DIARIO DE UN FOTOGRAFO EXTRAVIADO

DIARIO DE UN FOTOGRAFO EXTRAVIADO

DIARIO DE UN FOTOGRAFO EXTRAVIADO

RELATOS

Daniel Nieto Díaz-Muñoz

El Niño de Arena

3

Peligros en Linares

54

Música de Cobre

65

La Noche de los Años-Luz

71

Tres días en Estambul

76

Puerto Montt, Imágenes de una Metamorfosis

86

El Fabricante de Dinero

90

Vuelo

105

Llamas en la chimenea

107

Adiós a Slavianka

108

The desire to be God y la Pulga Saltarina

110

El filo de la vida

112

Buitres y poesía

114

Mitsubishi, lindo ejemplo

115

Twittteando piedras

116

Sangre de toro

119

Grecia 2001

123

Tributo

124

Nadie

125

EL NIÑO DE ARENA

CAPITULO I

Jamás repasaban los textos antes de la emisión diaria del noticiero y por lo tanto debía ser muy fácil intercalar alguna de creación propia. Es más, probablemente ni repararían en ello al leerlas en directo… su trabajo sólo consistía en leerlas, no entenderlas ni interpretarlas ni comentarlas ni nada, sólo leerlas. ¿Y porqué no darle impulso entonces a aquella veta que quería ser transmitida desde alguna tribuna pero que en la trinchera de las contingencias permanentes no encontraba sustrato alguno? El mercado de las noticias internacionales estaba atiborrado de historias, grandes algunas y pequeñas las otras, dramas la mayoría, luchas, penurias, de cuanto hay en el mundo, y una noticia digamos… inventada, no sería notada por nadie, ni por el propio editor de noticias que pasaba el día entero frente a su ordenador recibiendo directamente en la vena la sangre de todo aquello que iba seleccionando para la emisión diaria de las transmisiones de la versión oficial. El más fiel exponente de la danza laboral del ritmo day-to-day.

– Si en tiempos de los romanos hubiese habido televisión, las noticias hubiesen sido iguales a las de hoy. Es cosa de leer a Virgilio, o la vida de… Nerón por ejemplo; el exilio de Cicerón, la conspiración de Catilinia, las disputas, las acusaciones, las divisiones… el crimen político, el manejo de la opinión pública; la única diferencia es que las blancas túnicas de aquellos senadores a la postre se cambiaron por corbatas y ternos – dijo Tadeo mirando distraídamente por la ventana del viejo bar donde los colegas del turno de noche solían juntarse. Angel bebía café tomando el grueso tazón de cerámica entre sus dos manos, mientras sus ojos saltaban por el tobogán sinuoso del paraíso de curvas que lo mantenían en estado de permanente tensión. En efecto, un conspicuo mundillo circulaba por aquella tasca de rostros conocidos. Mujeres bellas y estilizadas, galanes, vendedores de jabón, marcas registradas, los rostros que a diario se ubicaban delante de las cámaras se entremezclaban con los anónimos rostros que a diario se ubicaban detrás de las cámaras, y todos riendo y amenizando dando a entender que la fiesta de sus vidas iba de maravilla.

Angel lo miró de reojo, medio queriendo indagar si Tadeo no estaría divariando.

– Sí, tienes razón – le dijo finalmente – ¿Te imaginas a un senador romano lleno de micrófonos frente a su rostro en una conferencia de prensa haciendo gala de su elocuencia? – agregó conteniendo la risa, pero al cabo de algunos segundos involuntariamente volvió sobre el hilván abandonado al sarcasmo, se desvaneció la alegre mueca y le dijo: – ¿sabiéndose filmado y que su voz y su imagen llegará a miles de televidentes? Vaya, debe ser increíble tener ese poder, siempre llegamos a lo mismo. Hablarles a todos al mismo tiempo, en sus casas, en sus dormitorios, en la cocina; también aquí en el bar… en todas partes hay televisores. Mientras comen, mientras discuten, mientras pelean, mientras hacen el amor… –

Era cerca de la medianoche y comenzaban otra vez las Noticias. De pronto Tadeo lo detuvo bruscamente. – A propósito, ¡ mira la pantalla ! allí está ella, la diva, mi musa inspiradora… exquisita, mírala… ella leerá mis textos, yo te lo digo -.

– No estas hablando en serio. Llevas dos tragos y ya estas hablando idioteces. Otra vez con lo mismo… inventar una noticia, inventar una… noticia… – volvió a estallar en una carcajada – no puedes estar tan loco, Tadeo, aunque hay que reconocer que siempre andas pensando en cosas extrañas -. Miró su reloj y saltó de su asiento. – Hasta mañana, viejo, y no te olvides de avisarme cuando lean tus noticias, ja ja ja … –

Angel tenía eso, no se tomaba nada en serio. Se le podía decir cualquier cosa y como si nada, además pronto lo olvidaría de todas maneras.

Llegó a su departamento a eso de la una de la madrugada, después de caminar un largo trecho que normalmente hacía en su auto, pero ese día había restricción vehicular para los autos cuyas patentes terminaran en 6 y 9. Por cierto, el de Mateo terminaba en 9, pero de cualquier forma la tierra sobre la patente normalmente no dejaba ver los números. Era una noche tibia de Octubre, con cerezos floreciendo por las avenidas. Casi sin darse cuenta comenzó a repasar lo que había dicho. ¿ Hablaba en serio, es decir, lo haría, o sería como tantas cosas que se dicen en la vida pero que jamás se hacen ?; ¿ hacer una historia y contarla por las noticias ? Filtrarla, incluirla de feliz polizón en el vuelo de la edición central, las noticias de las nueve, la de más alta sintonía, y destilar suavemente por las ondas electromagnéticas los versos que llevaba en el alma y que la antena enviaría a los cuatro vientos para depositarse detrás de la retina de los espectadores. – Telespectadores -, se dijo a sí mismo, – qué engendro de palabra. Pero, ¿ por qué no ? Incluso tal vez ya suceda… – Un vehículo policial pasó a toda velocidad devorando la calle silenciosa y vacía. Tadeo se daba cuenta cabal de que la idea que le presentó tan como si realmente se lo creyera aquella noche a Angel era como cuando se le echa la última gota a un vaso que ya está totalmente lleno, y entonces derrama su verdad. Sí, la idea, más que una idea era una ensoñación etérea y remota, pero esta noche se había desenrollado y exteriorizado, se había planteado. No había dejado de pensar en esto durante toda su larga caminata por las despobladas calles nocturnas que lo llevaban a su casa. Una acción de arte… pensó, un acto no permitido. En efecto, intercalar una historia sería una empresa llena de riesgos, y por lo tanto también tendría que tener alguna buena retribución a cambio, así fuese sólo el íntimo sentimiento de satisfacción que podría brotar de la acción realizada.

Llegó a un cruce amplio de avenidas. – ¿ Porqué tendría que hacerlo… ? – se preguntó, tal vez un poco contrariado -. Los semáforos jugaban con sus tres luces de colores sobre el pavimento. Al pasar por el bandejón central de la calle que debía atravesar, una ordenada línea de jóvenes pinos salió a su encuentro. Retomó el hilo de sus pensamientos: ¿ Retribución ? – pensó casi en voz alta – retribución, retribución… no sé, no quiero retribución – volvió a hablarle a la soledad de la noche. Entonces se dio cuenta de que había quedado por un momento frente a la procesión de pinos, contemplando sin mirar la intensa silueta de la perspectiva de las coníferas entremezclada con las luces de neón. Volvió a caminar.

Al llegar se le antojó que era cosa de tomar una decisión, ahora, ya. Qué tanto darle vueltas… nunca la ocasión sería propicia. Es más, siempre habría buenas razones para no hacerlo. Cuando el hombre comienza a tomarse en serio los sueños, absurdos y las extravagancias que concibe, rápidamente se le antoja la idea de que en el fondo de él hay un poeta dormido, o algo así. Un pensamiento cruzó por su mente: la historia ulteriormente debía señalar un punto de vista… amable, en el sentido estricto de la palabra. Sí, debía ser un poema; algo que despertase sentimientos… – vaya Quijote idiota – se dijo a sí mismo mientras se quedaba dormido.

La mañana siguiente amaneció fresca y nublada. Se despertó alrededor de las 9 y fue a preparar un café. Sobre la mesa de la cocina estaba el diario del día anterior, y mientras calentaba el agua comenzó a hojearlo. Le gustaba leer la columna deportiva de su colega Orson Sllew, un gringo con un fino sentido de la ironía aplicada a la sociología del deporte de las masas. Dos diminutos titulares le llamaron la atención, uno hablaba sobre la inexplicable cura de un paciente invadido por un virus mortal, y el otro versaba sobre el reconocimiento que hacía la iglesia católica de Bosnia acerca de la aparición luminosa de la mismísima virgen santa Orberosa. Las demás noticias sobrevolaban como bombarderos rojos por encima de estas dos islas sin siquiera reparar en ellas; la página era ancha y ajena y sobre el papel del campo de batalla subsistían en silencio algunas palomas mensajeras en misión de amortiguar el derroche de desgracias de la mayoría de los demás. Pensó entonces que si se buscaba un poco, si se detenía un instante a reparar ante lo no evidente, sí, allí en medio del caos y la ardiente polvareda subsistían algunos elementos que no cargaban con el peso del odio y la indiferencia. Noticias que hablaban de la vida, de una forma o de otra.

Se sintió bien, reconfortado. Casi se diría que hizo de esta constatación un cómplice mudo e inocente de sus propias maquinaciones. O intento de maquinaciones. Cosas positivas… – ¿ qué escribir ? – Pero el correr de los días no le trajo la inspiración que necesitaba, y se dio cuenta de que una cosa era haber concebido la idea, claro, eso era fácil, pero otra cosa era concretarla, llevarla a la realidad. ¿ Qué tema desarrollar, y… para qué; qué quería decirle… a quién ?; comenzó a hacerse las preguntas de rigor en estos casos. No era cosa de inventar una noticia y listo. Picotear. No, al cabo de algunas semanas comenzó a comprender que para transmitir su historia debía primero escribirla… un guión, por decirlo en la jerga del medio. Y en seguida concluyó que el guión sólo podría transitar por la ruta del cuento que había que redactar, sintiéndose nuevamente en el punto de partida.

El hombre es ignorante de su destino, sólo el postrer día descorre su velo y lo hace conocido cuando ya los párpados se han cerrado para siempre. Tadeo, a veces taciturno, a veces soñador, pero con una buena dosis de sentido práctico en el quehacer cotidiano, intuyó, más bien concientemente decidió que no podía dejar al abandono, al aborto de un embrión nonato, prematuro e inmóvil su idea de transmitir algo al mundo, al público. Cómo detestaba esta palabra… ¡¡¡ ¿ qué dice el público ? !!! gritaba el animador y el público emitía su veredicto… vox populi vox dei dentro del estudio de televisión, el estelar, el programa del sábado… y el público participando en el tiovivo de las antenas parabólicas de la aldea global. Todos a la izquierda. Ja-Ja-Ja. Todos a la derecha. Ja-Ja-Ja, todos aplaudan. Ja-Ja-Ja.

Un día más había transcurrido con sus afanes. Levantó la mirada y miró hacia la luna creciente, una delgada uña en el cielo oscuro y lleno de estrellas. La ciudad normalmente llena de humo hacía algunas pocas excepciones y con la ayuda de la lluvia concedía algunos exquisitos frescores y noches despejadas cada tantos meses. Estaba en un parque; hacia la derecha la estación de trenes imponía su altura de mecano tamaño natural y desde el fondo de sus entrañas se veía acercar el potente foco de la locomotora del tren de las once llegando desde el sur. Poca gente se bajó de los carros, como era lo habitual. Miró toda la escena, contempló el lento entrar del convoy en la inmensa bóveda de metal; escuchó de la locomotora todos sus ruidos desparramados a la noche del barrio estación. Supuso que los moradores vecinos, dormidos o despiertos a esa hora, probablemente ya no la escucharían cuando cada noche ingresaba con su larga cadena a cuestas y sin poder enrollarse se echaba a dormir. Habían internalizado el sonido incorporado al silencio de sus noches. Los niños, los jóvenes de aquellas vecindades, también muchos adultos habían escuchado cada noche ese mismo sonido desde que habían llegado a la vida en alguna de aquellas casas magnetizadas de la energía ferrocarrilera. Se levantó de la banca de madera y se dirigió hacia las puertas del recinto. Grandes, regias puertas de bronce y acero salieron a su encuentro, y asomó su cara entre dos gruesas y heladas barras de metal. Allí estaban las líneas paralelas por cuyos lomos el reflejo del los faroles corría hasta perderse en la perspectiva; la visión de las líneas mojadas e iluminadas de neón perdiéndose en la noche le trajo el recuerdo de los viajes de juventud en tren desde San Rosendo hasta Contulmo. Con dos locomotoras de carbón sudando por llegar a la cima de las colinas con los carros llenos de gente, perros, gallos, gallinas, corderos, sacos de papas, cerdos, ¡ qué días aquellos ! El humo olor a carbón quemado cuando se metían en un túnel. El humo de la ensoñación… Entonces consideró. Creía saber lo que quería, pero no lograba articularlo, no sabía cómo empezar. La tarea que se proponía tenía que ser consistente y sólida, un contexto, una historia. Era, a decir verdad, la primera vez en la vida que a Tadeo le ocurría algo semejante. No por haber tenido la idea de inventar una noticia, sino por la determinación. Su disposición de ánimo, su repentina certeza de querer realizar una acto genial, fantástico, que elevara el espíritu de todos, o al menos de uno solo. – Pero esto seguramente exigirá un cambio, ¡ vaya ! – pensó, – esto podría ponerse bueno -. Ingresó al recinto ya vacío y se acercó al borde del carril. ¡ Qué mágica aquella sensación de tocar la línea y sentir el contacto con la geografía y un pueblo que está mil kilómetros al sur. Las líneas se llevaron lejos sus pupilas, las echaron a volar y todo su ser supo que para escribir la historia habría que salir al mundo a buscarla. En rigor no era preciso inventar nada, puesto que todo lo que se emitía ya eran inventos, versiones, puntos de vista. Pero había que ir por ello. Se vio a sí mismo cogiendo el eslabón, la cadena invisible del destino vibró suavemente; el pasado, el presente y el futuro se unieron en la catenaria de la vida y Tadeo asimiló aquél instante sintiendo el peso del eslabón en su mano vacía. Creyó haber tomado la punta de un hilo, y sólo seguía el hilo de su vida, nada más, pero de pronto se dio cuenta y decidió.

CAPITULO II

Pocas semanas más tarde un vuelo directo lo dejaba con su austero equipaje en Madrid. Aeropuerto grande y poco amistoso, casi se pierde para abordar el siguiente avión a Atenas. Era la segunda vez que Tadeo viajaba a Europa. Un seminario para asistentes de dirección le había hecho visitar Italia. Había sido más fácil en ese entonces; había un plan claro y preciso, itinerarios para todo, todo previsto por las eficientes agencias de viajes y turismo. Pero ahora no todo estaba planificado. Por el contrario, la intención era disfrutar y tratar de encontrar la pista de aquello que le permitiera continuar con su plan que de plan sólo tenía el sustento inconcreto de un sueño. Tan sólo le pedía al periplo que iniciaba que no fuera a convertirse en un laberinto sino que se manifestase plenamente como parte del camino a recorrer en su búsqueda de la noticia propicia que haría vibrar los espíritus telespectadores. O al menos, si habríamos de reducirlo a su mínima expresión y alguna dosis de pragmatismo, hasta donde alcanzaran los ahorros dispuestos para la aventura. Un poco más flexible respecto de todos sus pensamientos originales… las noticias de la noche, su historia, su musa lectora… se adentró por las peligrosas calles de la cuna de la civilización occidental. O lo que quedaba de ella.

A los pocos días, sin embargo, la agresividad del paisaje urbano lo trajo de vuelta a la realidad. – Esto es igual que donde vivo yo -, sonrió con un dejo de ironía y una no bien disimulada tristeza. Pero robaban más. Eso sí, taxistas y restaurantes hacían buen negocio con los miles de turistas. Y con su economía de billetes de millones de dracmas apenas para comprar cosas tan simples y elementales como el pan. Los dioses de aquí se habían ido tanto como se habían marchado en la isla de Chiloé, en las antípodas del mundo. En todas partes lo mismo. Aunque no, porque en la remota isla de Chiloé, donde frecuentemente había viajado en los veraneos escolares, bien hacia los interiores la gente aún estaba ligada fuertemente al Trauco, la Pincoya, y sobre todo al Brujo y otro más macabro engendro que era la Fiura. Eso parecía querer indicar pues que había que ir más adentro. Sin la menor intención a sentarse a filosofar decidió internarse lo más posible, hasta alcanzar la remota aldea fantasma donde hacía miles de años se había asentado a vivir la vida urbana por primera vez el primitivo habitante humano de la zoología general. Allí todo había comenzado.. – Es un buen punto de partida – el pensamiento le vino al vuelo, pero se corrigió de inmediato, el punto de partida había sido dado en su ciudad hacía dos semanas.

Miró el mapa y eligió su próxima parada.

