por José R. Pérez
Hoy hubiese preferido evitar los primeros rayos que se colgaron por mi ventana. Sigilosos. Sin invitación, pero siempre bienvenidos. Preámbulo de lo que me esperaba. Epílogo de un desenlace que me hace recapacitar la realidad de su eminente llegada.
Intenté retener lo que pude de la noche y de los secretos tejidos en estas sabanas. Me fue imposible. Escudriñé inmóvil el destello de su energía. Pero era tarde. Ni sus rayos podían hacer resplandecer lo que se había ausentado de mi corazón.
El Sol acomoda su inmensidad en una sílaba — dijo alguna vez un poeta. Ese que nunca falta a su convocatoria diaria. Ese que irradia la multiplicidad del arcoíris y sin embargo al final del horizonte, es de un solo color. Extraño paradigma del universo. (La mente complica las cosas y así de sencillo razona el alma.)
Infinita es su trascendencia. Incontrolable la trayectoria de sus gamas. Vincula la vida a la naturaleza. Entrega su energía cada mañana y con el mismo amor la arrebata en la tarde sin pedir nada. Dador de vida. Colector de existencias. Bien ajeno. Mal común. Destruye y provoca. Hace el amor a las hojas y todas caen rendidas de placer ante la sinfonía de su fotosíntesis.
Conoce el camino que inventa el rio en su travesía hasta el mar. Lo que esconde el gusano entre la yerba. Adivinador del recorrido predecible de las sombras. Mi hermano Sol, es lo que depara el hoy. Es presente. Futuro. Jamás quizo ser pasado.
Ya nunca más podré mirarlo para contarle mis penas, como tantas veces lo hice frente a su cómplice — el mar. Solo me queda esperar que a paso de hormiga, pacientemente, su luz navegue este cuerpo cubierto por la cobija luctuosa que enmarca mi vida.
Poderosos son sus rayos cuando penetran un vapor echo nube que en el horizonte se interpone inocentemente en su camino. Yo también fui heroico un día. Conquiste lo que parecía imposible. Poseía la astucia del cuerpo. La picardía del corazón. La sabiduría del intelecto. Y me creí dueño y señor de la vida. Invencible. Eterno. Hasta hoy, que aquí y ahora espero ansioso, rendido ante su poderío — esperando un milagro.
No te niego hermano Sol, que daría todo lo que fui por sentir esa energía vital nuevamente. Un minuto mas. Pero no puedo. Y es él el tenedor del tiempo. Escucho venir desde lejos la sirena que entona el himno que acompañará mi destierro. La simbiosis celular se rindió y la muy desgraciada, desconectó por completo la pasión que un día sintió por este cuerpo.
Este es mi último amanecer. Sus destellos aun acarician ceremonialmente este cuerpo en iniciación al mundo de los muertos. Una ráfaga de resplandor acaricia reluciente la aglomeración de venas y huesos desatinados de mi cuerpo. Malgastados. Desafortunados y desolados. Como si nunca hubieran existido. Un cuerpo embriagado con la promesa de inmortalidad pero sobretodo, agradecido de haber sido su hermano, aunque fuera por un breve soplo de tiempo… de su infinita existencia.
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