Base Internacional Lunar, 2083 d.C

Lo miro a los ojos y sé que aquel hombre va a morir. No todos lo expresan de la misma forma, pero en él lo leo con toda claridad en su piel descuidada y en la forma estrecha en que se acomoda en la cabina desde la cual se conectó, como lorito solo en el alambre.

Calculo la matemática en mi cabeza; si logro capitalizar la muerte de este cliente, cumplo con la meta de ganancias por hoy y por el resto de la semana… y eso que recién estamos a la mitad. A fin de mes me caerá un jugoso bono en créditos galácticos.

– Señor… González, a partir de hoy SEGUROS ÍCARO contará con cuarenta y cinco días hábiles para comenzar a descontar en cuotas el monto de la deuda contraída. – recito de un tirón. – El seguro de cesantía contempla tres meses de cobertura en forma gratuita, los cuales desafortunadamente
ya se han cumplido.

El hombre desplaza su peso de un pie al otro, no sólo a causa de la gravedad artificial que debe serle incómoda en nuestra sucursal lunar. Sus manos sudan profusamente y se las seca en alguna superficie que queda fuera de mi campo visual. Aquí viene: “Por favor, señorita ejecutiva. Deme un poco de tiempo.”

– Señorita, se lo ruego. – empieza el cliente con voz suplicante. – Sólo… estoy pasando por una mala racha.

No le contesto, y en vez de ello finjo que reviso sus datos en mi holopantalla. Son casi veinticinco años de experiencia, y sé que no es necesario seguir presionando. Esta fruta ya está madura y no tardará en caer. “Sólo será un tiempo, todo se va a solucionar…”, eso dicen todos.

– Mire… el banco lunar me está evaluando un crédito, y estoy inscrito en la bolsa de trabajo; en cualquier momento voy a volver a tener un empleo.

– Me gustaría hacer algo por usted, pero…

La ficha en mi pantalla holográfica es clara. El señor González cumple con todos los requisitos del perfil de un suicida: rango etario entre cuarenta y cincuenta (quince por ciento más de probabilidad), hombre (un treinta y dos por ciento), una carrera fracasada como agricultor en un planeta en etapa inicial de terraformación (y eso es un plus). Según la computadora no registra ningún vínculo significativo. No tengo ni idea cuál es la fatídica cadena de eventos que lo llevó hasta este momento, pero interpreto perfectamente su mirada terminal. A juzgar por el tic nervioso en la comisura de su ojo izquierdo, está empezando a entender que nadie le tenderá una mano amiga. Tampoco yo.

Siempre es lo mismo con los clientes en quiebra. Inicia con la negación, la súplica. Finalmente, los arrebata la rabia; por sentirse frustrado, solo, prescindible a un sistema indiferente… o al menos, así era antes. Desde hace casi tres años, a partir de la implementación del suicidio legal, la fase final es la muerte. Como si respondiese a mis pensamientos, el señor González baja los ojos asumiendo su derrota.

– Recibirá una notificación dentro de su nube personal. – remato.

Despacho su ficha con un gesto hacia el Departamento de Liquidaciones. La maquinaria de la aseguradora para la que trabajo se pone en marcha. Si el hombre, desesperado, se acerca a menos de doscientos metros de cualquier Centro de Terminación de la Vida, SEGUROS ÍCARO LTDA comprará todas las deudas que tenía. Como acreedor mayoritario, la aseguradora adquiere derecho sobre la totalidad de los haberes. En este caso, un planeta pequeño en el borde de la constelación de Aquario.

Negocio redondo.

Una escala de tonos familiar me anuncia el fin de mi turno. Me desconecto con un gesto y estiro los brazos. Mi habitación está a oscuras porque sería una pérdida de créditos mantener la luz encendida durante mi horario laboral. Pese a la penumbra, inicio mi rutina de elongación girando la cabeza y los hombros, sintiendo el tirón placentero de volver a moverme después de horas sumergida en la realidad aumentada. Mi cuerpo es mi instrumento de trabajo, y mi permanencia en la empresa a pesar de recortes de personal y automatizaciones se debe a una disciplina rigurosa. Apenas con un par de segundos de retraso, el fin de mis ejercicios coincide con el bip del rehidratador de alimentos.

Ceno en silencio.

Veinticinco minutos más tarde, me aseo y me preparo para dormir. Antes de recostarme, echo un vistazo a mi asistente personal en forma de huevo. Su superficie pulida refleja mi rostro de mujer anciana, de piel estirada con sutileza y pelo ondulado. Tan decente que me enferma.

Tomo una pastilla para volar y cierro los ojos.

– Judith, te quiero mostrar algo.

Atanasia, mi compañera de trabajo más antigua, aparece como un pop-up en una esquina de mi pantalla. Se me aprieta un poco el estómago, me pongo nerviosa cuando tengo interrupciones en mi jornada. Sé que los jefes hacen la vista gorda siempre que no afecte las ventas, después de todo un poco de interacción social no sólo es normal sino necesaria, pero aun así siento que estoy faltando con mi deber.

– ¿Nos conectamos más rato, querida?

– ¿Estás muy ocupada?

– En realidad no. – contesto. He tenido una mañana muy tranquila, sin sorpresas. No hubo más potenciales suicidas hoy, sólo un anciano muy amable al que le vendí una garantía extendida por una manada de ovejas androides. Atanasia explota en risas cuándo se lo comento.

– Debe estar extrañando su juventud. – me dice. – Y a propósito de ovejas, adivina qué me llegó desde la Tierra.

– ¿Aún tienes contacto con allá abajo?

Atanasia niega con la cabeza.

– ¿Y entonces?