El día siguiente amaneció nublado y pensó que durante el corto trayecto en avión no podría apreciar la inmensidad del desierto y las montañas que mediaban entre su actual paradero y el remoto destino que se había propuesto. Su vuelo era a las once de la mañana, de manera que tenía sobrado tiempo para un buen desayuno, pausado, meditado en la borra del café cuyo vapor se esfumaba por los aires como los resabios moribundos de una filosofía desaparecida en la noche de los tiempos. Una ola de recuerdos lo invadió. El bullicio circundante trajo el eco de las carcajadas de Angel… por cierto, aún no le enviaba la postal prometida al despedirse. Sí, desde el aeropuerto todavía habría tiempo. Reparó que en los días que llevaba allí no se había comunicado con nadie, ni amigos ni parientes ni nada. – ¿ Qué amigos ? – se dijo en voz alta, como queriendo hacerle la pregunta a la taza ya vacía. El ángel del recuerdo de Angel otra vez vino a su lado y lo vio como tantas veces lo había visto, un tipo admirado por la mayoría, gran líder, carismático e inteligente, pero para Tadeo la mayoría de las veces sólo era alguien con una gran habilidad para utilizar a los demás en su provecho. Un hábil utilizador que a pesar de su cascabeleo, sus ojos hipnotizadores y su chistología permanente con la que se ganaba la concurrencia, no lograba convencer totalmente a Tadeo de que estaba frente a un tipo en el que él podía confiar plenamente. Alejó de su mente el fantasma recurrente de tales pensamientos, y se concentró por un momento en el rostro de su bella inspiradora. Sonrió, más no supo porqué. ¿ Nostalgia, desdén ? Ella no lo había mirado jamás. Tan sólo él la miraba en la pantalla de las noticias de la noche, miraba su rostro de vidrio, las quinientas veinticinco líneas de su figura de muñeca Barby. Nunca la había visto de día…. de día ella permanecía oculta en la ciudad de las carreras interminables. Pero estaba allí por ella. ¿ Lo estaba ? – ¡ Qué absurdo ! – pensó. Estar al otro lado del mundo por una mujer que ni siquiera conocía. Pero no, no era su rostro tan hermoso ni sus ojos cautivantes, no, se puso serio por un instante y reivindicó interiormente su motivación por verla a ella, en las pantallas de la noche, leyendo y transmitiendo su historia. Aquello que había sido concebido como una loca fantasía, el invento de una noticia, tenía a Tadeo a las puertas de un mundo de insospecha das esquinas.

Descendió del avión y penetró al recinto de las maletas. El ambiente que lo rodeaba era extraño, diferente a todo lo que había visto antes, sin embargo le pareció que era justamente lo que estaba buscando. No sabía exactamente si se sentía cómodo entre tanto turbante negro, barbas por doquier casi como por uniforme, camisas anchas, ropajes orientales, olores profundos, fragancias nuevas, todo un mundo de sensaciones que podían fácilmente convertirse en un torbellino en la mente del recién llegado.

El hombre de la ventanilla miró el pasaporte y preguntó – ¿ a qué ha venido ? –

– Hm… – su cara reflejó la búsqueda de la menos complicada de las respuestas, hasta que un chispazo atinó con la más simple y lógica – … turismo – dijo resueltamente, como si esta palabra fuese mágica y eliminase toda traba e impedimento.

– ¿ Y cuanto tiempo permanecerá en el país ? –

– Vaya, esto no lo había pensado…. no lo sé exactamente, un par de semanas… estoy de turista… lo que autoriza la visa -.

El funcionario aplicó con gesto indiferente el timbre de visación en la hoja abierta del pasaporte y dio por terminada la conversación. Salir a la calle, por fin. Una ola de calor mezclada con un inconfundible aire marino lo envolvió y se detuvo para sacarse la campera y guardarla en la mochila. Caminar, eso es lo único que quería hacer ahora. Caminar hasta cansarse, estirar las piernas, y sentir el mundo que lo rodeaba.

Era este, en todo caso, un peldaño previo a aquella cruz que en su mapa de la región señalaba el río Amu Darya, al norte de Afganistán. En el vuelo hacia Karachi concibió la idea de ir directo, lo más diligentemente posible, hasta el lugar en que el hombre por primera vez se reunió a vivir en comunidad; el primer asentamiento, la primera relación social humana a mayor escala. – ¿ Porqué ? – No lo sabía. Sentado a la ventana del avión extendió el mapa sobre sus rodillas. Durante un tiempo las pupilas erraron sobre la accidentada topografía hasta ir a detenerse a las orillas de una línea azul que descendía sus líquidas sinuosidades desde el norte… Oxus… Amu-Darya… ese nombre le decía algo. No lograba recordar con precisión, pero… sí, en algún lugar había leído que este río era mencionado en la Biblia… quién sabe en que parte, pero en la Biblia.

– ¡ Qué coincidencia ! – meditó por un instante. No lejos de allí, al norte de un lugar llamado Mazar-e Sharif, la guía turística y cultural adquirida en Atenas mencionaba restos arqueológicos de lo que sugería ser una de las primeras comunidades humanas.

Karachi, bello puerto enclavado en la ribera norte del inmenso desagüe del Indo, otro nombre con evocación y sabor a historia antigua, a cuyas orillas llegó en su conquistador peregrinar Alejandro Magno, a cuyas orillas por fin se detuvo para iniciar su lento retorno. Hacía ya tantos siglos de esto, pero esta tierra parecía aún contener el aliento bélico de aquellas remotas hazañas del macedonio. Poco había cambiado desde entonces.

Sólo tres días lo entretuvo el puerto. A decir verdad, la concepción que un típico occidental tiene de un puerto no necesariamente difiere de la topografía humana de un puerto oriental, pero en el Paquistán en que Tadeo estaba viviendo sus primeras impresiones la mayoría de las distracciones asociadas a la vida nocturna, y diurna, estaban aparentemente ausentes; esto era al menos lo que parecía a los ojos de un neófito recién llegado. Sin embargo el ajetreo propio de un puerto, con fuertes reminiscencias inglesas en las fachadas de imponentes edificios fue de por sí fascinante para el observador agudo que desde la profundidad de un pozo desconocido lentamente emergía hacia las pupilas de Tadeo.

Fiel a su determinación, el cuarto día inauguró lo que a partir de entonces creyó que comenzaría a ser su habitual medio de transporte en la región: una especie de microbús y camión en que una montaña humana se las arreglaba para ir por doquier. Pero los cuatro días que duró el viaje hasta la ciudad de Khuzdar transcurrieron demasiado lentos. La tenaz percepción de un retroceso en el tiempo lo fue envolviendo; el paisaje sólo comparable al de las montañas de la locura de Lowecraft, la geografía humana envuelta en géneros de todas las especies, pañuelos humanos al viento, el polvo del desierto cubriéndolo todo. Los hombres reían, conversaban, a ratos callaban. Y cada uno de los cuatro días se detuvieron cinco veces en la carretera para orar con reverencia mirando y sin mirar todos hacia la ciudad sagrada.

– Los primeros cuatrocientos kilómetros – se dijo así mismo. Y aún otros trescientos sólo para llegar a Quetta, ciudad casi fronteriza donde planeaba Tadeo entrar finalmente a Afganistán. Pero faltando algunos kilómetros para llegar a Khuzdar, el móvil armatoste sufrió una severa avería en su motor sobreexigido, y allí acabó todo. Quien quisiera seguir el viaje, más le valía caminar. Al menos así parecían entenderlo todos, ya que cogieron sus bultos más pequeños y se armó una caravana que a pié levantaba mucho menos polvo que el camión. Los bultos más pesados llegarían más tarde, dentro de un día o dos, cuando el chofer volviera con el repuesto adecuado… si lo hallaba en la ciudad.

También Tadeo se unió a la marcha; algunos conversaban, pero la mayoría iba en silencio recorriendo las sequedades, como guardando las energías para las siete horas que hubo que caminar. Un camión lleno de militares pasó raudo, dejando a los caminantes invisibles dentro del universo de partículas de polvo que por un momento se levantó. Nadie se detuvo a considerar el hecho, sólo siguieron caminando. Finalmente arribaron a las estribanías de Khuzdar; era ya casi de noche y Tadeo no tenía idea de donde ir. Con su bolso al hombro vagó por las calles débilmente iluminadas de lo que parecía ser el centro de la ciudad; aún habían bastantes hombres que también, como él, parecían vagar. Del frontis de un vetusto y sucio edificio de cuatro pisos colgaba, meciéndose suavemente a la brisa nocturna, un cartel vestido de algunas letras que parecían indicar la palabra HOTEL. La mampara de madera y vidrio chirrió fuertemente cuando la mano de Tadeo tomó la manilla y la abrió con cierta precaución. No había nadie allí, pero el mesón frente a sus ojos le indicó que aparentemente esto sí era un hotel. Un libro de registros sobre la brillante superficie y una de esas campanillas que siempre se ven en las películas encajaban en el escenario estereotipado de todos los hoteles de baja categoría en cualquier lugar del mundo. Dio el golpe mágico y el sonido de la campanilla viajó por los aires de la soledad del lugar. De pronto apareció un hombre de edad, gordo, de gruesos bigotes, y con la ropa arrugada de quien ha estado durmiendo. Otra vez con su manual de palabras claves, Tadeo dio a entender que quería una pieza, un dichoso lugar donde dormir, y sin mucho más trámite que los normales en estos casos, al cabo de algunos minutos se hallaba tendido y exhausto en una cama que lo acogió sin que éste mirara ni el color de sus sábanas. Por ahora era este el lugar más cómodo del planeta.

A la mañana siguiente bajó al comedor del hotel. Un buen café, algunos panes, y darse a la tarea de averiguar cómo continuar el viaje a Quetta. El hombre del hotel le sugirió abordar un avión, cosa que a Tadeo no le pareció tan descabellada; así podría llegar el mismo día, con un poco de suerte. – Hay aviones pequeños que van según haya pasajeros; van dos o tres en cada vuelo -, le explicó el hotelero, y le dio la dirección del aeródromo local. Tadeo quería salir de aquél lugar enclavado en la serranía más grande y desolada jamás vista tan pronto como fuera posible. Este impulso a abandonar la ciudad y seguir el viaje lo guió directo al recinto donde se posaban al costado de una angosta pista de tierra dos pequeños aviones cuadriplaza. Casi al lado de una de las naves una mujer envuelta en turbantes de llamativos colores y un niño parecían esperar; no se veía a nadie más. Entró en el reducido espacio llamable oficina y se encontró a boca de jarro con dos hombres que discutían acaloradamente. La imprevista irrupción de Tadeo los calló y ambos lo miraron de la cabeza a los pies, instante que aprovechó para tirar tres palabras al vacío del paréntesis de silencio: – avión, vuelo, ¿ Quetta ? – Sin que Tadeo pudiese comprender nada en ese momento, los dos hombres lo miraron como se mira un objeto encontrado después de haberlo perdido y buscado hasta el cansancio. Más tarde, en el avión Tadeo comprendería que la discusión era a raíz de un pasajero que tenía reserva y que no llegó, con lo que el vuelo de la mujer y el niño subiría de precio, y el marido de la mujer se negaba a pagarlo. Esta impredecible coyuntura, más algunos dólares muy bienvenidos por el piloto, permitieron a Tadeo aterrizar sin novedad aquella tarde en la pequeña ciudad de Quetta, y allí decidió esperar para dar el siguiente paso.

CAPITULO III

El transcurso inexorable del tiempo seguía su parsimonia flotante tras las gasas impenetrables de los rostros que no podía ver en las mujeres y que en los hombres surcaban las arrugas prematuras de la cotidianeidad desafiante del destino construido sobre los saldos patentes de las guerras que como las piedras, árboles o el desierto, eran el paisaje mismo en la región milenaria de la historia humana. Al cabo de algunos días en lo que a Tadeo más bien le pareció una aldea, asimiló por fin el hecho de que allí las cosas no llevaban la velocidad a la que estaba acostumbrado. De eso ya no cabía duda. No era una cuestión de flojera, aparentemente, ni abulia ni desinterés. Era sólo que la dinámica de las cosas allí era diferente, ciertamente todo más… lento. Y en particular nadie parecía estar interesado en ir hacia la frontera. Todo lo contrario, un número creciente de afganos pobres y demacrados llegaban a engrosar las poblaciones precariamente levantadas que albergaban a las paupérrimas familias asiladas. Escapaban de la guerra y de un futuro menos incierto que aquél que les despedía detrás de los valles y montañas donde habían dejado sus hogares abandonados. A juzgar por sus rostros parecían intuir que lo único que realmente abandonaban era la tierra que hoyaban a diario, y viajaban con lo que podían cargar en sus espaldas. Los más afortunados contaban con la ayuda de un asno. ¿ Qué estaba ocurriendo allí ?

Llevaba ya tres semanas conociendo, mirando, esperando la forma de continuar el viaje. Aún había un país entero que recorrer hasta llegar a las orillas del rio Oxus, al norte de Mazar-e Sharif, y la estadía en Quetta comenzaba a antojársele muy prolongada, deseaba internamente y con mucha fuerza el continuar moviéndose, llegar al final de la ruta para dar inicio a su desconocida ruta. Pero no surgía ningún modo de lograrlo… hasta que ocurrió lo inesperado. Una caravana de camellos cargados con cajas, morrales de cuero, alfombras enrolladas colgando entre las jorobas y cuanta cosa pudiese imaginarse, hasta montones de lavatorios plásticos azules made in China, llegó al remoto y polvoriento pueblo. Venían aparentemente desde el sur. Tadeo vagaba por las afueras del pueblo cuando los vio acercarse, eran unos veinte animales. Los camellos movían sus jorobas en sincronía con la cadencia bamboleante de las ancas. Algunos hombres cubiertos con ropajes gruesos y turbantes se desplazaban junto a la tropilla, y tres montaban sobre fuertes y dóciles caballos árabes. Era todo un espectáculo. Caía el sol de la tarde y las siluetas prolongaban largamente sus sombras sobre la tierra ocre. Parecía una imagen extraída de Las Mil y Una Noches, pero en ese lugar no producía ningún contraste especial. Era lo propio y a Tadeo tampoco le sorprendió. Reparó en este detalle. Hacia la cuarta semana en Quetta había comenzado a percibirse a sí mismo como un fantasma en medio de aquella raleada multitud saturada de aires pretéritos. Los transeúntes pasando a su lado sin reparar en su presencia, su deambular anónimo sin dirección determinada. ¿ O era él el vivo en medio de una población de fantasmas anclados en un pasado indiferente y ajeno a su intromisión ? – Esta es sólo la antesala del mundo que deseo visitar – se dijo a sí mismo, acusando la expectativa en la expresión de su rostro. Nadie lo miró, su gesto murió indiferente a quienes lo rodeaban.

Hasta ahora la comunicación se había ayudado mediante el uso de un breve diccionario de palabras claves que traía la utilísima guía de turismo. Pan, renta, pieza, hombre, mujer, agua, números, buenos días… cosas así. Venían las palabras de varios dialectos de la región, lo que hacía de este ejemplar un libro casi indispensable.

Siguió la tropilla por un breve trecho hasta llegar a un patio amplio. Al costado crecía algo de forraje y se accedía a la orilla de un escuálido arroyo que todos aprovechaban en una vasta extensión hasta otra vez perderse en la aridez circundante. Los jinetes se apearon de sus elegantes monturas y entregaron las riendas de sus regios corceles a uno de sus hombres. Una bulliciosa multitud comenzó a agruparse en torno a la caravana que de a poco se organizaba en la tibia explanada donde el verde oliva era un lujo para los ojos. Tadeo se acercó un poco más, quería mirar a relativa distancia la escena de lo que de a poco se iba transformando en todo un acontecimiento en la vida plana del lugar, de tal suerte que al cabo de un par de horas por lo menos la mitad del pueblo estaba allí reunida.

– Curiosos seres – pensó Tadeo mientras observaba cómo de pronto agarraron otro ritmo y todo se volvió más… dinámico. Era como aquellas ferias de circo pobre en un pueblo de provincia que Tadeo alguna vez había visitado en algún lugar, quién sabe cuando. Recorrió el lugar entre mesas plegables repletas de joyas de fantasía, objetos plásticos para la vida doméstica, peinetas, alfombras, zapatos y zapatillas deportivas para todos los gustos… pequeñas radios a pila, alfileres, turbantes, muchos géneros, fruta seca, aparentemente todo cuanto cabía sobre el tren de camellos estaba allí desplegado. Los hombres discutían a viva voz los precios o lo que hubiese de interesante para un buen trueque y los animales comían plácidos en su descanso mientras la tarde lentamente fue muriendo convirtiéndolo todo en siluetas y sombras etéreas invadidas de polvo azul. Las primeras antorchas se encendieron, y de pronto otra vez todos se retiraron. Tadeo conocía ya bien la rutina, era la hora de la oración de las vísperas en la mezquita. Con la misma diligencia que armaron todo volvieron a guardarlo y hacerlo desaparecer dentro de las coloridas carpas que habían instalado en el mismo lugar. El aire estaba agradable por fin, el calor había pasado y sobrevino una ola de tranquilidad con un fondo de estrellas apareciendo. Tadeo se sentó apoyando la espalda en una vieja pared, y esperó. Tal vez habría transcurrido una hora cuando unos pocos hombres volvieron, se introdujeron en las carpas y continuó el silencio. El pueblo entero era el fantasma paupérrimo de una urbe medieval de tierra y arcilla.

