, mi Madre.

Y así se lo dije un día de firme autoconvicción: ¡Mamá, yo me siento mujer y como tal que soy, me comporto y pienso!

La pobre de mi Madre, aunque siempre deseó que no llegara el día, puesto que la evidencia era más que evidencia (y valga la reiteración), se apoyó con su mano sobre la encimera de la cocina y algo balbuceó…, presumo, porque no entendí lo que dijo, pero supongo que sería lo que repitió a continuación: ¡¿Qué va a decir tu Padre?!

—Mamá: —le contesté con un tono lo más suave y tranquilizador posible— me da igual lo que diga, e incluso lo que piense. Es más, me da igual él mismo. No es por falta de respeto, bien lo sé, sino porque simplemente yo soy quien soy.

Mi Madre, dentro de su educación, no daba crédito a mis palabras. Se sentía entre dos aguas, entre su marido y su hija; pero finalmente suspiró, buscó la silla más cercana y, haciendo uso de ella, se sentó. Me miró con una mirada tierna y comprensiva y me dijo:

—¡Tú sí que sabes lo que quieres!

Esas palabras me supusieron un “subidón” que nunca en mi vida había tenido.

Eran palabras de mi Madre; eran palabras de comprensión; eran palabras de frustración; palabras que buscaban complicidad; palabras que manifestaban su rebeldía, sin atreverse a ir más allá, pero que denotaban anhelo… palabras, al fin y al cabo, de su más íntimo ser.

Yo no necesitaba esas palabras o ¿sí?, pero me vinieron que ni al “pelo”, me vinieron fantásticamente bien, para qué nos vamos a engañar. Ya que andaba un tanto baja de moral y, sin buscarlo, fue determinante para mi futuro.

No sabía ya si era por la incomodidad del asiento, o por lo que estaba leyendo, pero el trasero, no le aguantaba más y, a pesar del embelesamiento del escrito, se levantó.

Había introducido el dedo índice por la página en la que iba y, sin desasirlo, se dirigió al mostrador de la entrada.

Allí estaba la misma persona que se había ofrecido a ayudarle con la búsqueda literaria. O supuestamente, ya que no se había dignado a mirarla cuando le habló al entrar.

—Por favor, ¿me puede decir qué vale éste libro?

—Son… euros. ¿Se lo envuelvo para regalo?

—No, por favor, ¡es para mí!

Su respuesta, fue rápida y locuaz, porque a ver, ¿qué iba a hacer con su dedo índice envuelto en un paquete para regalo? Parecería el asunto un tanto mafioso.

Pagó el importe requerido y, con las mismas, abrió la puerta, lo que provocó el tintineo de la campanilla y, mientras enfilaba calle arriba, volvió el tañer de la campana a sus oídos.

Puso rumbo, sin conocimiento de ello, hacia la plaza mayor del lugar y buscó un asiento en una de las terrazas que estaban resguardadas del frío.

Seguía con el dedo puesto en la página del libro, por la que iba leyendo, aunque el frío le atería al extremo de que se había encogido en varias ocasiones lo que le pudo provocar un cambio de página.

No obstante, se sentó en una de las sillas. Su trasero, al sentir la frialdad del asiento, provocó el estremecimiento de todo el cuerpo.

Retomó el escrito y continuó leyendo por donde creía que lo había dejado.

Yo no necesitaba esas palabras o ¿sí?, pero me vivieron que ni al “pelo”, me vinieron fantásticamente bien, para qué nos vamos a engañar, ya que andaba un tanto baja de moral y, sin buscarlo, fue determinante para en el deambular en mi futuro.

Mamá hoy no, para que no te “pille” de sopetón, pero mañana dejo la casa y me voy a vivir fuera.

—¿Dónde vas a ir que mejor estés?

—Mamá, no puedo seguir aquí. No sé dónde voy a ir, ni con quién voy a estar, pero seguro que mejor que bajo el paraguas interrogante de su mirada.

—La opinión de tu Padre ya la suavizo yo, no te preocupes. Quédate aquí, hasta que tengas algo claro… Y a mí me ayudaría bastante.

—Ya sé cómo lo vas a suavizar, con una de tus mejillas.

—Da igual, es asunto mío.

—¿Qué va a tomar el señor?

—¿Eh?

—¿Que, qué va a tomar el señor?

—¡Ah! Disculpe, una botella de agua.

—¿Con gas o sin gas?

—Mineral, simplemente.

—Ya, pero ¿con gas o sin gas?

—La primera que tenga a mano, gracias.

—Mamá, yo no puedo arreglar tus problemas de convivencia con él. Lo único que provocaría sería su ira contra ti. No porque tú, en ese momento, le hayas provocado, no; sino porque al no poder ir contra mí, iría contra ti. La violencia de género no es solo física.

—¿Qué quieres decir con eso? ¡Yo debo respetarle!

