El próximo país (5)

El próximo país (5)

Estel

23/05/2020

Capítulo 5

La fuente

Jace despertó debajo de su antifaz al contacto de una pequeña mano. Se retiró la careta y miró a su alrededor. El hombre calvo de la fila contigua sostenía una acalorada discusión y parecía verlo a los ojos. Estuvo a punto de hablar, pero una voz alterada le aturdió el oído izquierdo, tan irritada como su vecino del E3.

— ¡No, no, cállese la boca! ¡No más me queda batería para llegar a casa! ¡Jace!—la chica volvió a apretarle el brazo.

— ¿Qué sucede?

— ¡Mi amigo le da un trompazo si no deja de fastidiar! Jace, me dijiste que te despertara cuando llegáramos, pero pensé que quisieras ver esto—la ventanilla estaba empañada, y además, las luces de la ciudad se veían difusas a aquella altura—… a que sale mañana en la tele. Qué espectáculo, ¿eh?

— ¡Mis primos trabajan por ahí!— exclamó el hombre, fulminándolos con la mirada desde el otro lado del pasillo— ¡Tengo que saber si están bien!

—… ¡y ese tipo me está acosando!—terminó ella con una risa tonta—Jace, dile que nuestros teléfonos no tienen batería…— Jace comprendió al fin. Se quitó las lagañas y llamó a la azafata, no para imponer orden sino para pedirle otra soda de limón. De todos modos, el efecto fue el mismo. Carry, una universitaria que había conocido antes de abordar, se guardó los auriculares en el sostén, y el hombre calvo murmuró unas groserías pero no hizo por quejarse, porque los aparatos electrónicos estaban prohibidos en el avión.

El aeropuerto de Cefa quedaba a unas dos horas. Se hallaba a las afueras de Vilaagon, donde Jace vivía. La red de extremistas se había extendido hasta los confines de las Intendencias, claro estaba, y sus señales flameaban por todo el continental, pero aunque en Vilaagon todavía no se tornaban demasiado frecuentes, era ahí donde el miedo levantaba más humo. ¡Cómo debían sufrir los inocentes, siempre en el momento y en el lugar equivocado…! La Testa se hallaba en una situación peliaguda, aunque mucha gente no considerara demasiado importantes los estallidos de rebeldía política de nombre implícito que reptaba cada vez más cerca del Zócalo. Esa noche, Lacu o Prasnos, el mausoleo de los héroes nacionales; la siguiente noche, Heres o Meath, qué importaba. Pero cuando la ola llegara a Cefa… ¡Y cómo sufrían los Septs! En eso tenían razón los radicales. Cómo sufrían los ciudadanos sin registro de nacimiento, hacinados en los sótanos del edificio que quebró con el resto de negocios de la manzana… sin lugar a duda, los Septs eran el nivel inferior, el último en la lista de damnificados. El terremoto del mes pasado, la inundación de hacía una semana… Unua, Roa y Tria eran el cráter de la luna de donde muchos de sus defensores provenían, con armas para crear más cráteres en la tierra civilizada. Con todo, Jace dudaba de que restaurar la independencia de los tres Septs cambiara algo para bien. ¿Acaso no se veía la misma escasez en los hogares de las Intendencias? Él mismo la sufría (siempre perdía peso al trabajar) cuando escapaba del medio de la información, una vez en el campo: las manos huesudas ofreciéndole un tallo de apio para que mascara, sin otra cosa que un tazón de agua de grifo como bebida. ¿No había visto el parásito reptar bajo la piel del hijo menor de aquella familia, donde la madre le había quitado el polvo de los pies como agradecimiento por su contribución a la venia que les permitiría comer dos veces al día a los marginados de esa región? Ese espectáculo marchó todas las noches durante una semana ante sus ojos, y Jace sabía que era la misma imagen, si no una tan terrible que era incapaz de sospechar, lo que perseguía a los terroristas mientras plantaban una de sus bombas.

Se acordó de la Cumbre. Bonita temporada para tener atentados saliendo en todos los medios de comunicación. Los preparativos habían empezado aquel mismo día; prometían el mayor acontecimiento de la década. Y había una buena razón, no el hecho de que, como llevaban anunciando desde hacía meses, “se buscarían soluciones” para nivelar la economía al tiempo que el crecimiento demográfico desmedido. La verdad era que una asamblea de tal envergadura era la oportunidad perfecta para la Testa de convencer a los ciudadanos de su dedicación, nunca antes tan caduca y falsa.