– Pues resulta que tenía una tía en Nigeria que murió sin dejar herederos, y ayer recibí un paquete con algunas pertenencias de ella porque soy su pariente más cercano.

– ¿Quién se quedó con lo demás? – me intereso.

– Qué sé yo, supongo que el municipio o alguna compañía de seguros de esas chicas. Típico de ti, sólo piensas en el negocio. – me reprocha.

Típico de ti, pienso. Emocionarte por un paquete de chatarras terrestres, inútiles y contaminadas.

– ¿Y qué era? – pregunto para dar por terminada la conversación. Una alerta en mi holopantalla se enciende indicando que alguien entró a la cabina.

Mi colega me mira por un instante y se encoge de hombros.

– ¿Llegaron clientes? Eres tan predecible como una piedra, Judith. ¿No te da frío de alma?

– Comemos, compramos, morimos. Cumplimos. ¿No te parece suficiente? – contraataco mientras observo a la parejita que se acomoda frente a la cámara. Una presión en el pecho y una punzada en la cabeza me recuerdan una tristeza ya olvidada, sepultada bajo una montaña de resignación.

– Me dejó una trompeta, Judith. Una trompeta. Quería contártelo porque alguna vez me dijiste que cuando eras chica querías dedicarte a la música, ¿no es así?

Abro y cierro las manos como sosteniendo una flauta.

– Tengo trabajo. – le digo antes de cerrar la videollamada.

– Buenos días, señorita, ¿en qué le puedo ayudar?

A las seis de la tarde en punto me desconecto y decido salir a estirar las piernas. Camino por la calle sintiendo un hormigueo en todo el cuerpo, como si estuviese preparándome para la acción, aunque no sé bien para cuál. A través de la cúpula que cubre la base lunar observo la Tierra suspendida en el vacío. A pesar de que no se mueve una brisa dentro de la atmósfera artificial, la visión nostálgica del planeta madre me provoca piel de gallina.

Apenas un par de cuadras más allá está el anfiteatro de Puerto Luna. “Le Moon a´Rouge” es el escenario más grande del mundo habitado y una de las pocas construcciones arquitectónicas realmente fabulosas de nuestro satélite. No exhibe ninguna cartelera y el único visitante aparte de mí me mira con extrañeza; lo normal es que la audiencia asista al espectáculo a través de realidad aumentada.

Pago mi entrada marcando mi huella digital en el cajero junto al acceso principal. Lambda, la cantante, danza por el escenario frente a cientos de cámaras y drones que registran sus movimientos desde todos los ángulos, acompañada por la melodía de un único violín que comienza en un susurro y luego se expande como un lamento hacia el espacio.

Me siento sobre uno de los fríos escalones de mármol y permito que la música me traspase y me deshiele, recogiendo lo que queda de viento dentro de mí y soplando la brasita moribunda que me late en el pecho. Me siento extraña, indefensa, recogida como un caracol rodeado de sal. Pienso en las risas que escuchaba cuando era pequeña y vivía en el campo cerca de Lautaro, en una parcela perdida en Sudamérica, antes de escaparme a la civilización con un montón de sueños sobre una carrera exitosa y unas ideas ingenuas sobre la felicidad.

Al terminar la ópera no podría relatar de qué se trató, pero tengo las mejillas bañadas en lágrimas.

No es el porte alto ni la forma acelerada de caminar lo que me llama la atención de la mujer que avanza delante mío en mi retorno a casa. Es la forma en que trae su pelo canoso, cortado a la perfección en un estilo clásico, la rigidez de su nuca, y el pliegue tieso de su chaquetón corporativo. Es como verme en el espejo.

“Soltera, vida social inexistente. Probable compulsión por la limpieza. Enciende y apaga las luces de su casa en un orden específico.”

Con un escalofrío, intento sacudirme la sensación de inevitabilidad de encima. Estrato etario entre cincuenta y sesenta (veintitrés por ciento más de probabilidad), género femenino (veinticinco por ciento), una carrera profesional que ha tocado techo. Permanezco petrificada mirando esa espalda recta como un poste, siguiendo el movimiento de sus talones embutidos en botas fabricadas a la medida: “clop – clop – clop” como hipnotizada.

“Esperanza de vida, ciento cincuenta y tres años de lo mismo”, decreto mi propia sentencia. Una alerta automática me estremece, anunciando que el señor González acababa de acercarse a un terminal de suicidio legal asistido.

Me devuelvo por donde venía. Un par de cuadras más allá, tomo un aerotaxi no tripulado que me lleva al espaciopuerto más cercano.

Dos semanas más tarde, con el cuerpo exprimido y la vida de ejecutiva de ventas más rentable del sistema solar en mis espaldas, traspaso el umbral del centro de terminación de la vida “TRÁNSITO”. El trámite es rápido.

Una asistente vestida de verde trébol ajusta el aparato de electroestimulación con movimientos precisos; una simple cobertura craneal de una textura similar al papel que me produce una sensación fría a la que no tardo en adaptarme.

La habitación se desvanece y es reemplazada por la añorada imagen de una amplia cocina de techo alto, cubierta de azulejos. En la esquina chisporrotea el fuego de una combustión lenta sobre la que se calienta una tetera abollada. Junto al ventanal, me espera mi último lecho perfecto: una banca cubierta por una manta afelpada, desde la que se divisa un parque de robles en el ocaso del verano.

Me recuesto cubriéndome con la frazada hasta el mentón, inhalando el aroma a café, a libro viejo y a humo. Desde la otra habitación se oye la segunda flauta de la novena de Beethoven. Cierro los ojos. En el último momento, no puedo evitar preguntarme qué hubiese pasado si

FIN

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