—Por supuesto, pero no soportarle. Y mucho menos soportar la vejación que continuamente te realiza. Tu educación te indica que debes hacer eso, pero ya hace muchos años que has aprendido que es absurdo, obsoleto. Que tienes los mismos derechos que él. Que sois iguales. Si él no ha aprendido, que aprenda, pero no contigo. Tú no deberías seguir soportando su violencia verbal, ni la gestual, ni la social.

—Pero, hijo, ¿dónde voy a ir yo ahora, a esta edad y con esta situación?

—Mamá, tienes miles de caminos, pero, y esto es muy importante, la decisión la debes tomar tú y solo tú. Cuando alguien, y perdona que sea yo quien te lo diga, toma un camino, no es que no puedas volver la vista atrás, pero deberías seguir la senda que has decidido tomar, una vez que lo hayas hecho.

—¡Señor, aquí está su agua! ¿Le apetece algo más?

—No, gracias, ¿me dice qué le debo?

—Faltaría más, ahora le traigo la cuenta.

El señor del libro miró con desagrado al camarero. No porque hubiera sido irrespetuoso, sino por haberle desenganchado del hilo del relato.

Y, sin ser culpa del mesero, había perdido la página del escrito por la que iba.

Trató de tomar la continuación con cierto nerviosismo e impaciencia… no sin antes echarse la botella por el gollete al gaznate y se la trincó de una sentada.

—Pero, hijo, ¿dónde voy a ir yo ahora, a esta edad y con esta situación?

—Mamá, tienes miles de caminos, pero, y esto es muy importante, la decisión la debes tomar tú y solo tú. Cuando alguien, y perdona que sea yo quien te lo diga, toma un camino, no es que no puedas volver la vista atrás, pero deberías seguir la senda que has decidido tomar, una vez que lo hayas hecho. Siempre puedes volver atrás, pero si lo haces, que no te duelan prendas, que no te quede ninguna duda, ya que fue una decisión tuya y solo tuya.

—Hijo…

—Hija, es increíble que seas tú quién me clarifique las ideas y me muestre el camino. No porque no te considere conocedora de lo que comentas, sino porque siempre he pensado que estabas liberada de prejuicio e imposiciones. Libre con tus pensamientos, desde pequeña; con ideas claras, con pensamientos puros.

—¡Señor, su cuenta!

—Ah, disculpe, por favor… ¿podría traerme otra botella de agua?

—¿Con gas o sin gas?

—Eh… igual que la anterior.

—Por supuesto.

La vista del señor se paseaba en rededor, sin fijarse en nada. Vagaba por las fachadas que componían la plaza; al igual que vagaba por los fanales que cubrían el cielo del lugar, con motivo de la Navidad.

Dio buena cuenta de la nueva botella que el sufrido asalariado hostelero le había traído. La lectura le estaba dejando literalmente… seco.

Centró su vista de nuevo en el libro y continuó leyendo de forma devoradora.

—Mamá, mi educación fue enteramente tuya. Mi condición y tendencia sexual, no tiene nada que ver con tus enseñanzas. Pero, tú me enseñaste, que ante todo debía ser yo; que si yo misma no respeto mis principios y creencias, ¿quién lo va a respetar? Que lo mismo que yo quiero que me respeten, he de respetar a los demás. Pero, Mamá, hasta hace poco no me di cuenta de que lo que me decías era lo que tú querrías haber hecho…

—Eso, solo eso…, me dio ánimos. Hija, la base está en la creencia en uno mismo. Sin esa creencia, nada es posible. No es egoísmo, es supervivencia.

—Mamá, tus palabras me duelen, ya que no es lo mismo decir que hacer. ¿Te falta valor para afrontar tus propias palabras? No importa, estoy contigo. Pero, recuerda, tus enseñanzas y tus palabras han de ir parejas. Si no puede ser, no puede ser; mas no te recrimines. Siempre hay un momento, un instante, un segundo, para tomar una decisión que cambie todo. Que te libere, que tranquilice. Y si no fuera así, que no te quepa la menor duda, aquí estoy.

—Señor, disculpe, tenemos que cerrar.

—¡Ah! Perdone, ¿cuánto es la cuenta?

—Muchas gracias y, de nuevo, disculpe.

El señor tomó rumbo a la parada del transporte que le llevaría a su vivienda.

En el deambular de calles y callejas, no dejó la oportunidad para seguir leyendo las páginas del escrito que le embelesaba.

—Hola, hija. He de comentarte, aunque sea en el contestador del móvil, que he dejado de vivir con él. No creo que tengas este número de teléfono, pero, por favor, toma nota de él y, cuando puedas, me llama.

Transcurrió un tiempo, sin noticias la una de la otra, aumentando la angustia de una y la ignorancia premeditada de la otra.

Una llamada al teléfono fijo de toda la vida, provocó que las aguas maternales tornaran a su cauce.

—¡Hola!

—Sí, ¿quién es?

La voz masculina y familiar la trastocó, pero con impronta, sapiente de vicisitudes adversas, reaccionó. Puso una voz disimulada.

—¿No está, fulanita?

—No, ya no vive aquí.

—Por favor, ¿me podría decir dónde localizarla?