Suspiró y se acurrucó en el asiento, ignorando las sacudidas que causaron cierto revuelo en otros pasajeros. Estaba acostumbrado a las turbulencias. Carry, enroscándose una hebra de pelo rubio en el dedo, procuraba rozarle el muslo con una rodilla, y aunque Jace no encontró desagradable su insistente contacto, tampoco hizo por crear conversación. Se sentía aplastado, curiosamente molesto, y desilusionado. El cagón de su jefe… metiéndose donde no lo llamaban. Carinen siempre había sido algo controlador, pero jamás le había echado a perder una pista con tal de salirse con la suya. Se propuso decirle sus verdades en cuanto tuviera la oportunidad.

Bajó del avión, se despidió de su compañera de fila permitiendo que le tomara una fotografía con ella, y tomó un taxi odiando la idea de levantarse en la mañana para ir a su estúpida reunión.

La acera estaba en silencio. Jace se vio en medio de dos faroles que alumbraron su camino hacia el edificio con una luz amarillenta. El calor del continental le golpeó de lleno, y por alguna razón, bastó para ponerlo nervioso. Cuando saludó al guardia y subió al elevador, buscaba aire formando una O con la boca tensa.

De frente a la cancela que separaba el pent-house del resto del edificio, volvió a sentirse asaltado por una sensación de vacío que había venido persiguiéndolo desde hacía meses…no, no desde hacía meses… recordó el dicho favorito de su padre: no hay bien que por mal no venga.

¿Por qué?… se preguntó, sin salir del elevador. ¿Por qué no podía tener paz?

Abrió la puerta que daba a la terraza y miró el horizonte plagado de luces. Vilaagon se extendía hasta donde llegaba la vista. La luna, velada por una cortina de vapores citadinos, arrebataba a la noche el romanticismo que, se engañaba el joven, podía haberle hecho olvidar su inquietud.

Frustrado, se dirigió a la cocina, y preparó una hamburguesa instantánea. La soda de limón del viaje le había llenado la vejiga, pero la sed persistía en su garganta. El leve temor de un contagio reptó desde una esquina de su mente. Jace lo ahuyentó de un trago de tequila. En el peor de los casos, una pastilla acabaría con el resfriado.

Pulsó el botón del módulo telefónico, dando comienzo al ritual que el flujo de mensajes diariamente recibidos le había obligado a incorporar a su rutina, y esperó con los ojos castaños fijos en el número rojo que oscilaba en la cintilla de la máquina.

Amigo, ¿dónde está tu móvil?, decía Herve en la contestadora. Me quedé preocupado. No te vi salir del avión, así que tuve que regresar a casa, ya sabes, a preparar el material para la junta de mañana. En fin, espero que estés bien… llama en cuanto puedas, ¿sí?

Recargar el móvil. Herve no lo oiría aquella noche. Once mensajes por ver.

Engulló los restos de hamburguesa que habían quedado pegados al plato, y ladeó el vaso de licor para verle el fondo con cara larga. Pulsó el botón y aguardó. Una voz inesperada captó su atención.

Hola. Probablemente no estés en casa, así que…sólo saludándote. Hace un rato que no hablamos. Yo estoy bien, todo bien…todo igual, ya me conoces. ¡Bueno!, si alguna vez te estacionas en la ciudad, dame una llamada. Sólo para decir hola… Ok.

CLIC.

Jace se quedó inmóvil. Luego, le dio un último trago a su bebida. El silencio del departamento lo envolvió como una mortaja. ¿Cuándo había sido la última vez?… Contó mentalmente, apretando los labios, y se dio cuenta que no lo recordaba. Así de inmerso había estado en su ancho mundo. Se levantó del diván, llevó la vajilla al fregador, y notó de golpe la limpieza que levantaba brillos en los pretiles color crema. No ignoraba el vacío que saltaba a la vista en aquella pulimentada superficie.

Sonaba bien. Un tanto extraño, como cuando se encontraba en medio de uno de sus estudios. Eso era, de seguro. A Jace siempre le había intrigado su entusiasmo, hablando sin parar de tal o cual teoría con una excitación inherente en los ojos. Claro, eso si él se molestaba en preguntar sobre el tema. En aquellas ocasiones, su voz externaba lo que no sus precisas disertaciones, porque era un hombre razonable que pensaba las cosas antes de hablar tanto como les daba vueltas antes de hacerlas. Aun así, ciertos estallidos en su personalidad habían revelado a Jace una esencia animosa, que con el tiempo llegaría a identificar vagamente en sí mismo.

