Naturalizar en oposición a sorprenderse, a mantener intacta la capacidad de asombro. ¿Recuerdas aquel primer encuentro con un nuevo paisaje? Aquella playa maravillosa, la arena blanca, el agua transparente. ¿Recuerdas aquel atardecer al costado de la ruta volviendo al hogar? Como se te eriza la piel, como se forma una sonrisa pacífica en tu rostro, como la calma y la plenitud envuelven tu cuerpo. Pero cuando naturalizamos ese paisaje, ese encuentro o esa experiencia, los incorporamos en el cajón de los utensilios cotidianos. Ya no nos conmueven como antes. Dejamos de agradecer, de admirar; y pasamos todos los días frente a las maravillas del universo con los ojos cerrados. Y obtenemos ese vacío frío de la falta de gratitud. Pero acaso, ¿no está en la simpleza la belleza? En los cielos acuarelados, en cualquier nube o estrella, en las casitas en la colina, en la sonrisa de los niños, en el mar extenso, en la composición de los árboles o en el vuelo de las aves. ¿No se encuentra allí, latiendo, oculto y resplandeciendo, el misterio de la vida?

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