—Pues… la verdad, es que no lo sé. Lo siento.

—Muchas gracias… adiós.

—Adiós.

Había comprobado que lo que su Madre le había contado era cierto y no se había arrepentido. Le había dejado.

El señor llegó a la parada del autobús, y seguía leyendo el libro que le tenía cautivado.

Habiendo comprobado que lo que le había dicho su Madre se había consumado, la llamó al número de teléfono que la había dejado.

—¿Mamá?

—Hola, Hija, ¡qué alegría e oír tu voz. ¿Cómo estás, corazón?

—Yo bien, Mamá. ¿Y tú?

—Me fui de casa, tal y como dije en el mensaje que te dejé. Estoy bien, pero me interesa más saber cómo está tú.

—Oí tu mensaje tarde —se disculpó ladinamente—, pero me alegra tu decisión, porque es tuya y solo tuya, me alegra.

—¿Qué has hecho, qué es de tu vida, Hija?

—Nada, realmente, vivir aquí, allí; deambular de un lado a otro hasta establecerme, de momento, donde estoy. Es un lugar pequeño, que comparto con varias personas, pero muy bien.

—¿Te podría ir a visitar?

—No lo creo, Mamá; o mejor dicho, no sería aconsejable…

—¿Por qué, Hija?

—Mamá, lo siento, pero prefiero que no vengas. Siempre te he comentado que cuando alguien toma una decisión, ha de ser consecuente con ella, para bien o para menos bien, pero consecuente.

—Hija, no te comprendo… y me asustas.

—¿Dónde vives, Mamá?

—Estoy en casa de esa amiga de la infancia que, creo, alguna vez te comenté.

—Me alegro. Te voy a ir a visitar o, si quieres, quedamos en algún sitio y hablamos.

—Vale, eso me parece mucho mejor.

—Estupendo, estoy deseando verte.

—Y yo a ti, Mamá, un beso.

—Otro para ti, Hija.

La hija no le comentó a la madre, que su casa, en realidad, era un cubículo de cartón en el rincón de una calle, someramente transitada; ni que luchaba, día a día, por mantener el espacio de sus cartones y, mientras tanto, se buscaba la vida dando “conciertos” con sus canciones, canciones que, seguro, algún día alguien escucharía. Escuchar era equivalente a escuchar, no semejante a triunfar. Aunque si con el triunfo podía tener la oportunidad de trasladar sus pensamientos, sensaciones, sentimientos a todo el mundo que quisiera oírla y concienciar de ello a todos esos oyentes… mejor que mejor; pero sabía que el triunfo era sinónimo de atadura, de ceñirse a unas directrices económicas y comerciales que ni anhelaba, ni quería.

Lo que deseaba era ir denunciando el abuso de cualquier índole, de cualquier forma. Denunciando la injusticia social, de sexo, de cualquier otra sinrazón, siempre que fuera abuso y denunciable; siempre que fuera vejatorio e insultante.

Ya fuera con actos, escritos o canciones, daba igual.

Ilusoriamente, ahorrar, para dar el gran paso de su transformación física.

Tampoco le comentó que sabía que su marido había establecido una nueva relación, al margen de ella.

Que no sabía, ni le interesaba, si seguía practicando sus abusos, cuales quiera que fueran, en su relación alternativa. Era un caso perdido, pero no ejemplarizante, en este caso, de forma negativa.

La mirada perdida, denotaba un rictus extraño en su cara; se veía retratado, tal cual. Su vida, sus actos, su familia.

Gotas saladas surgían de los lagrimales de sus ojos, que caían sin control por sus mejillas; algunas iban a parar al suelo; otras, a la comisura de sus labios, que, a fuerza de insistir, terminaba bebiéndolas.

El sentimiento que expresaba su rostro no era otro que el del desconsuelo, quizás de desamor, tal vez de pena, hasta a lo mejor de vergüenza.

O pudiera ser que todas juntas…

Pensó: No hay color para el lazo de mi dolor.

El señor, poco antes de llegar a su casa, finalizó el libro.

No voy a renunciar a nada de lo que, siempre, he creído; tampoco voy a abandonar a quien más he querido.

Voy a tratar de estar donde he querido estar, independientemente de donde tenga que pasar para llegar a ello.

No voy a dejar de animar a mi Madre, ella siempre cuidó de mí; de una manera u otra. Con mi educación o con su saber estar.

No estuve presente, pero sé que su cuerpo paró la ira de su marido, cuando trató, seguramente trató, de contarte mis cuitas.

El estoicismo de mi Madre… su cariño… es inconmensurable hacia mí.

Ojalá que encontrara una persona que, al menos, me brindara la mitad del amor, lealtad y complicidad, que me da mi Madre.

Depositó el escrito sobre su regazo y suspiró.

En voz alta, aunque sin ánimo de que le oyera nadie, se dijo:

—Yo debería haber prestado más atención a las personas que me rodeaban. Eran las personas que me querían. Y que tan poco hice por ellas…

Consciente o inconscientemente, causé dolor; lo hice.

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