Al llegar a la casa de té donde por un poco de dinero podía ocupar una modesta pieza para dormir, se encontró con la sorpresa de que estaba llena de hombres en acalorada charla. Tadeo se detuvo ante un pequeño espejo arrimado a una consola en la pared, estaba un poco sucio pero se lograba ver a alguien más o menos mimetizado… al menos podía ser alguien de oriente, y allí todos eran de diferentes partes de oriente. Su cuerpo esbelto y más bien delgado, su barba que ya comenzaba a descender al cuello, su piel morena… podía pasar inadvertido. Entonces vio entrar a un hombre seguido de otros tres que lo escoltaban. El del medio traía un objeto en las manos, parecía pesado y estaba envuelto en una franela amarilla de la que llovía graciosamente una nube de polvo que las bombillas iluminaban como miles de estrellas microscópicas. Se dirigieron directamente al costado donde estaba sentado con otros cuatro un hombre al que Tadeo reconoció como uno de los que había visto en la caravana entre aquellos que montaban regios caballos. Debía probablemente ser el jefe del grupo, sus ropajes eran más finos y sus modales llenos de parsimonia, y ocupaba un lugar preponderante en la distribución de las escasas sillas y mesas disponibles en el lugar. Dos bombillas eléctricas iluminaban la escena que más parecía una estampa de antigua data; algunas mariposas nocturnas revoloteaban por doquier mientras la mujer del posadero prodigaba a los inquilinos con abundante café y licor. Tadeo se sentó con la mayor discreción posible en el pequeño mesón lateral donde habitualmente cenaba la frugalidad disponible.

Era bastante tarde y deseaba beber té y comer algo, y esperaba ser servido por la mujer al igual que todas las noches anteriores. Sin embargo, advertido por el inusitado movimiento que en ese momento se comenzaba a producir, volvió el rostro hacia la puerta y vio que muchos de los parroquianos abandonaban el lugar, con calma pero diligentemente. En cambio, los últimos en ingresar y el hombre de la mesa se mantuvieron quietos, en silencio, como en espera de algo. Al cabo de uno o dos minutos sólo quedaban ellos, nadie más. Y también Tadeo, que creyó entender que aquellos hombres estaban a punto de negociar algo en privado. Sin embargo no se movió, estaba como paralizado por la sensación de ser el único testigo presente. Se asustó. – ¿ Qué hacer ? – Salir ahora sería demasiado notorio… no, no se atrevía. Quiso parecer natural, intentó buscar a la mujer pero sus ojos no la hallaban por ninguna parte. El tiempo, esa constante de lentitud a toda prueba cada vez más arraigada en la vida diaria de Tadeo, repentinamente abandonó ese estado de sempiterna ensoñación y activó la señal de alarma. Lo que ocurría allí no era normal, o al menos no era habitual, lo esperable en una posada cualquiera en los suburbios de la pequeña ciudad. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero tuvo el valor de enfrentar el pánico que le amenazaba manteniéndolo apernado a la vieja silla de madera. Contrario a sus suposiciones iniciales, la mujer finalmente le trajo algo de comer, lo que contribuyó a distender un poco su atribulada condición. Los minutos pasaban lentos y vertiginosos a la vez… no era la primera vez que sentía la paradoja del paso del tiempo en aquellas latitudes. No obstante, para su sorpresa notó que los hombres parecieron hacer caso omiso a su presencia y comenzaron un diálogo en que parecía seguirse los lineamientos de un cierto ritual. Al cabo de un rato indefinible el hombre que había entrado procedió a descubrir su misterioso paquete. Tadeo miró por el rabillo del ojo izquierdo mientras intentaba disimular sorbiendo el té con las dos manos en la tasa. Lo que vio fue el despliegue de un arma de fuego enorme, tal vez una ametralladora, algo por el estilo. No entendía nada de armas, pero intuyó que allí se estaba negociando algo no del todo lícito, aparentemente. Siguió con el té y el pan como si fuese lo más natural del mundo. A decir verdad no se podía mover de su asiento, y su mente se obstinaba a jugar con la idea de ser invisible. Ya era bien entrada la noche y no se oía nada alrededor. El arma volvió a su cobija y los hombres llamaron con ademán perentorio mostrando los vasos vacíos a la mujer que indiferente se ubicaba detrás de una cortina de velo transparente en otra sala donde el rescoldo preparaba los panes de la madrugada. El olor evocó el hogar lejano, la infancia, una pasajera nostalgia invadió a Tadeo, que estaba en el difícil trance de decidir si seguía sentado allí como una estatua o por fin se retiraba a su pieza. Entonces el hombre de la caravana se puso de pie y sin más preámbulo se dirigió hacia él. El corazón latió aceleradamente, la incertidumbre, la indefensión de la soledad… ya no venía al caso ignorarlo, seguir sorbiendo el té como si nada… ser un cobarde. No tuvo tiempo de pensar mucho más cuando sintió sobre su hombro el peso grueso y moreno de la mano del desconocido.

– Así que tenemos un periodista por aquí… ¡ qué bien !; ¿ qué ha venido a ver ?, supongo que ya ha ido usted a ver los campamentos de refugiados. La cosa está cada día peor, y no parece tener solución… ¿ no le parece ? – La mirada penetrante de sus ojos de ámbar se mezcló con el brillo del oro en sus dientes, una sonrisa amarga pareció dibujarse en su rostro, mientras su actitud toda reflejaba la espera de una respuesta.

Si se hubiese tratado de una partida de ajedrez no se hubiese impresionado tanto ante lo sorpresivo de la movida del oponente, y aún con el último sorbo de té en la garganta comprendió que su propia movida debía ser ejecutada de inmediato, no había tiempo para nada más que para contestar algo menos lastimoso que un silencio que podría ser incluso peligroso. Sólo alcanzó a pasar por su mente la idea fugaz de que esa gente era, por lo general, bastante hospitalaria con los viajeros, fugacidad que vino al oportuno rescate de la confianza que Tadeo normalmente tenía en si mismo. No le impresionó tanto que el hombre supiera algo de él, que obviamente ya se había tomado la molestia de averiguar, sino que aquél sujeto con aspecto de beduino en finos ropajes hablara un fluido inglés de inconfundible sonsonete arábigo. En estas circunstancias la posibilidad de comunicarse con alguien, por fin después de tantos días de casi total incomunicación, le abrió cierta perspectiva optimista y concientemente asumió la posición de un digno interlocutor. Sus ojos se encontraron en medio de la adormecida atmósfera del recinto. Los demás hombres seguían en la mesa del costado, ocupados en sus cuestiones incomprensibles.

– Sí, ya he visitado el lugar… – atinó a decir, pero advirtió una poco grata sensación de que su boca se había adelantado a decir algo, cualquier cosa, con tal de llenar el vacío que amenazaba interponerse. Entonces repasó el hecho de que aquél hombre primero le había preguntado qué hacía él allí, y ese podía ser un nexo más interesante… después de todo, tal vez, aquella caravana se dirigiera hacia el norte y con algo de suerte lo podrían llevar. Qué se perdería con averiguar.

– En realidad el motivo de mi viaje no son los refugiados afganos ni la guerra, de hecho donde yo vivo casi no llega información sobre esto. Lo que estoy procurando es llegar al norte de Afganistán, a las orillas del río Oxus – dijo resueltamente, ahora sí sintiendo que lograba retomar la dirección de su propia intención.

– ¿ Y qué busca un periodista en el Oxus ?, está todo tan tranquilo por allí – dijo mirando al interior de la cocina – ¡ mujer, tráenos licor ! –

– Busco… una noticia… no sé, la verdad, vine hasta aquí en busca de alguna experiencia que transmitir en mi país, a mi vuelta, para hacer que la gente se sienta mejor -.

Se produjo un silencio, el hombre parecía querer entrever alguna intención subyacente a esta aparentemente fútil intención de Tadeo. Y éste, por su parte, en ese momento repasaba su última frase comenzando a sentir que tal vez lo dicho hubiese sonado totalmente absurdo e idiota. Un impulso interior le indujo a continuar mientras la mujer llegaba con dos vasos a medio llenar de licor. Las ampolletas despertaban destellos amarillentos y los reflejos insolutos del vidrio bailoteaban como mariposas etéreas sobre el cuadriculado del mantel.

– Ustedes van hacia el norte, ¿ no es verdad ? – se sorprendió a sí mismo, en realidad no tenía la menor idea acerca de los planes del misterioso traficante. Pero si él sabía que Tadeo era periodista, ¿ porqué Tadeo no podría conocer algo sobre el destino de la caravana ? Bebió un trago y casi se le quemó la garganta, entonces tosió la típica tos del trago fuerte del que no bebe mucho. Sintió vergüenza… no quería mostrar ninguna debilidad ante aquellas personas que parecían tan… recias, seguras de sí mismas, poderosas. – Lléveme con ustedes, puedo trabajar, puedo pagarle de alguna manera, aunque no dispongo de mucho dinero… algunos dólares, nada más. Por favor, lléveme, debo llegar al Oxus, sólo he venido hasta acá para ver el Oxus -.

En un instante había mostrado todas sus cartas, eran las tres de la mañana y no cabía darle tantas vueltas al asunto. Tadeo consideró, mientras se aventuraba con otro sorbo que esta vez pasó en forma mucho más estoica, que la invitación al trago de alcohol que el hombre le había hecho le permitía, incluso le obligaba, a ser directo, franco, y no dejar lugar a la duda, aunque también veía clara la posibilidad de pasar por mentiroso, estar ocultando algo, pretender engañar al beduino con una farsa tan… básica, tontorrona. Después de todo quién quiere ir al Oxus por una noticia. No, las noticias estaban allí, el lugar más caliente del mundo, y no en las pacíficas riberas de un río situado a mil kilómetros de distancia, donde sólo la transhumancia del pastoreo milenario daba noticias a las piedras y arcillas que todo lo poblaban.

– Y porqué cree usted que voy al norte – no preguntó, sino sentenció esbozando una amplia sonrisa. Por un momento Tadeo creyó ver a al gato gordo e inmenso de Alicia en el país de las maravillas sonriendo mientras juega con el ratón que tiene entre sus garras.

– Porque ustedes van comerciando y la ruta al norte está llena de mercados que abastecer, ya que la producción allí se ha reducido a un mínimo -. De nuevo no supo cómo llegó esto a su boca, con qué inusitada rapidez bajó a sus labios una certeza que de certeza no tenía nada. Y continuó: – Verá usted, cerca del rio Oxus, en el norte del país, se dio la primera organización social humana, y algo debe haber aún allí que pueda cambiar el sentido de las cosas, algo que partió mal pero que pudo partir diferente… -. Sintió de pronto como si le hablara a Angel, sobre todo cuando el árabe soltó una fuerte risa que salió hasta lo oscuro de la calle vacía. Sin embargo, al mismo tiempo experimentó la sensación de que con esta confesión ya podía parecer un poco más convincente. Empero, en ese mismo momento también comprendió que el poder comunicarse en un mismo idioma no necesariamente creaba un puente de comunicación real entre los dos. ¿ Acaso Angel no había reído de la misma forma, y también su jefe en la televisión, cuando le contó para qué le pedía una credencial de corresponsal y un año de permiso sin sueldo ?

De improviso el árabe o lo que fuera terminó la sesión. Se puso de pié, bebió el último trago, miró a Tadeo inclinando ligeramente la cabeza a manera de saludo, y se dirigió hacia fuera. De inmediato los otros hombres lo escoltaron. Sobrevino entonces el silencio más profundo que Tadeo había sentido en toda su vida. Las luces seguían encendidas, pero el silencio era tal que casi podía ser tocado haciendo más denso el ambiente donde reinaba el humo de los gruesos cigarros que hasta unos instantes habían fumado sin cesar los guardaespaldas. La repentina salida del hombre lo dejó otra vez sin habla. Bostezó estirando los hombros y se fue a su pieza a dormir. Lo último que pensó aquella noche fue que esta había sido la primera ocasión desde que llegara a vivir en el humilde hostal en que se sirviera alcohol; su mente al borde de los abismos oníricos puso en la almohada de la noche oriental esta súbita constatación.

La letanía de la oración que cada amanecer volaba por los aires desde los megáfonos del minarete de piedra no muy lejano a su pieza no logró despertarlo, su mente dormida tradujo la partitura a Blues Before Sunrise que Tadeo llevaba en un cassette de Eric Clapton y que escuchaba a menudo por los pequeños audífonos. Entre sueños recordó que tenía que lograr encontrar pilas doble A en algún lugar. Luego otra vez la nada hasta bien entrada la mañana de otro día caluroso. Abrió los ojos y de inmediato notó el impulso de volver al sitio donde había pernoctado la caravana. Bebió un té amargo con un trozo de pan de cebada y se marchó. No llevaba nada concreto en la mente, más intuía que la brusca interrupción de la entrevista de la víspera podía significar no un cese definitivo sino sólo eso, una interrupción pasajera.

Tardó apenas unos minutos en alcanzar el lugar. La cancha amplia hervía de actividad comercial. Pero algunos camellos ya estaban con sus aperos preparados, y varios estaban completamente listos para partir. El trabajo de cargarlos era arduo y lento, pero obviamente había un orden y método en el armaje y estiba de las mercaderías sobre las jorobas de las naves vivas del desierto. El jefe de la caravana no se veía por ninguna parte, pero distinguió a uno de los acompañantes de la noche anterior y se dirigió resueltamente hacia él. Ayudo… ayuda… servicio… colaboración, colaboración sí estaba en el breve manual de palabras. La pronunció de la mejor manera posible y tomó una caja de cartón en sus manos, haciendo con el cuerpo el gesto de dónde quieres que la lleve. Al individuo pareció hacerle alguna gracia este gesto y le indicó uno de los camellos que estaba con sus patas dobladas, apoyada la barriga sobre el suelo, y que era cargado por una joven mujer. Recordó haber ayudado alguna vez a cargar una mula para ir de excursión a la cordillera. La técnica está en apilar las cosas en armonía con su forma y la destreza en el manejo de las cuerdas para amarrar bien todo. Luego, a bordo del camello, coronando y derramándose desde la cima de las dos jorobas, entre las dos olas de aquellas protuberancias de pelo y carne maciza y por todas partes todo literalmente se mecería al compás de esas mismas olas y las pisadas. Tadeo nunca había visto tan de cerca una joroba. La contempló… recordó la lastimosa situación en que se hallaba la piel de un camello que había visto alguna vez en el zoológico. Ayudó todo cuanto pudo. El la miró a la cara varias veces, pero la mujer nunca lo miró a él, tocada por su pañuelo de colores opacos y vestida hasta los tobillos. Una extraña belleza había en sus ojos, acaso una típica belleza local. En una de las tantas carreras con cajas descubrió al hombre de la noche anterior, el jefe. El hombre venía con el pelo mojado, reluciente rostro, relajado y soberbio, altivo paseó su mirada por la situación. El caballo bufaba, parecía presentir que estaban próximos a reiniciar el viaje. Tadeo, que había salido de la casa esa mañana llevando su mochila y escasas pertenencias, no perdió un solo minuto y fue rápidamente hacia él. El saludo de rigor, la mirada a los ojos, y la pregunta de Tadeo fue una sola cosa: – lléveme al norte, por favor, puedo ayudar en algo, puedo trabajar, y puedo pagar algo, aunque no me queda mucho la verdad -.

– Me llamo Sadar Muhammad – le contestó el jinete al mismo tiempo que desde su montura le extendía la mano – bienvenido a la caravana. Eso sí que tendrá que caminar mucho, ya que tenemos pocos camellos y los hombres se turnan para montar. Su bolso puede instalarlo en alguno donde no moleste… – dicho esto se despidió con un gesto y continuó inspeccionando todo el lugar. Así de directo, así de fácil, Tadeo no cabía en si mismo de la alegría que sintió en ese momento; si bien no sabía exactamente hacia dónde lo llevarían. Al menos era seguro que irían hacia el norte y por ahora eso estaba de maravilla. Todo olía a camello y arena caliente, polvo en el aire la mañana vio alejarse la caravana hasta ser un punto irrelevante en la gran planicie que se extendía al noroeste.

Caminó más de lo que en su vida había caminado… de noche los pies estaban hinchados de la distancia y el ritmo de la caminata detrás del convoy. Los paisanos echaban apuestas. Que llega, que no llega. – Míralo Abdul, camina, pero se nota que va agotado -. Las ampollas de los pies dolían, torturaban en cada pisada, pero Tadeo no se concedía ni un solo reposo. El quedar rezagado hubiese sido mucho peor sin duda. La segunda noche un beduino le entregó unas hojas amarillentas y lacias de alguna planta, las que maceró en agua hirviendo y luego aplicó encima de las heridas. Esa noche tuvo un extraño sueño. Se veía a sí mismo convertido en un largo trozo de hierro que alguien depositaba sobre brasas ardientes y comenzaba a golpearlo por medio de un martillo, golpe tras golpe mientras experimentaba la evolución que experimenta la espada durante su forja en medio del infierno. Se despertó de madrugada con el cuerpo adolorido, pero ese día las molestias e incomodidades de la caminata se hicieron mucho más soportables; las plantas aplicadas habían logrado su objetivo en la lastimada piel de los pies. En cada paso que daba sentía como si en su interior una extraña fuerza germinaba en el silencio de las huellas que detrás de él iban quedando, mudos testigos incorpóreos de su incierto peregrinar. Esa noche Tadeo fue donde reposaba el hombre de las plantas medicinales a agradecerle el gesto, y éste, al verlo tan interesado aprovechó la oportunidad de enseñarle varias de las yerbas y semillas que transportaba en su morral de cuero.

– Esta es para el dolor de la cabeza – le mostró una raíz seca de olor penetrante mientras con las manos le intentaba representar lo que parecía ser una aguda cefalea; tal era la capacidad histriónica del camellero.