De vuelta en la sala, levantó el auricular sin poder encontrar las palabras adecuadas para devolver aquel saludo. Sin darse cuenta, se sorprendió ensayando como un actor, con el teléfono a ocho centímetros de la oreja.

—Papá…

BZZZZZZ

— ¿Sí?—espetó al interfón.

¿Señor? —Contestó el guardia— Tengo a un anciano que pide subir.

¿Ahora? ¿Qué quiere?

No lo sé. Repite que lo conoce a usted. Sabe cómo se llama y todo. Es bajito, barba corta, bigote blanco.

— ¿Le preguntaste su nombre?

No me lo dice. Le dije que volviera mañana pero no quiso hacerme caso. ¿Llamo a la policía?

Ponlo al habla.

Un leve sonido, y Jace oyó surgir el timbre áspero y confiado de un hombre de edad que le hablaba desde la calle, deseándole las buenas noches. Jace tenía una buena memoria auditiva. Podía jurar que aquella voz no la había escuchado nunca.

— ¿Quién es?

Me temo que no puedo decírselo ahora—dijo el anciano—. Esperaba que pudiera recibirme a pesar de la hora. Es importante.

Jace frunció el ceño, divertido a medias.

—Es muy tarde.

¿Entonces debería ir con otra persona? ¿Con el señor Adney, quizá?

— ¿Adney?—repitió el joven. Aquello se ponía interesante. Tentado por el nombre, decidió prolongar la conversación un poco más— ¿Qué tiene Adney?… ¿Cómo sabe dónde vivo?

Ya sabía la respuesta: tan fácilmente como podía leer su nombre en el Chronicle, y figurando en los encabezados de los otros diarios. De todos modos, el anciano tuvo la delicadeza de responder:

También tengo mis dotes investigativas, hijo—como si no se hubiera tratado de una pregunta tonta—. Y sé la dirección de Zaire Adney. Veamos… no puedo ver con esta luz…Avenida Trinidad, número 2138. Y tú eres…humphshshsh…Calle Avellaneda, número 161, ¿correcto?

—Es correcto, pero va a tener que decirme qué quiere si desea que le permita subir.

Mira, hijo, quise venir contigo primero porque sé que eres uno de los mejores periodistas del Deyrna Chronicle y el más honesto del país, y quería que esta historia la escribiera el mejor. Pero no tengo mucho tiempo y tal vez tu amigo Adney tenga mayor disposición que tú para escuchar lo que tengo que decir. Buenas noches…

¡De acuerdo, de acuerdo!…

En su departamento, Jace apoyó el brazo en la pared. Vaciló un instante con los ojos cerrados. De pronto se sentía cansado.

—Espere un momento—murmuró, frotándose la parte posterior del cuello.

Dos minutos después, el anciano salía del elevador, y le tendía una mano rechoncha.

—Hola. Vayamos adentro, ¿te parece?

Era toda una orden, y por la forma en que había sido formulada, Jace adivinó que el sujeto en cuestión había estado muy acostumbrado a darlas. Cada vez más interesado, lo complació sin decir palabra, y el anciano, que llevaba una cartera bajo el brazo, atravesó la puerta sin perder su aire suficiente. Pero una vez adentro, su comportamiento cambió a ojos vistas: la tranquilidad con que había manipulado a Jace empezó a difuminarse en una actitud cautelosa, casi paranoica. Miró a su alrededor, buscando artilugios peligrosos con ojo experto, cruzó la habitación de un par de zancadas (demasiado grandes para alguien de su edad) y corrió las persianas, dejándolos a oscuras. El corresponsal no hizo preguntas. Observó al extraño mientras llevaba a cabo sus preparativos; los conocía bien, porque eran parte importante de su trabajo.

Se trataba de algo delicado. Algo peligroso… una entrevista secreta en la sala de su hogar.

—Siéntate, hijo—volvió a ordenar el anciano, señalando los cojines del sillón, y tomó asiento él mismo sin que se lo pidieran—. Debemos tener cuidado. Tus artículos te han puesto en el mapa de los grandes sin que te des cuenta.

