LA ANÉCDOTA DE LA ABUELA

LA ANÉCDOTA DE LA ABUELA

N. N. Arroyo

25/05/2020

—Te lo juro, hijito, —me aseguró la abuela— estaba ahí sentada junto a la ventana con mi falda de pliegues rosa, escribiendo los pendientes del sargento, cuando una bola de bárbaros llegó al pueblo, con gritos, altanerías, lanzando cohetes y vasos de aguardiente a todo habitante que se cruzara en su camino. Las calles se llenaron de alboroto y pánico, convirtiendo la oficina en un avispero, con el sargento dando órdenes a sus subordinados, quienes salieron hechos la mocha a la calle para capturar a esos rufianes. El sargento mandó a encerrar a siete que no pudieron escabullirse y escapar como los otros, entre ellos una chamaca que corrió despavorida al percatarse que dos guardias la seguían.

Pobrecilla no le duró mucho el triunfo…

La abuela rió, como si esto último le diera gusto y continuó.

—La encontraron escondida entre las ruinas de la casa de los González, ahí la tomaron presa. Cuando llegaron a la comisaría, no parecía peligrosa, ni alborotadora, más bien débil, flacucha y taciturna. Los guardias intentaron sacarle palabras, pero la mujer no decía ni “Pa”. Yo la había visto, hijito —continuó la abuela—, danzando al compás de los silbidos y gritos de sus compañeros bárbaros y ahora no quedaba más que una falda suelta de aquella mujer libre. Al verla el general inmediatamente mandó encerrarla en una celda aparte de los otros revoltosos…

    La abuela hizo una pausa para darle un sorbo a su chocolate espumoso y continuó.

    —Te lo juro, no había pasado ni un minuto, cuando indignado El Gato entro a la oficina, mandó a salir a la chica con tanto aplomo que todos en la comisaría pensamos que tenía autoridad para hacer lo que estaba haciendo.

      Le dijo al sargento:

         — ¡Libere a mi esposa, que no les debe nada!

         — No sabía que tuvieras esposa.

         — ¡Pues váyase enterando y déjela en libertad!

         — Me temo que no podrá ser, está aquí por revoltosa, ha alterado la paz del pueblo.

          — ¿De alborotadora? ¡Pero si es muda la condenada! Culpable yo, que la mandé por pan y seguro se ha visto             envuelta en este malentendido.  

          —A ver, traigan a la muchacha y aclaremos este supuesto “malentendido” —mandó el sargento a dos                  subordinados.

        La muchacha, como una rata mojada, salió a empujones de la celda y miró al muchacho frente a ella, que te juro, hijito, se notaba a leguas que la muchacha no tenía idea de quién era El Gato.

        —Este dice ser su esposo. ¿Lo conoce siquiera? —le preguntó el general a la muchacha.

          La muchacha no dijo “pio” pero asintió con la cabeza.

          —Mentira —vociferó el sargento.

          —Le digo que es mi mujer —reiteró El Gato.

          —Le digo que no le creo.

          —Mire la argolla que cuelga de su cuello, tiene mis iniciales: M.A.

            El general lo miró intrigado con los ojos cargados de enojo y se acercó a la mujer a quien con furia arrancó del frágil y moreno cuello, una cadena de la que colgaba un brillante anillo.

            —M.A. —susurró el sargento.

              Y después me entregó la pieza en la mano. Yo puse el anillo contra la luz, efectivamente, yo las vi, te lo juro, grabadas las iniciales del Gato, M.A. No había duda aquella mujer muda era la esposa de ese carbón. Me levanté y fui a colocarle la pieza entre las manos a la criatura asustada.

              Volví a mi lugar para seguir redactando el acontecimiento.

              —Fue sólo un malentendido —dijo El gato, que intentaba convencer del todo al sargento—. Como ha tardado tanto he salido en su búsqueda, estuve caminando por el mercado preguntando a los comerciantes, hasta que una vieja me ha dicho que la tomaron presa y por eso he venido…

              —Pero, abuela… —interrumpí el relato—. ¿Cómo es que nadie había visto a la mujer antes? ¿Nadie fue a la boda? Siendo El Gato tan conocido…

              —Oh querido, no tenía nada de raro; para nada, en la vida de ese muchacho nadie se metía. Valía lo mismo preguntar por su familia, que preguntar por qué había cambiado su nombre de Mauricio Alvarado por el sobrenombre de El Gato.

              —Continúa abuela —le pedí.

              —Bueno, el general, sin más dijo:

              —Sí, todo fue un malentendido, llévate a tu esposa —agitando las manos para que se fueran de una vez.

                Cuando los esposos salieron, al igual que tú no me tragué el cuento, así que los seguí por las calles a una distancia prudente para pasar desapercibida y ahí en un callejoncito, vi como la expresión del Gato cambió, tomó a la mujer con más fuerza y con expresión pícara le dijo:

                —De lo que te he salvado. Ahora entrégame el anillo que me has robado, usurpadora.

                —Aquí lo tienes, ahora déjame —le dijo la mujer soltándose de su brazo.

                —Deberías agradecerme.

                —¿Agradecerte? El teatrito que has armado. ¿Yo tu esposa? Mira, ¡Para cuento que les has montado!

                —Para cuento que te ha dejado en libertad y con las manos de una pieza. Ya puedes irte por el camino de tus revoltosos.

                —¿Y qué dirás cuando pregunten por tu esposa muda?

                —Haré lo mismo que ahora para inventarme a una que jamás vieron antes.

                  El Gato soltó a la mujer y se guardó el anillo en el bolsillo del pantalón.

                  —¿Se lo dijo al sargento, abuela? —volví a interrumpir, con los ojos llenos de intriga.

                  —No. ¡Qué le voy a decir! Si El Gato ya había hecho justicia por su cuenta, además si el sargento se enteraba que había abandonado mi puesto, quién sabe cómo me habría ido.

                    La abuela terminó el relato, dando un gran sorbo a su chocolate que ya había perdido la espuma.

                    URL de esta publicación:

                    OPINIONES Y COMENTARIOS