– Estas yerbas son para la quemadura de los ojos, se maceran y se aplican frías sobre los párpados cuando el sol ha quemado la vista y todo duele en la mirada -. Tadeo entendía cada vez mejor todo por medio de la invaluable ayuda de los gestos y mímicas, y el aprendizaje de las palabras del diccionario. Comprendió que en medio de aquellas inmensas soledades yermas las plantas que de vez en cuando se permitían sobrevivir a los rigores del clima tenían propiedades que transformaban todo el lugar en una gigantesca farmacia donde el ojo de lo que a la medicina convencional sería un humilde e ignorante beduino de las serranías encontraba los remedios para cuanto mal se presentara entre aquellos que conformaran las caravanas en sus largas jornadas bajo el sol abrasador. Ramazan recogía en su camino cuanto vegetal fuese de su interés, semilla, planta, fruto o raíz, mientras Tadeo apuntaba en su cuaderno de notas los nombres vernáculos impronunciables de las especies que con sumo cuidado iban ingresando al bolso del médico de a bordo. También dibujaba las plantas, a la luz de la fogata nocturna, antes de dormir. Al mirar estos dibujos Ramazan no pudo evitar el sentirse sorprendido. Algo había en este hombre que le confería cierto aire de misterio; el dominio de la farmacopea vegetal, sus poderes ocultos y desconocidos para todos… tal vez en su persona se dibujaba la silueta del brujo que hay en todas las tribus.

– Ud. dibuja muy bien, Tedeum, – dijo pronunciando el nombre de Tadeo intercalando una hache muda cuya fonética venía desde detrás de la laringe.

– Quiero poder recordar cada una cuando vuelva a mi casa… aunque no sé exactamente para qué. Hace muchos años, durante una expedición por las montañas de la cordillera de los Andes, en el país donde yo vivo, el arriero que nos condujo también era un perito en reconocer plantas medicinales. La Pata de Vaca, la Chachacoma, la Siete Venas, ese hombre sabía encontrar plantas y raíces donde nadie más podía; su mano era experta para desenterrarlas sin dañarlas. También árboles, como el Boldo, el Matico… “- ésto es para el estómago, ésta para las heridas…” – me decía cada vez que veía alguna de especial interés -. Una noche yo me sentía muy mal, el sol y algo que comí me tenían en un estado lamentable, con fiebre y unos terribles dolores en el estómago. Este hombre estuvo a mi lado dándome a beber una pócima de horrible sabor, me puso compresas sobre la frente, y qué se yo cuánto más de su arte aplicó sobre mi persona. Estuve muy mal, perdí el conocimiento; durante un día no supe de mí. Pero la medicina del arriero me salvó la vida y … –

– Como Ud. verá, aquí también hay de todo – interrumpió el silencio que horadaba el recuerdo de Tadeo, mientras señalaba con sus manos abiertas el vasto universo crepuscular frente a sus ojos. Luego se dispuso a desenrollar su vieja estera sobre el suelo de color ocre. Era la hora de la tarde. La rutina de la ley sagrada exigía interrumpir momentáneamente todos lo humanos afanes, mirar en dirección de la ciudad santa y orar.

Sus pies resistieron mucho mejor la caminata de los días siguientes, y en cuatro días arribaron a Chamán a través del obligado paso Khojak. Como el rudo policía Koyak y el mágico chamán de las culturas precolombinas. Muchos nombres de lugares le trajeron a Tadeo palabras o conceptos de su propio lenguaje occidental. Chaman, la última puerta, la frontera misma, la entrada a Afganistán contra la corriente de la multitud que venía en sentido contrario.

Era bien entrada la tarde, a la hora de las sombras largas, cuando fue a pasearse al campamento hecho de piltrafas donde las sequedades del desierto en las grietas de las paredes hablaban el silencio mudo de la desesperanza. Oyó niños llorar, vio gente de pieles tan curtidas como los mismos adobes, algunos pequeños fuegos donde hervían aguas con arroces y cebadas de las caridades organizadas. En ese momento se dio cuenta de que no sabía, no tenía idea de si lo que estaba ocurriendo allí era nuevo, reciente, aunque obviamente no lo parecía. Más bien la ola invasora parecía ser permanente; el acarreo constante de una marejada humana trayendo los despojos de los desposeídos de una nación en fuga. Experimentó una sensación profunda que no supo interpretar, pero en algo se parecía al desarraigo que esas personas le proyectaban en aquél sombrío instante. No entendía cómo era que él no estaba enterado de nada de lo que allí ocurría, y saltaba a la vista que esto no era una cosa del último mes, o algo así, no, evidentemente esto era algo de bastante más tiempo… – pero qué sabemos de estos países allá donde yo vivo… – tragó saliva… – como ellos no creo que tengan la menor idea de nosotros tampoco -.

El estómago de la silueta de la dama bebiendo en su mapa delimitando el imperio de Alejandro. Aquél contorno dibujado en el mapa que mirado en el sentido de los paralelos parecía una mujer cuya cabeza estallaba por el Mediterráneo oeste y en su mano el norte de África semejando una jarra, sí, en ese mapa Afganistán podría ser justamente el estómago de la extraña y patética figura humana. El estómago está en llamas, y la dama sigue bebiendo mientras su cabeza estalla. Al centro mismo del inmenso imperio aún continuaba la guerra comenzada hacía más de dos mil años… eso era todo. Noticia demasiado vieja y repetida para el rating de las nueve.

En Chamán el intercambio mercantil fue fugaz y no muy provechoso para la caravana. Algunos utensilios plásticos, telas de baja calidad, casi nada importante. A Tadeo le llamó la atención que los camellos siempre iban cargados, a pesar de que en los lugares visitados iban dejando parte de su mercadería. Tal vez por el trueque que de vez en cuando resolvía la relación comercial, tal vez porque su carga no era del todo expuesta, el hecho era que los bultos sobre las jorobas siempre parecían tener la misma altura y volumen.

CAPITULO IV

La cuestión de la entrada en Afganistán, pensaba Tadeo, podría ser un problema. A la llegada a la aduana Sadar Muhammad se bajó de su montura y resueltamente, seguido de dos de sus hombres, ingresó al recinto. Los demás esperaron a una distancia considerable del edificio. Al cabo de algunos minutos salieron y caminando volvieron al grupo. Conversaban animadamente mientras tiraban de las riendas. A una orden del jefe, la caravana volvió a moverse pasando a poca distancia del complejo aduanero. La carretera que llegaba a este lugar era transitada por escasa cantidad de vehículos: dos taxis esperaban su turno para pasar a Paquistán, mientras los conductores dentro del recinto eran sometidos al rigor de los trámites y la multipapelética burocracia local. Una extraña sensación recorrió la geografía orgánica y mental de Tadeo. – ¡ Estoy en Afganistán ! – se dijo esforzándose en mantener el ritmo de la caravana que parecía haber aumentado mientras de a poco la frontera iba quedando atrás. – ¡ Estoy dentro, pero… no pasé por la aduana, no tengo el registro en mi pasaporte, nada…! ¿ No sería mejor devolverme y entrar legalmente, como corresponde ? ¿ Qué clase de arreglos hizo Sadar Muhammad para que yo y todos lo demás ingresemos al país sin tener que hacer nada ? –

Soberbio el jinete sobre su cabalgadura no miró siquiera a Tadeo cuando éste se acercó corriendo para averiguar sobre su situación. Mirando hacia el horizonte se limitó a esbozar un simple – no se preocupe, todo está arreglado -.

– Pero, ¿ qué está arreglado ?; yo quiero entrar en el país en forma legal, y esto no parece ser el procedimiento normal …-

El caminar al lado del caballo sin ser atendido de una forma mínimamente cortés comenzó a irritar a Tadeo, el sol quemaba y las gotas de sudor comenzaron a resbalar por su frente ya morena y mimetizada de aires orientales. Sintió rabia, más el sentimiento que afloraba por sus poros húmedos no venía del saberse ilegal dentro del país con que soñaba su fantasía sino de la constatación de que de pronto el intrigante mercader árabe ya no lo tomaba en cuenta. Dejó que el caballo se alejara, fue ganando distancia… se sintió solo cuando de pronto se vio de nuevo en medio de la caravana. No le quedó entonces más remedio que seguir al ritmo de los camellos, su olor lo penetraba todo, el polvo, el calor, la incertidumbre.

– ¡ Pero qué es esto de sentirme solo ! … ¿ cuándo fue el árabe una real compañía… cuándo lo fue ? Si en realidad no hemos tenido prácticamente ningún contacto desde que salimos de Quetta… – el espíritu de Tadeo buscó entre los recodos de la razón alguna constelación de átomos pensantes que esmaltara de lógica la explicación que se daba para ocultar el hecho de que no quería sentirse solo. No obstante, aquella noche más que soledad sintió desamparo. Lejos de todo, mimetismo anónimo en un lugar anónimo, el hecho de que el hombre que hablaba inglés en la caravana parecía ya no tener ningún interés en él. Hasta ahora, en todo su largo viaje hasta la meseta bajo cuyo cielo estrellado pernoctaban los nómades comerciantes, nunca en su vida en realidad, había sentido como en aquella noche la penetrante sensación de desamparo con la que finalmente se durmió. Soñó toda la noche con niños perseguidos, desnutridos, moribundos, desamparados en las chozas de cartón y barro que había conocido en el campamento de refugiados días atrás.

El convoy se dirigió primero hacia el oeste, en dirección a Kandahar, manteniéndose siempre a relativa distancia sobre los lomajes al norte de la carretera. Por la mañana del segundo día divisaron a mediana distancia un grupo de personas desplazándose hacia el sudeste. Cuatro hombres adultos cargando grandes fardos sobre sus espaldas, uno más bien anciano; tres niños que arrastraban los pies levantando polvo, y una mujer envuelta en trapos, más dos perros que ladraban iracundos desde la lejanía a los camellos impertérritos. La tarde de ese mismo día vieron pasar una fila interminable de camiones militares, serían unos cincuenta. El ruido que provocaron con sus motores era tan intenso que los animales se pusieron nerviosos y hubo que contenerlos fuertemente con las riendas. Excepto por estos dos avistamientos, nada más ocurrió en todo el trayecto que sacara a Tadeo de su estado de contemplativa resignación. Lo cierto es que el germen que había acunado la víspera puesto al rocío de la noche lentamente fue depositándose en los sentidos de Tadeo como la recuperación de la confianza en sí mismo, aquél torbellino de autoimpuesta fuerza que en más de alguna ocasión en su vida le había dado un nuevo vigor a aquello que estuviese ocurriendo. Al llegar a una verde explanada que parecía ser un amplio valle el caballo líder enfiló su nariz hacia el norte. La delgada línea del camino internacional fue quedando atrás. Tadeo más y más se iba internando por los andamios del país en el que él era nadie.

– Ramazan , ¿ porque no pasamos por Kandahar ?- inquirió Tadeo al beduino curandero.

– No lo sé. Sadar Muhammad lleva la ruta del comercio por donde le place – fue la escueta respuesta.

Tal vez porque no quisiera, o no pudiera decir algo más. O tal vez la aguda mente de Tadeo vislumbró que su cultura, sus vivencias, la idiosincracia de Ramazan no le permitía decir algo más cuando se trataba de los planes de su jefe. O el miedo, tal vez…

– … pero … – corrió hasta donde cabalgaba Sadar Muhammad – ¡ escuche, pare por favor, necesito consultarle algo !… ¡ quiero ir a Kandahar ! –

El beduino detuvo su caballo repentinamente. En ese momento a Tadeo se le ocurrió pensar que él no había visto a nadie, nunca desde que viajaba en la caravana, hablarle a Sadar Muhammad de una manera que pareciera perentoria, exigente. Pero ya lo había hecho, y, para peor, delante de todos los demás. El hombre se desmontó y con un ademán de su mano hizo que uno de los suyos viniera corriendo y sostuviese las riendas. Entonces puso una mano sobre el hombro de Tadeo y lo indujo a caminar junto a él. Avanzaron algunos metros y se detuvieron delante de los hombres que se habían acercado a observar qué estaba ocurriendo; de pronto Tadeo vio volar una mano, no alcanzó a hacer nada, y el golpe brutal, el puño artero se hundió en su riñón izquierdo; el ataque sorpresivo lo botó al suelo. Se encogió de costado, pero el taimado ser de su interior no quiso ver el cuerpo mordiendo el polvo de un desierto ajeno y reuniendo fuerzas y conteniendo el agudo dolor de todo su cuerpo se puso de pie. Lo miró a la cara, y sin bajar la vista ojo con ojo sacó su diccionario del bolsillo trasero del pantalón y buscó. En la cara de todos se encendió el desconcierto, hasta el propio Sadar Muhammad no pudo evitar el quedar allí mirando, perplejo, como esperando qué vendrá. Vasto, inmóvil, magnífico e incomprensible, el desierto que los envolvía observaba mudo los acontecimientos.

– Perdone mi falta de respeto – gesticuló Tadeo. En su rostro no había nada sino la intención de transmitir adecuadamente esta idea. Todos los hombres observaban y oían, nada más en el aire quebraba el silencio café y piedra que los rodeaba en una tenue brisa caliente.

Sadar Muhammad levantó su mano y apuntó con el dedo índice hacia el sureste. – Puede ir a Kandahar si desea, queda hacia allá. Son dos o tres días de camino. Pero es peligroso, hay una guerra y nadie está a salvo. Además, si sigue con nosotros se acercará bastante al Amu Darya… ¿ no es eso lo que Ud. quiere acaso ? – Dicho esto se volvió sobre su cabalgadura y como si nada dio la orden de continuar. Un rictus extraño surcó su semblante oscuro. Los hombres comenzaron a moverse sin más demora, como si aquí nada hubiese ocurrido. En cosa de minutos un círculo de soledad crecía alrededor del dolor en el costado y el orgullo herido de Tadeo. Sólo tenía segundos para no rezagarse demasiado… si es que decidía continuar con ellos. Cara o sello. La incertidumbre viva del desierto, dónde ir cuando en el internarse en busca de su historia la historia de su propia vida cada vez se veía más insegura, débil desamparo arrastrado por los vientos de un escenario que no era el suyo.

Tomó aliento y se puso a caminar. Los últimos camellos aún no se había alejado demasiado, y al final de la columna, como esperándolo, se dibujaba la silueta de Ramazan. Parecía esperarlo, pero nadie más en la caravana miró hacia atrás. Al acercarse, el curandero le pidió a Tadeo una mano y de los surcos de su palma vació varias semillas muy pequeñas, luego le entregó la botella de cuero. – Beba esto, le quitará el dolor que lo aflige – dijo el hombre y se dispuso a avanzar. Tadeo lo tomó bruscamente del brazo, pero no dijo nada, sólo en su mirada estaba escrita la señal de sentirse sólo unido a él en medio de toda esa vastedad. Caminaron, sin decir nada siguieron la sinuosa huella de los camellos.

Los siguientes días no trajeron mayores sorpresas, excepto porque el paisaje continuamente se pincelaba de las siluetas demacradas de grupos de personas en constante migración, haciendo sentir que el silencio era infinitamente más elocuente que mil lamentos y palabras de desolación. – ¿ A quién le pedirían explicaciones esas personas cuyas vidas parecían ser una constante miseria ? – se rebelaba el espíritu de Tadeo en permanentes preguntas sin respuesta.

De pronto ocurrió algo diferente. Sucedió cuando el cerro de la derecha deslizó su suave lomaje de plácidos tonos ámbar hacia el plano, como un paño de seda inflado desde su interior ignoto y profundo. Etéreo ya el cerro se volvió planicie, pradera árida y extendida en cuyas aguas imposibles surcaba los vientos aquél oasis como una postal fuera de contexto. A la distancia todo se veía verde, y en medio una casa enorme. Hasta ahora no había logrado hacerse de una idea concreta del asunto en cuestión, a pesar de todo el esmero que su acompañante había puesto para explicarle que vería de pronto un lugar de increíble belleza, donde nadie se podía acercar mucho, intocable, con jardines, pilas de agua, hermosas aves circulando, faisanes, qué se yo, de todo. Y un palacio de greda, piedra y madera.

– Pasaremos a unos dos kilómetros de la casa – oyó que Ramazan le decía. – K-i-l-o-m-e-t-e-r deletreó, al mismo tiempo que su mano exhibía dos dedos. Parecía causarle mucha gracia pues sonreía permanentemente, es más, su rostro parecía estar casi siempre buscando cosas divertidas en la lejanía. – La casa – pensó Mateo mientras devolvía la sonrisa. La casa; esa fue la única palabra que en su diccionario tuvo algún sentido fonético para lo que sus oídos escucharon, y en efecto allí había una casa… pero ¿ qué clase de mansión era esa, tan fastuosa y en un lugar tan remoto, con magníficos caballos pastando en los verdores que la circundaban ? ¿ Con un robusto cerco rodeando a su vez todo aquél verdor mágico en el reino de las sequedades ? Mientras seguía caminando se puso los audífonos y conectó el tempo impetuoso d’estate, el verano de Vivaldi en una estación furtiva del viaje de la vida por los desiertos calientes de un mundo que a cada instante abría nuevas ventanas por donde serpenteaban los pentagramas de una música llevada en un pequeño artefacto a pilas que escribiendo las notas navegaba también en aquél periplo lleno de sorpresas.