Jace se encogió de hombros.

—Sí que me doy cuenta. No es una contingencia impensable con mi trabajo. El que uno de esos grandes me preste una visita sí es algo inesperado.

—No, al contrario—repuso el anciano—. Era de esperarse. Pero me gusta tu buen ojo. Ahora, aplazaré el momento de las presentaciones unos minutos más. Seguro que no te importa responderme una pregunta. De hombre a hombre.

—Está bien.

— ¿Apoyas a algún partido en especial? ¿P.C., P.S.R, P.O.D…?

—No.

—Lo imaginaba. Pero, si pudieras votar en las próximas elecciones por una persona, sin que eso signifique apoyar su partido, ¿pensarías en algún candidato?—inquirió el anciano lentamente. Tenía unos ojos grandes y rasgados, penetrantes e imperativos. Facciones como esas, pensó Jace, eran un milagro de la genética dirigido únicamente a la evidencia física del carácter militar de un personaje. No tenía dudas acerca de su pasado en el ejército: se encontraba hablando con otro habitante del vasto mundo, de labios muy delgados, cejas de expresión respetable y experiencias seguramente fascinantes.

Cerca de sentirse intimidado, cosa poco frecuente, se arrellanó en el diván, y contestó:

—Buena pregunta… en realidad no soy persona de política.

— ¿No lo eres?—se extrañó el ex militar— Si mal no recuerdo, la Sociedad de Periodistas te reconoció con ese premio por tus trabajos acerca de política. Lo mismo digo sobre las últimas menciones de tu artículo de la marginalidad en los Protectorados.

Jace lo admitió con un gesto, pero en su rostro había rechazo.

—Quiero decir, soy más un humanista que un político—dijo—. Me intereso por las causas populares, no por la pugna de la candidatura. Pero, si tuviera que contestarle…

—Sólo un nombre; la opción menos terrible.

—Janos. Supongo. Creo que de hecho podría tener corazón.

El anciano soltó una risita. Jace lo observó dubitativo, y sus ojos se desviaron momentáneamente a la cartera que había dejado entre los cojines, pegada a su costado. Él lo advirtió sin dejar de sonreír, y se puso el misterioso objeto en el regazo.

— Esto cambiará todo lo que crees que sabes, incluyendo la política. Es una parte de mi propia investigación, pero por sí misma es reveladora. Primero que nada, hará que receles un poco más de Er Janos y su banda de supuesto-ecologistas. Los cohesionistas son todos iguales, sean de la facción que sean. El P.C. tiene el mayor número de adeptos en Deryna, y ningún otro partido ha luchado tan encarnizadamente por esas afiliaciones. Te sorprenderías de lo que algunos han hecho para salvaguardar su poderío; oficialmente llaman a sus crímenes un intento de conservar lo que destruyen… si supieras lo que se habla en los pasillos de la Testa después de las ruedas de prensa, sé que tendrías un par de cosas que decir. Es, como te dije por el interfón, una historia digna de tu atención. Más aún, podría ser la mayor historia del siglo. Pero hay riesgos, hijo: mostrar al mundo lo que sus líderes han estado haciendo tras bambalinas… es ponerse bajo el martillo. Tu vida podría peligrar. Es labor para un verdadero periodista. Y estamos hablando de los mismos agentes que se mueven justo ahora en los círculos más altos. Sin embargo, siento una responsabilidad para con nuestro país. Te pasaré sus secretos si aceptas sacarlos a la luz, y claro, todo bajo las leyes inamovibles de la ética profesional, que te obliga a conservar mi anonimato.

Jace se cruzó de brazos. El anciano hablaba en serio. Aguardaba inmóvil en su sitio, con cierto… ¿temor?, reflejado en la boca tensa. Los ojos del joven se desviaron a su pesar, recorriendo los bordes de aquel compilador, supuestamente la historia de su vida. Sopesó las consecuencias de aceptarlo, consecuencias que podían significar la cúspide de su corta y fructífera carrera… o su ruina total. Y aun así…

Por un instante, la parte más trivial de sí mismo se sacudió ante una triste amenaza: ¿qué haría Adney en su lugar? Zaire Adney, la estrella del periódico rival, y el otro favorito de las masas. ¿Qué haría el más completo patán del mundo ante una oportunidad así? El nombre de Adney inscrito en las placas conmemorativas sería su principal motivación, sin que le importara un bledo su propia integridad (o el reportaje, a todo eso). Aceptaría el reto, y como pasaba con todos los cabezas huecas, saldría indemne.