Acamparon no muy lejos de allí, en un lugar en que el valle al que se internaban se flanqueaba por una angostura de paredes de piedra de enorme altura. Un arroyo serpenteaba el verde achaparrado de la vegetación que en invierno se cubría totalmente por la nieve. Hicieron fuego y comieron bajo el escenario cósmico de la luna apareciendo lentamente por detrás de los cerros. Pronto el disco grande y amarillo lo iluminó todo. El valle parecía embrujado, y una ligera brisa temperada fluía entre las piedras y los hombres. Había calma y misterio en el aire. Tadeo apoyó su cansado cuerpo a la roca que lo cobijaba, y cerró los ojos. Aún se escuchaban las conversaciones de algunos paisanos, y en esta ensoñación se quedó dormido.

Un brusco sobresalto despertó su conciencia ya al borde del abismo de los sueños. No supo cuanto tiempo llevaría dormido, pero observó que la luna ya estaba en el cenit. Algunos hombres corrían a la tienda del jefe, y le pedían que saliera pronto. Hablaban en voz alta, un pequeño caos reinaba entre ellos. Una luz como de linterna destelló arriba de la pared rocosa, a la izquierda del campamento. Luego otra luz por el otro costado, y una más en la entrada del valle. Todo indicaba que estaban rodeados. Se incorporó de un salto y lo único que se le ocurrió fue buscar entre las penumbras dónde se encontraba Ramazan. Cuando por fin lo encontró, Tadeo jadeaba. Una gran ansiedad invadía cada centímetro de su ser, pero mayor fue su sorpresa al notar que Ramazan seguía los acontecimientos sentado contra el lomo tibio de un camello. Nada en el parecía perturbado o confuso.

– ¡ Qué ocurre, dime qué ocurre, Ramazan, de qué se trata esto ! –

– No lo sé, Tedeum, pueden ser bandidos, o soldados, qué se yo. En cualquier caso es mejor esperar y ver qué ocurre . Quienes sean, están por todas partes, y es mejor esperar…- No alcanzó a decir más cuando unas ráfagas de metralla rasgaron con violencia la hasta entonces quietud de la noche. Ahora sí estaba claro que las cosas se complicaban. Mientras la mayoría de los hombres se movía de un lado para otro presas del temor, el único hombre que algo podía explicar a Tadeo se mostraba sereno y relajado. Pero no era el único sereno. Cuando Sadar Muhammad por fin salió de su carpa, se le veía tranquilo y preparado para asumir su condición de líder del grupo. Tadeo se encontraba a unos veinte metros de distancia de él, y observaba con cuidado sus movimientos. El hombre parecía tener clara la situación… daba la impresión de saber lo que estaba ocurriendo. ¿ Los estaba esperando ? Sus hombres también se comenzaron a tranquilizar y sólo entonces se comenzó a escuchar un fuerte ruido de pisadas por todas partes. El círculo se estrechaba.

Finalmente se vieron, al principio parecían sombras, fantasmas visitando la noche. Luego se hicieron más reales y visibles, y de pronto unos quince o veinte hombres, era difícil precisarlo, estaban instalados en el campamento. Portaban armas de fuego de diversos tamaños y formas, y en sus rostros no había nada excepto una expresión fiera e indiferente.

Sadar Muhammad se adelantó esbozando una amplia sonrisa mientras caminaba en dirección a uno de los hombres. Parecía tener unos cuarenta años, era delgado, atlético, y evidentemente se trataba del jefe del grupo. Un fusil colgaba de su hombro derecho. Se abrazaron ligeramente y se besaron en ambas mejillas. Hecho esto, ambos hombres se retiraron al interior de la carpa. Los demás guerreros se quedaron afuera en actitud de espera y sin comunicarse para nada con los demás hombres de la caravana. A Tadeo no le fue indiferente el constatar que tres de los hombres se instalaron a escasos metros de él, y un cuarto se había quedado al otro costado. Esto le turbó el pensamiento y un sudor frío perló su frente iluminada por la luna.

Recordó aquella noche en Quetta, y sólo entonces reparó en el hecho de que no podía precisar cuanto tiempo había pasado… un mes tal vez, o dos. El aspecto de esta gente era muy similar entre sí, y si eran soldados no lo parecían en el sentido de lo que Tadeo tenía por convencional. No vestían uniforme, en su ropaje nada parecía indicar el rango o la autoridad. Más bien encajaban en la idea que Tadeo tenía de un guerrillero. Le vino a la mente el fugaz estereotipo de los afiches del che Guevara, y por un instante sintió alguna suerte de empatía con aquellos hombres. Ramazan lo miró como intuyendo sus pensamientos, tomó un panecillo duro de un bolsillo y se lo dio a comer.

– Luchan por Alá y por nuestra causa – dijo, mirando la carpa del jefe.

– ¿ Y cuál es su causa ? – contestó Tadeo intentando hablar en voz muy baja.

– Liberan a nuestro país de la gente que nos invade y nos envenena con sus costumbres endemoniadas… – lo miró a los ojos – Tedeum también es extranjero, pero no parece invadido por esa maldición… lo peor es que intentan envenenar el Islam, pero el odio no es bueno para el Islam… no es bueno… –

– No te entiendo Ramazan, dime de qué maldición hablas, qué tiene que ver todo esto con la gente que escapa, con los refugiados medio muertos de hambre en Paquistán… quién pelea contra quién aquí, ¡ dime, por favor…!

Ramazan pareció querer decir algo, pero la conversación se interrumpió cuando repentinamente se abrió la carpa, salieron los dos jefes y sin más se dirigieron hacia el lugar donde se hallaban ellos. Un escalofrío recorrió toda la espalda de Tadeo, pero su fuerza interior gatilló el acto reflejo que lo puso de pié de forma instantánea, y miró a los ojos del hombre que algunos días atrás lo había golpeado.

– Debe Ud. acompañar a estos hombres Tadeo – pronunció con indiferente parsimonia Sadar Muhammad , como dando a entender un veredicto – y comprenda por su bien que no hay elección -.

De pronto el reloj juguetón de las circunstancias hizo volar su segundero como queriendo recuperar toda la vaguedad experimentada por la vida de Tadeo a lo largo de los últimos e indeterminados tiempos. Una procesión de imágenes acompañó este vertiginoso girar de las manecillas, su trabajo, el último café en Grecia, su oscura borra y su aroma tibio, el departamento, la mujer que despertó su sueño de viajar en pos de algo que cada vez parecía más inalcanzable, el rostro por la cual estaba aquí… al llegar a la imagen de la mujer sintió un empujón nada amable. Despertó. Miró con espanto al hombre que lo apuntaba con una pistola. No sabía que hacer. Otro empujón, y luego otro más fuerte. Quiso llamar a Ramazan, su único nexo, pero una tenue luz de razón desde el fondo de su ser le aconsejó no hacerlo, qué sentido tenía. Miró hacia atrás justo cuando otro empujón llegaba ahora en forma perentoria; uno de los soldados le dijo algo, quién sabe qué. Ramazan le devolvió la mirada y le mostró al mismo tiempo su mano empuñando un hato de raíces y hierbas que tan sólo un minuto atrás había sacado de su bolso.

¿ Qué le quiso decir ? Ahora la adrenalina corría por la sangre de Tadeo sin que pudiese detenerla para pensar con claridad. Mejilla con mejilla los andamios del peligro bailan con los vericuetos de la razón al compás de la música de inciertos caminos; Tadeo no quería mostrar, demostrar el terror que todo aquello le estaba provocando. De pronto se constató prisionero. Estaba claro que estos hombres no le indicarían la dirección hacia la ciudad más cercana y le darían la opción de marcharse. No, casi al trote se adentraba más y más en el intestino de una guerra milenaria, devorado por las circunstancias que reducían su persona a la nada misma. Sudaba, miraba de reojo al barbado que lo flanqueaba como un perro de compañía; no se separaba de él. El pulso, ese espasmo de las arterias que desde el interior toca el tambor de los ventrículos llegaba a levantar la piel del pecho. No había nada que hacer; nada absolutamente excepto seguir el rudo y animoso paso que llevaban los guerreros. Por algún motivo tener que correr al ritmo de su causa.

CAPITULO V

Por fin llegaron a una suave explanada donde esperaban dos hombres junto a un camión y un jeep Toyota de color marrón. Tenía el vidrio trasero quebrado. Sin detenerse debió subir Tadeo al camión con sus captores. Un brusco movimiento indicó que el pesado vehículo se puso en marcha. Desde donde estaba podía mirar hacia delante entre algunos hombres; no había forma de ver por dónde iban. Tan sólo la luna pintaba un paisaje etéreo haciendo que el desierto entero se convirtiera en el fantasma de la desolación flanqueado en su prisión de arena por los nítidos contornos de unos elevados picachos a su derecha.

¿ Cuánto duró el viaje entre piedras y hoyos y piedras y hoyos y piedras y hoyos hasta el cansancio ? Tal vez treinta o cuarenta fastidiosos y eternos minutos ? Hacía ya rato que en Tadeo había mermado la habilidad para estimar el curso del tiempo en minutos u horas, ni siquiera en días. El lugar al que arribaron era un gran cañadón. Al bajar del camión miró a su alrededor y vio las altas murallas que a la luz de la luna llena que todo lo penetraba de un color extrañamente inquietante y sintió estar en un espacio inmenso; una sensación de recogimiento lo invadió por un instante, tiempo suficiente para sentir otra vez el empujón brutal que sin previo aviso le conminó a caminar. Percibió una remota sensación de alivio; caminar en este momento era mucho más placentero que seguir sobre ese endiablado camión.

La estadía en Quetta, su irritante lentitud, su sensación de eterna espera ahora le parecía a Tadeo casi un lugar de vacaciones. Las imágenes del pueblo, los niños a la hora del crepúsculo llevando agua del arroyo a las casas, las flexibles varas de madera desde cuyos hombros se bamboleaban los baldes sin derramar su valioso contenido; los atardeceres impregnando de oro los adobes centenarios en que moraba aquella escuálida comunidad; las larguísimas sombras del crepúsculo perdiéndose en la arena. Ninguna de estos elementos constituyentes de la vida rutinaria y cotidiana del pueblo habían sido mirados y valorados por Tadeo, sólo habían sido vistos como se ve cualquier cosa que no conmueve ni deja huella alguna… recordó a una niña que jugaba inocente de todo a la orilla del camino que llevaba a la casa donde él dormía. Por un instante ella lo miró a los ojos y le sonrió. A la pequeña le faltaba un brazo. Esto lo choqueó un poco, pero esa carita y esos ojos le habían impresionado, fascinado, más no lo había asimilado, mucho menos disfrutado. En el encierro que ahora retenía su magra figura se le antojaba que la tensión de la espera entonces le había evitado el disfrutar del lugar en que se hallaba. Disfrutar al menos en el sentido de la cultura, valorar la vivencia de estar allí, en un mundo totalmente extraño a el, a su propia vida y pretender que todo aquello que lo rodeaba tenía una razón de ser tal vez más allá de sus muy particulares expectativas. Pero no había sido así y ahora le pesaba, – qué tonto fui, qué ciego… – pensaba… su vida últimamente se había transformado sólo en pensar y seguir pensando casi hasta enloquecer de pensamiento.

Había sin embargo un resquicio. Pasaron muchos días antes de que lo notara; primero fue la razón. Esta le dijo sin rodeos que el lamentarse de no haber vivido mejor antes le estaba haciendo cometer el mismo error de nuevo. Consideró que no sólo en Quetta había perdido la oportunidad de vivir bien, tantas veces le había ocurrido lo mismo a lo largo de su vida. Su mente divagó en plena libertad por el sendero de los recuerdos, y desde alguna recóndita fuente oculta en su interior una creciente sensación reconfortante comenzó a imponerse con creciente fuerza. Miró al cielo y vio las estrellas, toda una inmensa lujuria láctea como jamás antes había visto. Para colmo una estrella fugaz rubricó el paño negro que cubría el fondo de todo aquello. Se dio cuenta de que podía ver el cielo, su encierro no era total ni claustrofóbico. Darse cuenta de este hecho fue como una declaración de independencia. El rectángulo de altas y gruesas paredes de tierra contenía un espacio malamente techado por quejumbrosas láminas de zinc y otra parte sin ninguna clase de cubierta. De día el calor bajo el zinc era abrasador, pero proveía de sombra. De noche el frío calaba hasta los huesos. El camastro en aquél tierral era un viejísimo somier de metal cubierto por paja seca, y sobre la paja una franela gruesa ayudaba a soportar las bajas temperaturas. De día no había nada que ver, sólo un embriagador infinito. De vez en cuando un ave surcaba las huellas que por las noches dejaban los astros. Pero los atardeceres y sus crepúsculos mágicos degradando los celestes y azules hasta el negro absoluto y la acuarela de los amaneceres rojos o amarillos cuyas etéreas pinceladas eran seguidas por el ojo atento de Tadeo le situaron por fin dentro de los límites de su propio ser. Cada noche estudió de las estrellas su posición y movimiento; como un celoso guardián de los planos estelares trazó sobre la tierra los pasos de aquellas luces que lo bañaban de eternidad. Luego concibió la idea de estar siendo tocado por partículas que antes de llegar a él y a su minúsculo rectángulo terrenal habían viajado por el cosmos infinito a lo largo de tiempos y distancias incalculables. Tocado por el principio de los tiempos… aún más que en su ya mítica orilla del Amu Darya donde todo suponía haber comenzado, la noche que descubrió esto una intensa emoción se apoderó de su ser. Quiso llorar y unas gruesas lágrimas rodaron por su mejilla. De rodillas en el suelo, su frente por un instante rozó la tierra y sintió un inexplicable deseo de dar gracias. Luego se durmió. Esa noche soñó con los niños que había visto en los campamentos de Paquistán, los veía a orillas del río jugando, gritando, riendo y de pronto una ola salvaje venía y los aplastaba… entonces se transformaban en estrellas y caían sobre su techo de zinc convertidos en polvo cósmico, desintegrándose en la nada.

Los días pasaban sin que Tadeo pudiese llevar cuenta alguna. A juzgar por su observación diaria de las estrellas y la luna, concluyó que llevaba allí tal vez unos dos meses. Creyó estar en una aldea, algo muy pequeño. Algunos días escuchó el rugir de gran cantidad de motores y el rechinar de hierros, pero no logró imaginar de dónde provenían esos sonidos. A veces se oían niños, otras veces hombres pasaban cerca de la prisión y él los escuchaba conversar. Cuando esto ocurría, Tadeo hacía grandes esfuerzos por retener en la memoria los vocablos escuchados al viento y luego buscaba en su ya vieja y raída agenda. Por alguna desconocida razón nunca se la habían quitado y era prácticamente la única pertenencia personal que se le había permitido conservar. Muchas veces los sonidos escuchados encajaban con palabras de su diccionario que representaban la idea de un conflicto, una guerra. La ración diaria de agua, pan y cereales a veces se complementaba con una suerte de yogurt ácido de aspecto poco agradable pero que con el tiempo le comenzó a gustar. Aparentemente tenía propiedades energéticas, y era lo único diferente en su dieta más habitual.

Una vez más, como cada día, se abrió la puerta y entró el hombre con la comida. La depositó como siempre sobre la tierra y esta vez no salió de inmediato. Miró a Tadeo y con la mano le hizo un gesto para que lo siguiera. El prisionero se sintió sorprendido, pero no lo demostró. Es más, le sonrió al carcelero y con mucho ánimo salió del recinto. En efecto, tal como sus sentidos le habían hecho suponer, una centena de casas muy antiguas de piedra y barro se ubicaban sin orden aparente por todo el lugar. Además, como aquella primera noche, ahora pudo ver con total claridad el encajonamiento pétreo en que se hallaba la aldea: todo a su alrededor eran increíbles formas rocosas que se escalaban hacia el cielo en miles de rígidos y afilados perfiles. Después de su larga incomunicación total, sin nadie con quien hablar, sin saber cuanto tiempo llevaba allí, Tadeo creyó haber atravesado la puerta del tiempo y haber llegado a una época muy pretérita. Fue como retroceder mil años, o más. Apenas sus ojos sobrevolaron todo el escenario como un anguloso paneo de las pupilas lo primero que se le vino a la cabeza fue pensar en lo agradable y loco que sería tener aún su viejo personal stereo en ese momento.