Se estremecía de pensarlo.

Luego, estaban los riesgos de verdad; los más importantes: Jace no contaba con la protección divina que se otorgaba a los estúpidos, así que debía considerarlo.

—No sé…

—Sí, sí lo sabes. Tienes un don para mostrarle a la gente las contradicciones de este mundo. Como yo lo veo, este es el trabajo para el que naciste—repuso el veterano.

Jace respiró hondo, inmerso en los recuerdos.

—Cada vez que hurgo en la basura del gobierno—murmuró al cabo de un rato— dejo de creer un poco más en nuestro mundo. Me decía a mí mismo que había de llegar un momento en que no quedaran más desencantos; lo único que tendría serían los hechos… Siempre pensé que hacía esto porque había algo más que todas nuestras mentiras, algo que debía ser recordado. Y supongo… supongo que al final, es lo único que importa…

—La verdad—dijo el anciano—, nos hará libres.

—Sí. Libres.

Se hizo un silencio. De pronto, Jace se levantó, presa de la emoción, y le tendió la mano a su visitante.

—Es un trato, entonces—dijo aquel—. Y yo quedo para servirte.



Día seis

La agonía nos devora el ánimo. Tenemos poco tiempo. En unas horas, Jace se habrá ido.

No nos queda comida, y retrasamos el último sorbo de agua. Lo único que alivia mi cuerpo es el viento. Soplaba desde hacía unos días, apenas un segundo antes de abrir paso a una nueva ola de calor, pero hoy sólo descubre la fiebre que me hiela por debajo de la carne quemada. El sol es el mismo, pero el viento trae consigo el recuerdo de la frescura que desearía nunca haber conocido.

También se me agotan las hojas. Si alguien las descubre, las querría robar para masticarlas. No entenderían que mi crónica es la despedida de la especie; mi recuerdo, mi vida y mi muerte.

Estoy perdiendo la visión.

Ya sé que sin fuerzas, nos ahogaremos al subir la marea. No creo en Dios, pero tengo que hablarte mientras mi mente funcione, porque la certeza de tu inexistencia es la firma de mi presencia. ¡Dios, Dios! No quiero morir. ¿Seremos los únicos que quedan?

Él apretaba la mano del cuerpo vivo a medias que yacía bajo el toldo hecho de jirones metálicos. Estaba demasiado débil, y a pesar de que sus propias energías le habrían permitido explorar los resultados más probables, al menos durante un segundo, no parecía que tuviera sentido.

Se sentía mareado, destruido. Mi cuerpo ya no existe… y el sufrimiento que la luz le infligía a su cerebro y heridas, respaldaba su pensamiento.

El chico respiraba con trabajos. Tenía, como todos, el rostro enrojecido y las piernas, abrasándose al descubierto, hinchadas visiblemente. Aun así, disfrutaba de una lucidez que a Dega se le iba por momentos.

—Papá—susurró—, perdóname.

—No necesito perdonarte—contestó él, sin siquiera notar las lágrimas que caían por sus mejillas empapadas de sudor—; no hay nada qué perdonar…

—Debí haberte buscado… debí haberte hablado mucho antes. Siento que haya sucedido de este modo.

—-Yo debí preverlo, hijo… debí haberte avisado.

Jace sonrió de repente. Sus labios cuarteados soltaron un remedo de diversión, que al hombre más grande le pareció sacado de sus recuerdos; de un niño de ojos tiernos en su lecho de enfermo.

—Qué momento para hacer las paces… pero está bien. Tal vez por eso nos salvamos—su padre, enflaquecido y seco, le devolvió la sonrisa, pero no dijo nada—. ¿Cómo están los demás?

—Tienen otro día.

—Bien. Mañana podría llegar ayuda.

—Quizá.

—Tú no lo crees.

—No lo sé—dijo Dega—…no lo quiero saber.

— ¿Qué pasa, papá?

Hubo un momento de silencio. El aludido miró a su hijo con una profunda mezcla de duda y tristeza.

—La salvé. —respondió en voz baja. Jace se sorprendió, aunque la debilidad lo había hecho menos expresivo. Dega miró a su alrededor. Cerca, de espaldas, Koch y la mujer se entretenían hablando. Seguro de que nadie lo vería, metió una mano en el bolsillo, y le mostró al joven lo que extrajo con sutil rapidez. — Ya no importa, pero prefiero que siga siendo un secreto.