El carcelero, totalmente ajeno a las subconscientes pretensiones de su rehén, le indicó con la punta de su fusil que caminara sin dilación. El barbudo y delgado soldado no parecía tener ningún interés en Tadeo, se diría que lo llevaba con desdén y desprecio. Sabía que no había dónde escapar. Pero los ojos de Tadeo ya habían escapado y recorrían con avidez todo cuanto se interponía entre él y el sol omnipresente. Desde una callejuela flanqueada por paupérrimas casas de tierra surgió de repente una visión inexplicable, jamás vista y ni siquiera imaginada: dentro de una total cubierta de grueso género azul oscuro se desplazaba una figura aparentemente humana que a ratos dejaba ver las puntas de unos zapatos negros y muy viejos. La figura era escoltada por un hombre. Al cruzarse en su camino, Tadeo pudo distinguir una suerte de rejilla a la altura de la cabeza, algo que parecía ser para mirar… al menos para respirar. Por un instante se detuvo ante la impresión que le causó, y entonces ocurrió que la rejilla apuntó directo a sus ojos. Un segundo después el cañón del fusil fue a parar brutalmente sobre el omóplato derecho de Tadeo; sintió como el hierro frío e indiferente le hundió la carne, pero mayor fue su desconcierto al ver que el hombre que escoltaba a aquella cosa andante le propinó un fuerte golpe con una varilla en algún lugar, donde cayera. Era imposible saber donde se golpeaba a aquél fantasma portando su ataúd de trapo. La angustia subió por el cuello y le secó la garganta. ¿ Quién iría allí dentro, otro prisionero tal vez ? Ciertamente alguien mucho más peligroso, más prisionero que él… pero, ¿ qué habría hecho para tener que andar así ? – Cualesquiera sean las circunstancias, esa persona bien podría encontrar un oasis la vida que yo estoy llevando – se dijo en voz alta Tadeo. Era como si no pudiera creer lo que había visto. Para su mayor asombro, algunos minutos después vio otro de aquellos espantos, y luego tres juntos desplazándose tan rápidamente por el camino que levantaban una suave polvareda. Y siempre uno o dos hombres las seguían. Nadie les prestaba atención… Tadeo concluyó que para estas personas aquello no tenía nada de especial. Siguieron caminando, otros hombres iban y venían cada uno portando armas como en una película del lejano oeste, pero ciertamente esto no era el lejano oeste. Tan sólo el lejano este, donde la vida y las costumbres corrían por distintos paralelos. A la salida del pueblo enfrentaron un grupo de tanques, y sólo en ese instante la idea punzante de una guerra penetró en los sentidos de Tadeo. Se conmovió otra vez ante la escena brutal del compás de espera de las mortíferas máquinas. Parecían bailar la danza mecánica e inmóvil que antecede a la muerte; las pupilas treparon por los largos cañones hasta la escotilla superior, luego recorrieron los contornos, las ruedas y la implacable oruga. Eran viejos, eso se notaba a simple vista, incluso algunas partes estaban oxidadas. De pronto vio uno de cuyo cañón colgaban unas camisas blancas. Pasaron frente a unos diez tanques y luego se alejaron un poco más. Sintió miedo… – ¿ dónde me lleva este tipo ? – Eran los dos y la soledad, pero pronto llegaron a la orilla de un minúsculo arroyo, cuyas aguas de color café se deslizaban sin aparente premura verdeando todo a su alrededor.

El hombre le hizo, siempre con el fusil en la mano, un gesto de que se lavara. Luego retrocedió unos metros. Tadeo miró el agua, la asimiló, la bebió con la mirada durante varios minutos. Luego se arrodilló y sumergió sus manos, el acto le parecía irreal y mágico, como un sueño. Estaba helada. Volteó sus palmas hacia arriba, subió las manos fuera de la superficie, y vio el líquido correr entre sus dedos y volver al arroyo. Repitió una y otra vez este acto, como poseído por un embrujo. De pronto subió con un fuerte impulso sus manos hasta la cara, y el agua explotó en sus mejillas, párpados, en su frente. Un gutural – ¡ah ! -, atávico y profundo surgió desde sus resecos labios. Otra vez las manos a la cara, y otra vez más. Quiso meterse entero al agua, pero el arroyo era muy pequeño. Tantas veces se había bañado en ríos cordilleranos en épocas pasadas, en un tiempo que ahora se le antojaba remoto y que al mismo tiempo estaba unos mil años por delante. Aquellas veces en que el encuentro con el agua pura y cristalina, virgen de la montaña, encendía en Tadeo la sensación del bautizo cósmico que muchas veces en su vida había experimentado. Y ahora otra vez lo mismo… la misma sensación lo penetró de nuevo. Bajó la cara hasta poner la boca en contacto con la superficie, y bebió un trago. Luego hundió la cara completa durante algunos instantes. Entonces se puso de pie y miró hacia atrás donde sentado sobre una roca lo observaba de reojo su inseparable carcelero. Se miraron. Una mueca parecida a una tenue sonrisa se dibujó entre las grietas prematuras del rostro de Tadeo, y con un gesto le comunicó que estaba listo.

Volvamos, pues, a las casas, fue la respuesta que el movimiento del cañón trazó en el aire del atardecer. El refresco devolvió a Tadeo la obstinación de su naturaleza por vivir todo aquello con la mayor disposición posible a disfrutarlo, en su propio sentido más ultraterreno de la palabra. La brisa estaba agradable. Podía caminar fuera de la celda y esta vez el guardia no lo apremiaba a cada instante con el fusil, más bien llevaban los dos un paso distendido. El contacto con el agua había sido fantástico. – ¿ Qué más puede un hombre querer en este lugar, o más bien en mi lugar ? – iba meditando, caminando, qué elemental le parecían las necesidades básicas de una persona cuando está reducida y prisionera. A veces sentía miedo, es verdad, y varias noches su espíritu se había rebelado haciéndose cientos de preguntas cuyos esbozos de respuestas en el fondo no le interesaban en lo más mínimo. Dentro de su ser se había instalado con un poder extraordinario la convicción de no estar prisionero de esas gentes tan belicosas y extrañas, no, en absoluto, surgía y enunciaba la voz que desde bien adentro cada día cobraba más fuerza. Esta voz le decía que sólo estaba recorriendo el camino que él debía seguir en su vida, y sus carceleros no eran más que instrumentos de su propio destino.

Al volver a pasar por la fila de tanques le llamó la atención el silencio que ahora inundaba el espacio que no mucho rato antes estaba lleno de voces y pasos por doquier. Entonces los vio, eran dos hombres sentados sobre sus pantorrillas, en una actitud del cuerpo tan devota y pacífica que contrastaba violentamente con aquellos monstruos metálicos dormidos a su lado, como fieras a la espera de las órdenes del amo para escupir fuego de su larga y fría nariz de metal. Sus ojos permanecían cerrados, y sus manos a la altura del pecho oraban quién sabe que oraciones a su Dios omnipresente. El guardia le indicó que se detuviera y se sentara en el suelo, y luego el también comenzó su ritual. Tadeo los miraba perplejo. ¿ Qué ocurriría si el ahora de repente saliera corriendo ? Pero no tenía la menor intención de huir… – qué caso tiene huir del destino – oyó una voz en su interior. En su larga estadía en oriente ya había observado cientos de veces a los musulmanes en las oraciones diarias, pero verlos ahora al lado de los tanques, sus rostros de pronto tan serenos y concentrados, sus fusiles tendidos en el suelo al lado de sus piernas, el gesto de digna sumisión en sus cabezas siempre altivas; esto era una escena que jamás habría imaginado. Llevaron sus cabezas hasta rozar la marchita hierba y luego se incorporaron. Prosiguió luego el camino a la celda, sin que esta interrupción modificara en lo más mínimo la aparente disposición de ánimo del carcelero. El sol de la tarde iluminaba de amarillo los tristes adobes semiderrumbados de las casas que por doquier poblaban aquella olvidada ciudadela en algún olvidado rincón del mundo. La escena era de otro planeta; la perspectiva del suave lomaje donde se hallaba le permitió una panorámica del pueblo. Había una extraña magia en el lugar; muchas casas tenían partes de sus paredes en el suelo como si hubiesen sido bombardeadas, pero no ayer, ni la semana pasada, sino que parecían haber estado así desde siempre como si nunca hubiesen conocido el reposo y la paz. Tadeo recordó unas vacaciones de la infancia, en el sur, en una casa de adobe, donde todo respiraba serenidad… de pronto divisó una estancia iluminada por el calor de una fogata. Tres hombres sentados y uno de pié conversaban en amena charla. Todo alrededor se teñía de un cálido y amable rojo… qué lugar más fascinante. Esto no parecía ser de esta tierra. Pasó un hombre montado en el agudo chirriar de una bicicleta y el estridente sonido le indicó que estaba llegando a su habitación.

Poco antes de llegar Tadeo intentó comunicarse con su acompañante. Sentía que a pesar de su voluntad de reparar permanentemente en los aspectos positivistas de los acontecimientos diarios en su vida, intuía que algo faltaba, y ese algo de alguna manera tenía que ver con la comunicación con los demás, quienquiera que fuesen. Llevaba demasiado tiempo sin conversar, sin hablar, sin escuchar a alguien que le hablara y esto de alguna manera repercutía en su ánimo.

– ¿ Agua, mañana, es posible ? – El ya podía, sin necesidad del diccionario, comunicarse rudimentariamente.

El hombre no dijo nada, sólo abrió la puerta y le indicó que entrara.

Apenas atravesó el umbral lo vio sobre el suelo, tirado, inerme. Volteó su cuerpo tan rápido como pudo pero la puerta se cerró literalmente en sus narices. Sintió un nudo en el estómago; la posición fetal del hombre que ahora ocupaba un lugar en lo que hasta entonces había sido su espacio exclusivo lo hacía verse indefenso, abandonado hasta de su propia esperanza. Se acercó con sigilo, dando pasos pequeños, como si fuera un intruso en un lugar ajeno. ¿ Estaría vivo siquiera ? No se movía, apenas respiraba. Sus ropajes no le decían nada… excepto que este hombre ciertamente pertenecía a la parte del mundo de la que el mismo venía. No le podía ver el rostro cubierto por los brazos, que dando la sensación de ser muy fuertes cubrían gran parte de la cabeza. Sintió cómo lo embargaba la situación; la curiosidad y el miedo luchaban en su interior creando obstáculos a la razón. Se sentó por un momento cerca del cuerpo, apoyada la espalda a la pared aún tibia de la tarde. Era el crepúsculo y corría una suave brisa aromatizada por los arbustos de hojas duras como las piedras. Al quedarse quieto durante algún tiempo por fin pudo sentir su respiración y observó los suaves movimientos del tórax. Volvió a acercarse, esta vez con la decisión repentina que adopta el amigo ante el compañero caído. Le tomó una mano e intentó separarla del rostro. Sintió un quejido, y la mano volvió sobre el rostro como si fuese guiada por un acto reflejo. Parecía no estar del todo conciente. Los ojos de Tadeo recorrieron el cuerpo; miró la ropa sucia y gastada, y notó que sobre la mezclilla café del pantalón había restos de sangre seca. Levantó entonces un poco la parte trasera de la campera y descubrió la camisa que parecía estar empapada en sangre. Tragó un sorbo de saliva seca y se obligó a continuar la inspección. – Este hombre esta herido… hay que hacer algo por él – fue todo su pensamiento; desde la perspectiva de Tadeo la sensación experimentada al pasar frente a los tanques ahora bajaba brutalmente a la realidad del efecto que esa guerra podía ejercer sobre las personas, sobre cada uno, sobre alguien en particular, no como siempre le había ocurrido al observar estos acontecimientos en diversas partes del mundo frente a las pantallas del televisor… durante las noticias. De rodillas frente a la sangre del desconocido que sin su permiso había ingresado en su metro cuadrado recordó la pantalla, recordó escenas, pero en su recuerdo todo era anónimo y ninguna persona con rostro definido acudía a su memoria, como si los seres anónimos en la indiferencia de la pantalla ni siquiera existieran en realidad. Sólo el rostro de su ya casi olvidada musa apareció por un instante, sonriente, plácida en su lectura de las noticias donde se veía él mismo cubierto de heridas yaciendo en el suelo de la prisión más remota y olvidada del mundo… ella lo mostraba a él, a Tadeo, a su persona herida y olvidada, y luego, con una sonrisa, pasaba a comerciales. Un escalofrío lo sacó bruscamente de la macabra alucinación, retomó el ánimo y se dispuso a examinar la espalda del hombre. La camisa estaba pegada a la piel, y no era fácil desprenderla. Sus dedos intentaban desprender el género como si fuesen los de un cirujano, pero en algunos lugares la carne estaba expuesta y el dolor debía ser enorme. Sin embargo, el herido no se movió, parecía estar insensibilizado después de lo que parecía ser una lluvia de latigazos.

Una rabia incontenible se apoderó de su ser. No sabía qué hacer, no tenía nada con qué ayudar al hombre cuyo rostro aún ni siquiera conocía; la ira corrió por sus venas mientras la sensación de impotencia lo inundaba por completo. Como un volcán que irrumpe y arroja toda su lava contenida saltó hacia la puerta y la golpeó con sus puños y los gastados zapatos poseído por una furia atávica que el mismo no conocía mientras gritaba la única palabra que se le ocurrió: – ¡ agua, agua, agua …! – tantas veces como sus fuerzas se lo permitieron. Pero no pasó nada, y lentamente el cansancio lo volvió junto al herido. Recién entonces vio como de los nudillos de ambas manos brotaban hilos de sangre y sintió el dolor de las magulladuras. Miró a su alrededor y pronto recordó que bajo la cama tenía que estar el tarro de agua que le llevaban cada día. Corrió a buscarlo. Siempre la bebía durante la mañana ya que la evaporación causaba estragos en el contenido, pero hoy, antes de salir en dirección al arroyo con el guardia sólo había bebido un trago, nada más. Otra vez ese impulso ignoto a dar gracias lo llenó de energía. Fue como si esa minúscula porción de agua derramara sobre su espíritu toda su entropía contenida y la determinación se apoderara de su ser sin cuestionamientos. Se permitió algo de refrescante humedad entre las grietas excavadas por el viento en sus labios, y se sentó con cuidado junto a la cabeza del lacerado. Sin mayor dilación esta vez tomó la cabeza y sus manos fueron como las alas de un ave invisible a posarla sobre sus piernas ligeramente levantadas, de lado al paciente. Este no se negó, su ser pareció intuir la misma presencia de aquél espíritu contenido en el agua. Acto seguido tomó Tadeo con delicadeza el tarro, involuntariamente la mano lo levantó un poco sobre su cabeza y lo miró al contraluz de los arreboles dorados que se perfilaban sobre la pared. Luego puso el borde de la copa de lata sobre la comisura de los labios, y dejó caer un hilo transparente y tibio sobre la boca muda. Este se deslizó sobre la mejilla y goteó sobre el muslo de Tadeo. – ¿Cómo le mojo la cara sin que se pierda agua ? – quedaba a lo más líquido como para llenar una taza. La pregunta le vino tan rápido como la respuesta: se llenó de agua la boca y desde ella fue lloviendo agua primero sobre la frente, sólo un poco, luego los párpados, un poco más en la nariz, una oreja para que el agua cayera por la nuca. Refrescar la nuca le pareció a Tadeo que era una cuestión importante en estos casos. Tuvo que dar un segundo sorbo. Quedaba ahora un poco más que la mitad de la taza. Dejó caer agua sobre la otra oreja. Luego puso su mano sobre la boca del hombre y la abrió sin que ésta ofreciera la menor resistencia. Acercó entonces su boca y con su mejor puntería dejó caer sobre la lengua tres o cuatro goterones gordos que se bambolearon divertidamente en el aire mientras caían. Lo volvió a hacer, y esta vez vio el desplazamiento de una onda muy tenue sobre la piel de la garganta. Esto querría decir que el hombre estaba deglutiendo… ¡ qué bien !

Parecía estar más relajado su cuerpo. Es lo que percibían los sentidos de Tadeo. Se armó de valor y puso al hombre de espaldas. Debía trabajar rápido, a lo más quedaba una hora de luz. Reparó en el hecho de haber realizado un cálculo mental tan instantáneo, una hora, sí, unos sesenta minutos de luz. En muchos meses no había pensado en el tiempo de los relojes. Tampoco conocía la fecha del calendario que en su vida no significaba nada. Constatar esto en un momento tan inesperado le llamó la atención. Y así, bajo la mirada atenta de las primeras estrellas que aparecieron en el cielo que aún contenía los últimos rayos del sol perdido bajo el horizonte, la figura de un oriental barbudo, delgado y con una larga camisa de franela comenzó el trabajo de liberar al hombre de aspecto inequívocamente occidental de su camisa. Surco a surco, grieta a grieta, pequeñas gotas de agua humedecían levemente y facilitaban el despegado del género. Terminó cuando la luz ya casi era ausente. Dentro de aquél universo minúsculo Tadeo podía moverse de memoria en la más plena oscuridad. Lo arrastró lentamente hasta el camastro debajo del techo, subió su pesado cuerpo y finalmente lo cubrió con la sucia frazada. Estaba cansado. Se sentó al lado de la cama, llevó su cabeza hasta las rodillas flectadas, y sin querer se dejó asaltar por la ola salvaje del pensamiento.

¿ Quién era ese hombre que hoy ocupaba su cama y su miserable frazada ?; ¿ para quién esas dos cosas, su cama y su frazada, eran aún más necesarias que para Tadeo ? ¿ Porqué lo habrán lastimado de esa manera, qué clase de costumbres y leyes tienen aquí, porqué, porqué, porqué ? – ¿ Porqué, para qué vine acá ?, qué locura es esta… no veo nada, no sé nada… no tengo noticias, no sé que fecha es, no sé cuanto tiempo estoy aquí, ¿ habrá pasado alguna calamidad realmente notoria y espectacular en el mundo mientras he estado aquí encerrado, totalmente incomunicado ? – Subió la mirada por sobre la pared y vio las estrellas a lo lejos, titilando. Cantó un grillo e invadió la noche con su sonido. El mirar las estrellas que cabía ver dentro de su rectángulo de vida le pareció como mirarlas a través de la ventana de una nave espacial, perdida en los confines del universo. Comenzó a sentir el frío que cada noche descendía sobre el desierto. Se subió al camastro y se tapó con la otra mitad de la franela. Los resortes rechinaron devolviéndole el canto al grillo. Nunca en su vida había imaginado que tendría que dormir junto a un hombre, más bien junto a un moribundo.

Le costó bastante trabajo dormirse. Durante un largo tiempo estuvo su mente divagando en torno a los soldados orando… no lograba sacar de su mente esta imagen retenida como el boceto primitivo de un daguerrotipo. Esa devoción, esa sumisión inexplicable para luego subirse al tanque y arrasar, apretar el gatillo, vomitar fuego. Sólo una más de entre las ya miles de preguntas sin respuesta que Tadeo se había hecho en su largo viaje.

De pronto se vio dentro de una iglesia, y la reconoció en el acto: era aquella parroquia de barrio donde cada domingo acudía de pequeño. Al menos eso era lo que la mayoría del barrio hacía los domingos por la mañana, a la misa de las 12. La misa de las 10 era muy temprano y sólo asistía gente más pobre, principalmente las empleadas domésticas de las casas vecinas. Todos llegaban con la tenida dominguera, y en cierta parte del ritual vio como las personas se golpeaban el pecho y se reconocían terribles pecadores. Finalmente todos volvían a la vorágine… entonces, ¿ cuál era la diferencia ? Lo mismo en todas partes, matar en nombre de Dios y ocupar su nave cuyo rumbo era determinado por el vencedor en la lucha milenaria del hombre contra el hombre. En Dios buscaban su fuerza para destruir al prójimo, y en el altar mataban a ese mismo Dios cada domingo por la mañana. Allí arriba la cruz, para que todos vieran el castigo y la tragedia de aquél que intentara revertir el orden de las cosas. La noche del desierto estuvo cuajada de misterios y volvieron las interrogantes que habían acudido a su vida hacía ya una eternidad, cuando su espíritu adolescente comenzó a entrever que las cosas así no encajaban en su comprensión bastante ingenua de este mundo.

El alba le trajo de vuelta al mundo real cuando sintió que el hombre se movía, y salió de la cama intentando no molestarlo. Miró clarear el cielo, una vez más vio las rojas pinceladas que cada día antecedían la realidad cotidiana. El hombre se movió y emitió un quejido.

– Agua… – pidió en voz baja.

– ¡ Habla inglés ! – Tadeo advirtió de inmediato esa papa en la boca, ese inconfundible tono del sur de California que tantas veces había escuchado. Se acordó de Orson, el de las notas deportivas. ¿ Cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que lo había visto ?

Se acercó rápidamente. Otra vez el hombre pidió agua. Respiraba con dificultad y se notaba adolorido. Estaba sufriendo, qué duda cabía. Sin saber exactamente qué fue lo que repentinamente lo guió hasta allí, fue sin titubeos hasta el centro de su prisión sin techo y gritó a todo pulmón:

– ¡ Muhammad, Abdul, Asim, ! – nombres al azar del viento que acudieron a su pensamiento justo en ese momento, – ¡ hombre !, ¡ muere !… ¡ agua ! -. Lo volvió a gritar, pero sin rabia esta vez, más bien como un cantor ante el escenario vacío y cósmico del cielo, un Tarzán de los recuerdos de infancia, la justicia de la selva danzando desnudo por los árboles, respetado por todos los animales, su poderosa voz tronó por el espacio abierto entre cuatro adobes marchitos y surcó cual el río oratorio que sobre cadenciosas olas emanaba cada mañana del minarete en la ya lejana Quetta hacia los cuatro puntos cardinales.

Volvió junto al hombre gringo. Este volvió la cara y con algo de dificultad abrió sus párpados. Se miraron entonces, directo a los ojos, durante un buen rato. Tadeo hizo un gesto como de no te preocupes, estarás bien. – Shhhhh – fue la única cosa que salió de sus labios. Sus ojos eran azules, o más bien celestes, pálidos, acuosos y congestivos. La parte blanca del globo ocular era recorrida por innumerables y finísimos hilos de sangre subterránea, mostrándose a la pupila pero sin salirse de su cauce. El ruido en la puerta que se abría lo trajo de vuelta a la tierra. Miró a sus espaldas: un tarro de agua, algo más grande que el habitual, y dos pocillos con comida fueron dejados en el suelo. Eran dos hombres; Tadeo por un segundo se sobresaltó. Se acercaron a la cama y lo miraron un rato.

– ¿ Ha dicho algo ? –

Tadeo se confundió. El sonido era muy de acento pasthun pero no estaba bien seguro de haberlo comprendido.

– Está mal, muy mal el hombre. Parece que ha perdido mucha sangre … médico, un médico, medicina… –

Le pareció estar rogando; también sintió la fugaz sensación de haber podido hablar con el guardia, con su persona, comunicarse en ese idioma que creía que jamás llegaría a conocer. Este se volvió sobre sus pasos hasta donde habían depositado el tarro con agua, lo tomó y se lo entregó.

– … ¡ medicina… agua ! Ramazan la envía – dijo esto y se fueron sin más.

La vieja puerta se cerró y el sonido seco del madero del seguro retumbó en los oídos de Tadeo al caer sobre las escuadras que lo sostenían. Frunció el seño, una aguda interrogante le recorrió por completo. ¿ Ramazan ? ¿ El le había mandado el agua con alguna medicina de las que juntaba por todas partes ? Acercó el tarro hasta sus ojos y un aroma ácido penetró sus fosas nasales. No era un olor malo, recordó aquella papilla semejante a un yogurt que a veces le llevaban a la celda. Otra vez su rostro evidenció el paso del pensamiento… ¿ porqué Ramazan le enviaba esto ?; acaso era verdad… podría ser un veneno. Pero no, esta gente parecía no ser muy sofisticada a la hora de eliminar a un hombre. Decidió que lo último que haría sería entregarse a la paranoia hija predilecta de la incertidumbre.

Una vez más, tal como hiciera la noche anterior, le dio de beber. Esta vez en forma consciente el gringo bebió sin ocultar el desagrado que le produjo el sabor de aquel incierto brebaje.

– ¡ Qué maldita cosa me estás dando ! – se quejó su voz mientras su boca hacía un esfuerzo por no escupir el agua encima de quien lo estaba ayudando.

– Es medicina – fueron las palabras de Tadeo mientras su rostro dibujaba una mueca de no tener la menor idea de lo que había en el líquido. Le dio otro sorbo, con la actitud que tiene el médico ante el niño enfermo que se resiste a beber el amargo remedio. Esta vez pasó por la garganta con menor esfuerzo; aún le dio un tercer sorbo y se detuvo. Lo recostó de nuevo, haciendo una especie de almohada con la frazada para que la cabeza pudiese estar a una mayor altura y la posición fuera menos incómoda.

De pronto fue como si los ojos del gringo computaran la presencia de Tadeo a su lado; vio a aquél delgado barbado y moreno con ropas orientales que le daba de beber y luego lo acomodaba… su cerebro parecía no comprender nada.

– No me estarás envenenado, maldito musulmán – tosió un poco y un agudo dolor le hizo emitir un profundo quejido que parecía venir desde las costillas y aún más adentro. Por la forma en que apenas lograba hablar era bastante obvio que los golpes recibidos no sólo le habían lastimado la piel de la espalda sino que también debía haber un daño más interior.

– ¿ Porqué cada vez que hablas dices maldito ? Hablas igual que en todas las películas gringas: fucking esto, fucking esto otro… pensaba que a estas alturas ya nada me iba a impresionar, pero tener aun gringo metido en mi propia celda diciendo que todo es maldito ni me lo habría imaginado -.

No podía detenerse, su lengua había cortado las riendas y fue cómo si quisiese hablar por todo lo que no había hablado en tanto tiempo. Había aquí, a su lado, un nexo con el mundo exterior… alguien que debía conocer la fecha, los acontecimientos del mundo. Tomó las solapas de la campera como para reanimarlo.

– ¡ Vamos, habla , dime quien eres, porqué te trajeron hasta acá… ! Yo me llamo Tadeo, y soy periodista. Estoy preso aquí hace no sé cuanto tiempo…

– ¿ Periodista ? – interrumpió e hizo un esfuerzo para mirarlo mejor – entonces somos dos malditos periodistas encerrados nadie sabe donde. Y… ¿ para quién trabajas ?… da lo mismo, son todas iguales… – carraspeó otra vez mostrando sus pálidas encías.

– No trabajo para nadie. La verdad, ni sé como llegué hasta aquí… te parecerá una idiotez, pero sólo me había propuesto hallar alguna buena noticia.-

– Si, la única maldita buena noticia es cuando nos saquen de acá… tú no eres musulmán, ¿ o sí ? –

– No, no lo soy. ¿ Crees que alguien nos vendrá a rescatar, alguien sabe acaso que estamos aquí ? – Al decir esto, Tadeo no pudo dejar de pensar en que el gringo no se había burlado y reído de él como hasta ahora los demás lo habían hecho.

– No tengo idea… a quién le interesa… a mí me apresaron cerca de Jalalabad, pero me parece que viajamos mucho para llegar aquí. Es difícil de decir, yo estaba medio inconsciente la mitad del tiempo. Fue cuando terminó el Ramadán, yo estaba haciendo una nota sobre el Ramadán y la guerra, cuando de pronto fueron al miserable hotelucho donde permanecía, y… – se llevó la mano al costado y se tocó las costillas – están rotas, creo, me dieron patadas hasta que se cansaron, estos malditos talibanes sí que nos odian…- volvió a quejarse; tosió fuertemente y el desgarro del dolor dibujó la mueca de su impotencia en la cara pálida.

– El Rama… ¿ qué ? – preguntó Tadeo, -… y, ¿ quienes son los talibanes ? –

– El Ramadán, muchacho, ¿ o es que no sabes nada ? Esta gente tiene sus ideas, sus creencias, y una vez al año en el calendario musulmán ellos celebran sus fiestas religiosas y rituales -.

– Tienes razón, llevo mucho tiempo aquí y no conozco nada de esta cultura y su religión. Hace poco vi a unos hombres rezando… parecían estar rezando, al lado de sus tanques; parecía una escena de una película de… de… no sé… todo esto es caótico y confuso. Parece que vine a la parte menos indicada del mundo en busca de mi historia. ¿ Qué es lo que hace que este lugar esté tan lleno de odio… ? –

– Creo que esta historia es muy antigua, debe tener ya varios miles de años. Esta zona siempre ha estado en guerra, es decir, lo que ves es la rutina, y nosotros aquí no somos nada.

– Y ese Ramadan, ¿ en qué consiste ? –

– Consiste en varias cosas a la vez, pero principalmente se trata de un mes en que el ayuno es obligatorio, durante el día no comen nada. Así dicen purificar el espíritu… al menos es lo que recogí en mi nota que ni siquiera alcancé a enviar al editor. Te habrás dado cuenta que aquí parecen estar en otra época, y es verdad, según el calendario musulmán estamos en el año mil cuatrocientos veintitantos, ya no me acuerdo –

– Sí, eso lo noté muy pronto, y te confieso que me impresiona la fuerte relación entre esa fecha y lo que se ve por todas partes. Parece que todo se quedó en el pasado, todo menos las armas y los tanques -.

– Eres agudo, chico. Pero no te engañes, estos hombres conocen el mundo de afuera, y no quieren nada de él, salvo eliminarlo si no pueden dominarlo -. Parecía querer hablar, como si lo visto en su trabajo de reportero y lo experimentado durante las últimas semanas de su vida no tuvieran ninguna relación lógica para él. Tengo una memoria de elefante, chico, y recuerdo como si fuese ayer cuando el Imám se puso de pié. Estaba vestido con su túnica tradicional y un sombrero de bordes blancos y cabecera roja. Subió al púlpito e hizo su prédica. Menos mal que hablo bien el árabe. Lo que parecería a los oídos del ignorante una violenta arenga, por la vehemencia que el Imám ponía en cada palabra y por los jejeos enfáticos propios del idioma árabe, no era tal, sino una reseña ortodoxa que exaltaba las virtudes del Ramadán famoso.

Su boca no paraba. Todo su ser parecía estar delirando. Continuó:

– Para concluir, el Imám citó a Mahoma: “ ¡ Oh gente ! – casi gritó – Un gran mes está por llegar a ustedes. Un bendito mes, que contiene una noche que es mejor que mil meses. En este mes Alá ha hecho obligatorio el ayuno, que debe ser observado día a día, y ha hecho muy importante cumplir con la Sunnah del Tarawíh… también es el mes de la paciencia. Es el mes de la simpatía que debemos mostrar a la gente… la simpatía, ¡ ja, ja ja ! mira la maldita simpatía que tuvieron conmigo – . La risa brotó de sus labios con tanta fuerza que una vez más le vino una fuerte tos, y esta vez escupió un poco de sangre. Pero no se detuvo, – es el mes en que el creyente da de comer a los que ayunan, quien da de comer a los que ayunan ganará el perdón de los pecados y liberará su cuello del fuego… –

De pronto se calló como si se hubiese quedado dormido, o tal vez inconsciente. Un fuerte suspiro lo sumió otra vez en su interior mudo y ausente. Tadeo volvió a darle un sorbo de agua y notó la evidente dificultad para tragar. La mañana continuaba su curso parsimonioso de siempre sin que nada la alterara excepto por los pensamientos de Tadeo que se sucedían uno tras otro en una febril carrera mental, aunque su cuerpo no lo demostraba en absoluto. Al igual que su compañero de celda, él también parecía sordo, mudo y sus pupilas ausente vagando por el interior sin encontrar las respuestas; los dos estaban lejos de allí en ese momento, cada uno por su lado, y Tadeo percibiendo cómo aquél hombre parecía morir de a poco, probablemente tendría hemorragias internas que lentamente decantaban como el agua se filtra por las grietas de un dique hasta romper la pared y vaciarse toda de una vez con el estertor del continente al quebrarse en estrepitoso final.

A la tarde se escuchó el motor de un camión detenerse justo afuera de la puerta. El sol ya se encaminaba hacia las horas crepusculares, y entonces el chirrido familiar, el ignoto quejido de la vida cuando anuncia su fin abrió esa vieja puerta de madera quién sabe de qué siglo, del siglo quince tal vez. El gringo dormía con la respiración entrecortada, pero el fuerte ruido también lo despertó a él. Al ver la posición del sol, comprendió Tadeo que habían pasado casi todo el día así, inmóviles, cada uno ensimismado en sus circunstancias, cada uno un torbellino de preguntas, Tadeo sumergido en aguas estancadas y el gringo navegando aguas abajo en la barca invisible de los ángeles. Ambos se miraron en la pupila una verdad que la dilataba, era el temor, la indefensión. Un tremor de angustia se posó como un buitre dentro de las cuatro paredes. Tadeo luchaba; como un tirabuzón luchaba por imponer la fuerza que quería irrumpir al exterior, giraba la entropia salvadora de su espíritu en espiral forzado hacia su templanza y disposición de ánimo. De un salto se levantó, pero tropezó al sentir las piernas acalambradas. ¡ Qué dolor !

CAPITULO V

El camión traqueteaba y traqueteaba sin poder hacer ninguna otra cosa; una vez más salto, hoyo, salto, hoyo, sin terminar. Al gringo lo habían subido y acostado sobre las tablas sin mayor miramiento, pero al menos no lo tiraron encima. Iba despierto; el camión no tenía sus paredes laterales, y podían ver todo a su alrededor. Una vez más la magia dorada de los atardeceres del levante era la compañía del viajero que buscaba una buena noticia. Todo lo circundante era el horizonte donde se consumaba el sueño de las aguas ausentes en el reino de las vastedades.

– Disfrútalo muchacho, está bello el crepúsculo. Ven, acércate, toma mi campera y rasga la bastilla de abajo, en la espalda tengo algo que necesito, por favor, ¡ vamos, hazlo ahora ! –

Se acercó pues Tadeo y procedió; junto a ellos iba un hombre armado, de pié apoyado contra la cabina, saltando como ellos. Fumaba una pipa, y sus bocanadas de humo al instante se confundían con el polvo que por doquier volaba en miles de átomos de tierra. Los miraba sin prestarles demasiada atención. Tadeo sólo se preguntaba qué cosa tendría el hombre en aquél escondite de su ropa, donde, en efecto, pronto sus dedos palparon una pequeña protuberancia blanda bajo el género. Lo rasgó con una pequeña astilla de madera que encontró en el suelo, y extrajo con cuidado un sobre de papel viejo y arrugado, como papel de diario.

– Dámelo muchacho, ¡ ah, esta será una ocasión memorable, yo te lo digo ! –

Tomó el paquetito en sus manos y lo desenrrolló con cuidado. El guardia miraba y parecía estar a punto de acercarse cuando en la penumbra los dedos del gringo viejo sacaron un cigarro del envoltorio.

– Pídele fuego… no, déjalo… ¡ hey, paisano, deja que un moribundo se fume su cigarro esta noche, no me lo niegues, paisano… ! Dijo esto lo más alto que pudo, al tiempo que desde el suelo miraba al guardia mostrándole su cigarro. ¡ Vamos, hombre, Alá te recompensará por ayudar a un enfermo, dame fuego ! –

Este le devolvió la mirada, y después observó el humo salir de su boca; lo disfrutó en el abandono de la noche. Luego se acercó, caminó sus tres pasos con cuidado de no caer ya que los saltos le hacían perder el equilibrio, se agachó un poco y le prestó su pipa encendida. Su gesto más que hosco pareció de primitiva humanidad. El gringo no se hizo de rogar y le sonrió fuerte.

– Gracias – le dijo, y enseguida se volvió hacia Tadeo: – parece que el agua que me diste me hizo bien, me siento un poco mejor… oh, qué noche, mira, se está llenando de estrellas… – calló y acercó su cigarro a la lumbre que aún ardía dentro de la pipa. Tomó una bocanada profunda, quiso toser pero se contuvo con un sonido gutural, y después de algunos instantes expulsó el humo suavemente, llenando el aire que pasaba raudo del inconfundible olor de la marihuana.