Jace meneó la cabeza, sin dejar de contemplar el tesoro.

— ¿Cómo puedes decir eso?… importa más que todos nosotros… ¿cómo…?

—Antes de estrellarnos—dijo su padre—. No creo que Norval se acuerde que exista.

— ¿Sabes qué significa?

—Sí.

—Podría ser nuestra segunda oportunidad…—murmuró Jace, demasiado agotado para terminar.

El náufrago se volvió a lamer los labios. La sed no lo atribulaba tanto como el hecho de que todo, incluyendo su huida, las heridas de Jace y aquel martirio, había sido para nada. Sin soltarle la mano, ocultó el dispositivo en los pantalones, y dejó que el día lo encorvara aún más sobre su hijo durmiente.

—No concibo que todos hayan muerto…—lloraba Kassandra—…y que nosotros…nosotros…—Koch le pasó un brazo por los hombros. Sí. También ellos estaban muertos. — Y ahora, ahora…

—Todavía hay esperanza—la consoló, disimulando la sombra que traicionaba sus palabras.

— ¡Extraño a papá y mamá, y… ay, Norval!, ¿crees de veras que alguien más haya logrado escapar?

Éste no lo pensó.

—Seguro. Deyrna tiene quinientos millones de habitantes. Demasiada gente para que toda muera el mismo día. Tal vez alguien tuvo suerte como nosotros.

—Si a esto le llamas suerte—replicó ella, secándose las lágrimas con una mano descarnada—. Quizás hubiera sido mejor que me muriera en el continental… ¿sabes? Sólo fui a la casa de Bal porque, bueno, porque… ¡joder, estaba cansada de mis amigas!—el llanto volvió a aflorar en su garganta—… ¡de haber sabido que no las volvería a ver…!

Koch, que no sabía qué más decir, observó gentilmente:

—No fue culpa tuya.

— ¡Pero fui una idiota con ellas!—insistió Kassandra. Sentada así, con las rodillas contra el pecho y rodeándose a sí misma con los brazos, se la veía más vulnerable que nunca. Ni siquiera su histeria inicial le había parecido a Koch tan desolada— ¡Como si fuera mejor que ellas o algo así!… creí que… despreciándolas sería menos ordinaria. Pero ahora me doy cuenta de que lo soy: ¡soy ordinaria! Hubiera querido casarme, criar una familia… no esperar hasta el fin del mundo para esperar cosas y… ¡querer un futuro!

—No eres ordinaria; eres maravillosa.

—Soy una tonta.

Koch no pudo resistirlo. Ella, demasiado abatida para darse cuenta, no reparó en la mano que comenzó a acariciar la raíz de su rubia cabellera, pasándole las hebras sueltas por detrás de la oreja.

—Mírame. Mírame…

— ¿Qué?

—Eres la mujer más asombrosa del mundo. Y lo que pasó en el continental no fue tu culpa… eres la más inocente de todos los que estamos aquí.

Un brillo de preocupación asomó a los ojos violetas de aquella belleza maltratada por las vicisitudes.

— ¿Qué quieres decir?—inquirió, acercándose más a su confidente. Koch frunció el entrecejo, visiblemente atormentado.

—No importa.

Se quedó mirando a un costado, hacia la playa. Su rival estaba de pie, sosteniendo al lánguido gato con un cuidado que logró exacerbar su odio mientras el agua le cubría los tobillos.

—Sube la marea. —exclamó Toek, pero en su voz se descubrió un resentimiento casi perverso. Kassandra, como si la hubieran sorprendido cometiendo indecencias, se alejó hacia el centro de la isleta casi de inmediato.

Nos ha visto… pensó Koch con los dientes apretados. Adelante, amigo, rómpeme los dientes. Ahora sabes cómo están las cosas.

Había tratado de salvar lo que quedaba de su mundo, y había sido demasiado tarde. Había conocido a la mujer perfecta, sólo para morir a su lado. ¡Bien! Lo aceptaba. Se había enamorado en la recta final, al borde de su último suspiro. Que ella tuviera pareja y que él se encontrara ahí cuando pasara, le importaba un comino. Quería tomar su mano si no podía abrazarla. Ya se había resignado a la idea, y nadie le podría quitar ese derecho.

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