– Ah, eso tenías, ¡ cómo no lo supuse… después de todo, quién guarda un cigarro con tanto cuidado ! –

El guardia recuperó su pipa y se sentó al lado del gringo, en la típica actitud de los musulmanes con las rodillas flectadas.

– Dame – le dijo, esta vez parecía intentar ser amable, entrar en una comunicación menos brutal e incomunicada con su prisionero. El gringo dio una segunda chupada, más profunda que la anterior, y en seguida la noche vio pasar la incandescencia de una mano a la otra, los dedos se toparon y el cigarro fue directo a la boca del cuidador.

– Ofrécele a Tadeo, por Alá, que se queda sin probar el elixir de oriente, je, je, -. Lo que siguió de ahí en adelante fueron tres hombres que vieron sus cuerpos entrar en la noche de un viaje cuyo destino desapareció tragado por las estrellas, las millones de estrellas y hoyos negros y quasares cuyas historias posaron sobre el camión. Desapareció el ruido del motor, tampoco los saltos sobresaltaban. Se dijeron algunas palabras, que tal estrella, que la constelación de piscis, un cometa enorme y de cola larga… hablaban sin perforar el cósmico silencio que los hermanaba sin que nada los complicara en lo más mínimo. Como el mate en las manos de los arrieros cordilleranos el cigarro giraba y giraba dándole a cada uno un poco de su contenido soñador y amable.

Finalmente se detuvieron en alguna parte. Sólo negro y lujuria láctea como estar en un escenario totalmente oscuro y al fondo un telón en forma de cúpula donde miles de luces bailaban la música del universo. Se bajaron del camión y éste se alejó de inmediato. Alrededor la nada negra y arriba las estrellas. Tres luces se acercaron danzarinas desde algunos metros, libélulas de la noche meciéndose, acercándose. Tres lámparas de petróleo, tres hombres. El gringo no parecía estar muy bien, a la luz de las farolas Tadeo observó la palidez anaranjada en su rostro. Tenía los ojos cerrados y parecía hacer un enorme esfuerzo para mantenerse de pie.

– Ustedes se quedan aquí. Si se mueven recibirán una bala. ¡ Aquí, de pie, y hacia allá, mirar hacia allá ! – su dedo indico algún punto cardinal imposible de precisar.

– ¡ Gringo, dime qué fecha es !…qué fecha es ahora… digo, para nosotros –

Este “nosotros” le dejó un extraño sabor a complicidad en la boca; no, porqué nosotros. Un ser rebelde se agitaba en su interior y le decía que para él no existía un nosotros, ni entre unos ni entre los otros tenía su hogar verdaderamente. Una sensación de desarraigo vino a posarse sobre su persona y por un momento esto lo llenó de congoja, sintió como si él no perteneciera a ninguno de los dos, o quién sabe cuántos más. El no había venido a luchar contra nadie, ni siquiera quería luchar por alguna cosa en particular. Empero, pronto reconoció que sí había una razón para luchar, y esta era la sobrevivencia. Consideró que sólo eso merecía la lucha, nada ni nadie más siquiera la merecía. Tantas sensaciones diversas, la oscuridad de la noche, la soledad, la incertidumbre, la incomunicación, la ausencia de información, el compañero que mudo y ausente ya parecía no recortar con su figura el fondo de estrellas. Una vez más fue asaltado por una galería de imágenes que bailaban en procesión delante de sus ojos como los caballos multicolores del tiovivo olvidado de la infancia y que bajo el manto negro aparecían como en una película de recuerdos imborrables. Chispazos, fogonazos, un diaporama de instantáneas amenazaba con enloquecer la mente de Tadeo que aún vagaba por los senderos en que la realidad palpable y la realidad virtual se guiñan un ojo travieso y venturoso. Su reciente prisión, el gringo y su sangre entrando en ella, los edificios victorianos de Paquistán, la pobreza y el desconsuelo de los refugiados omnipresentes, su ciudad natal, la estadía de estudios en Estados Unidos, Sunshine Square, la calle 43 donde había conocido las películas triple x, la novedad de aquello que en su ciudad natal no era parte del escenario cotidiano, la risa de Angel… siempre volvía a las risotadas cuyo eco parecían alcanzarlo en cualquier lugar. ¿ Qué sería de Angel ? Tal vez ya habría llegado al último piso del edificio de la corporación… – era su sueño, ¿ no ? –

Salió de su ensimismamiento y volvió a llamar al gringo: – hey, hombre, qué fecha es !

Nada, frío e indiferente parecía haberse ido. Tadeo no atinaba a nada, como si el mismo tampoco estuviese allí. Sin embargo, el volverse conciente de estar en un lugar determinado y acotado del cual no se podía mover ni un metro, y al mismo tiempo esa sensación de no estar en ningún lugar en particular, o mejor dicho, en la mitad de ninguna parte, lo tenía algo confuso.

– ¿ Escuchaste lo que dijeron ?, ¡ gringo !… ¿ entendí bien, nos movemos y nos disparan… eso es verdad ? –

La cabeza del gringo hizo un leve movimiento un par de veces, de arriba abajo, casi imperceptible.

– ¿ Y qué se supone que quieren que hagamos aquí ?; no se ve nada… –

No hubo respuesta, pero Tadeo no insistió ya que de pronto sus ojos captaron un sutil resplandor en la cubierta de estrellas. El negro infinito se volvía menos negro hacia el fondo. Observó con cuidado mientras transcurrían los minutos. Sí, comenzaba a amanecer y la luz del día se filtraba lentamente por los abismos del mundo dormido.

– ¡ Gringo, está amaneciendo… mira ! –

El cuerpo doliente se encorvaba más y más y su silueta parecía una vela deforme y apagada. De a poco las estrellas allá arriba comenzaron a dejar caer su luz sobre el amanecer que entraba inexorable dibujando una imagen impactante a los ojos de Tadeo. Un murallón de piedra amarilla en cuyo interior anidaba lo que parecía ser la figura de un hombre.

Una porción de todo aquello se modificó bruscamente en la percepción que había tenido la pupila incrédula de Tadeo hasta entonces: lo que le había parecido una enorme explanada allí adelante, y al fondo las estrellas, era en realidad un farellón de imponente altura. Silencio total la masa de piedra dejaba de ser un fantasma y ofrecía a la vista al hombre de piedra que acunaba en su seno milenario.

La figura humana comenzó a hacerse visible mientras los ocres y amarillos se adueñaban de la piel áspera del farellón. Tadeo estaba petrificado, mudo el semblante, mirando, mirando… De pronto una inmensa ola de luz explayó su rectilínea figura sobre el borde del abismo, iniciando imperceptible su camino de descenso. Cada vez más, un poco más, la lengua de luz llegó hasta la cabeza del coloso. Primero la frente, luego bañó los ojos, y se siguió derramando sobre el pecho. ¿ Cuánto tiempo habría pasado ? Finalmente llegó a los pies. En ese momento dos largas sombras se desprendieron de los pies de Tadeo y el gringo ausente y reptando a gran velocidad alcanzaron los pies de piedra del buda. Tadeo lo reconoció en seguida.

También notó que un poco a la derecha había otro buda dentro de otra cavidad hecha a su medida de piedra – ¿ Porqué nos tienen acá… qué pretenden obligándonos a mirar estas estatuas… ? – surgían solas las preguntas obvias y lógicas en la cabeza de Tadeo. Por el rabillo del ojo captó entonces el movimiento apenas comenzó a doblarse un poco más, y luego cayó pesadamente. El gringo emitió un quejido profundo. Tadeo no cesaba de mirarlo; parecía no respirar ya. Hizo un ademán de moverse hacia él pero la irrupción del estampido de un balazo quebró el frágil vidrio del amanecer en mil pedazos volviéndolo a su posición de inmediato. Paralizado por el miedo, por el no querer morir se sintió dentro del traje de género que no hacía mucho tiempo había visto al salir de su encierro el día que lo llevaron al arroyo. Muy cerca del farellón, los ojos de Tadeo volaron y se fueron a posar sobre las grandes cornisas de los ojos de piedra tal vez buscando asilo o un lugar por donde fugar la mirada y ya no estar más allí. Era tan fascinante, tan enorme fruto del trabajo humano, tanta devoción esculpida quién sabe en qué siglo… el temor iba y venía corriendo por sus venas de los pies a la cabeza. El silencio, el buda, el cuerpo del gringo… ¿ tendría que estar así todo el día ? Entonces escuchó el ruido del motor de varios camiones, más no se atrevió a voltear para mirar hacia atrás. Parecían estar lejos, muy atrás de él.

De repente el trueno de un potro iracundo en la furia de su casco hizo volar mil piedras por el aire; la cabeza del buda explotó en una lluvia de meteoritos que surcaron el espacio y fueron a caer por todas partes. Nada de lo visto y lo vivido en todo su viaje había tenido el impacto tan brutal como esta escena. Tadeo no pensaba ya nada y sólo sus labios involuntarios recitaban una oración, la tecnología en la bala o el piedrazo atávico con un trozo del dios muerto de regalo, por la mano del hombre ha de morir el hombre, pero Tadeo no alcanzaba a comprender porqué razón él tendría que morir allí. Un peñasco del tamaño de un puño le rozó el hombro, y en el mismo momento el estómago del buda expulsó la tronadura de su pétreo intestino en la fragmentación de una constelación de polvo y piedras. Una vez más la lluvia de los granizos mortíferos inundaron el espacio en un espectáculo pavoroso para el que estaba debajo de aquél infierno adonde habían enviado al hombre que oraba desde una eternidad. Acéfalo y sin su cuerpo, un brazo cayó por completo al suelo, desmoronando en un instante lo que cientos de hombres probablemente habrían tomado varios años en construir. ¿ Porqué ? Cerró los ojos al abandono y no vio la piedra que golpeó su frente. Nadando en el éter de la oscuridad vio la figura del buda como un fantasma sobre su cuerpo yaciente; luego se sumergió en el vacío de la nada.

CAPITULO VI

La mañana había llegado fría y brumosa, como es lo habitual en el otoño noruego. Angel se asomó por la ventana del hotel y miró las calles tapizadas de nieve, la gente, los vehículos aún en penumbras, y todo perfectamente iluminado por el neón que coronaba y bajaba cada tantos metros en forma de conos sobre la ciudad. Nunca había estado en este país, y le excitaba bastante el ánimo verse de pronto entre tanta rubia curvilínea de las que abundan en la región escandinava. A las nueve tenía que dirigirse al salón de eventos, donde había sido invitado como periodista a la reunión anual de ejecutivos de una transnacional de los cultivos hidropónicos.

Mientras se duchaba acudió fresca en su memoria la conversación que había escuchado la noche anterior en la mesa de al lado en el restaurante del hotel. Como periodista que era le encantaba meterse en las conversaciones privadas, y creyéndose hábil en la definición de los caracteres humanos, había parado de inmediato las antenas cuando escuchó hablar de la cacería de las ballenas. Un hombre fornido, de unos cuarenta años más o menos, pelo rubio largo y que algo enmarañado se introducía todo por un elástico para terminar colgando como la cola de un caballo, le hablaba a otro de corbata y terno acerca de los detalles de la cacería. A ratos reían de buena gana mientras comían con placer y escanciaban su copa de vino. Entonces se acordó también, muy fugazmente, que había soñado con ballenas muertas desangrándose a bordo de los barcos donde se las perseguía. Sin embargo, no logró evocar más de dos o tres imágenes dispersas, sólo piezas de un rompecabezas pero ningún leitmotiv para el sueño interrumpido por el ring ring del operador haciéndolas de despertador.

A la hora señalada todos se sentaron en sus sillas. Habían muchas mesas circulares en el recinto; en cada una cabían ocho personas sentadas, y en cada asiento el nombre del que allí debía instalarse. Mucho orden y circunspección en el aire, una vez organizados todos, abiertas las botellas de agua mineral y producido el necesario silencio, se puso de pie el presidente del directorio y se dirigió con sonrisa cesariana al podio.

Angel había sido invitado a presenciar un evento importante, qué duda cabía. Se dirían cosas trascendentales, habrían charlas de interés y por la tarde había planificada una actividad grupal que se jugaría en las mesas. El presidente dio la bienvenida a todos y se explayó brevemente sobre la buena situación por la que atravesaba la empresa no obstante la crisis de los precios, no obstante los grupos ambientalistas que en forma tan artera e injusta perseguían a la industria… sí, a pesar de todo los accionistas tenían mucha seguridad en el equipo humano y su capacidad de entrega, su inteligencia y su coraje. Agradeció a todos y presentó a su primer invitado. Se trataba de un hombre dedicado a la preservación del medio ambiente; era nada menos que el director de una importante agrupación ecologista europea con la cual habían firmado un convenio de cooperación mutua, la perfecta simbiosis que surgía de la visión más iluminada del siglo y con la cual el público y el mercado constatarían la actitud proactiva de una industria en la búsqueda de soluciones que atenuaran el impacto ambiental de la actividad.

Aplausos, alegría, qué buena idea… ¡ bravo !

De entre las mesas de adelante se puso de pie y caminó hacia el podio el invitado de marras. Era el único personaje de pelo largo en el auditorio y sobresalía por su porte y el largo de la cola rubia. Angel echó su cuerpo para adelante y puso cara de desconcierto… algo que jamás debe hacer un periodista… la compostura volvió rápidamente al cuerpo y se preguntó si habría entendido bien lo que había dicho el presidente. Pero sí, sí había entendido, el inglés era para él un idioma totalmente familiar y ese hombre había sido presentado como ecologista. – No entiendo – dijo, sin querer y otra vez lo delató su subconsciente… ese hombre la noche anterior había hecho una detallada y por lo demás apologética descripción de la caza de ballenas a su interlocutor que, por cierto, también estaba en la sala ; a éste ya lo había visto Tadeo en una mesa contigua a la de él.

El vikingo habló unos treinta minutos de la organización que lideraba, los proyectos en los que estaba trabajando, la contaminación en el continente africano, también en Centroamérica, en fin, en varios países eran consultores y participaban en la formulación y ejecución de proyectos por medio de los cuales le informaban al mercado y al mundo que los esfuerzos de las empresas que patrocinaban con su trabajo eran dignos de celebrar. Una perfecta simbiosis, también mencionó esta palabra e incluso repitió la cifra de varios ceros de euros que se estaban invirtiendo en proyectos tendientes a resolver los problemas más desafiantes para la hidroponía allá abajo en Chili.

Angel tomaba nota, miraba a los presentes… tal vez nadie, o casi nadie, sabía de las andanzas del ecologista. Pero al menos alguien, además de él, sí lo sabía, aquél que estaba a su mesa en la víspera, y que ahora era parte del mudo y expectante auditorio. Se concentró en las palabras del charlista… todos lo escuchaban concentrados, silenciosos o un poco aburridos tal vez.

Al concluir esta presentación se dio curso a preguntas. Angel escuchó la primera y su respectiva respuesta, luego la segunda, luego la siguiente.

Luego vino una pausa. Risas, conversas. Diez minutos y volver. Los teléfonos móviles comenzaron a trabajar en un frenesí concertado y muchos se paseaban de aquí para allá y de allá para acá, una mano en el bolsillo y la otra en el teléfono, que mira, pero que si, pero que no, ok, nos vemos… a los diez minutos todos volvieron a callar. Se presentaría el plato de fondo, y el presidente volvió al podio.

– Para continuar con nuestra actividad de esta mañana les voy a presentar a un charlista excepcional, un experto en temas de mercado que nos mostrará las tendencias actuales y las futuras. Tuve la oportunidad de escuchar una de sus presentaciones en Londres no hace mucho, y estoy seguro que será un aporte muy sustancial a nuestro desarrollo. Me refiero al Dr. Richard Dixon, cuyo currículo es demasiado largo como para leerlo… je, je… Su visión del futuro y la forma en que plantea estas cuestiones es de una claridad notable. En un mundo en que el mercado cada vez más rige nuestros destinos corporacionales, el aporte de expertos como nuestro invitado es muy importante para seguir siendo los líderes… así que les ruego mucha atención; luego haremos unos ejercicios basados en la charla. ¡ Bienvenido, Dr. Dixon ! – Aplaudió, y toda la audiencia aplaudió también.

A partir de ese momento Angel se sintió bastante más en casa, como si el gran salón se hubiese convertido en un estudio de televisión, con animador y todo. Dixon, medio vendedor, medio flemático saltimbanqui inglés, se paseaba con el micrófono inalámbrico entre las mesas y las sillas como Pedro por su casa… yo no vengo a vender vengo a regalar en el auditorio de los hidropónicos y su santo patrono el ecologista. Lo disfrutaba, desenrollaba las palabras que culebreaban entre las mesas redondas. El futuro. Palabras claves. Eficiencia, desafío, responsabilidad, las tendencias graficadas en la inmensa pantalla donde rebotaba el haz de luz del proyector cada vez que Dixon con el ademán de un mago apretaba el botón del control remoto. Como un bailarín danzaba recitando su cuento y su historia.

Angel comenzaba a aburrirse de tanto futuro planificado a distancia. Entre que escuchaba y dibujaba tonteras en sus apuntes cuando ocurrió de repente que su vecino, un español, le comentó al siguiente en la mesa que habían bombardeado unos edificios en Nueva York, mientras le mostraba la pantalla de su teléfono móvil donde se leía la noticia. Cambio total. La nueva culebra que como una serpenteante mecha detonó las bombas penetró a raudales recorriendo la sala envuelta en un murmullo que avanzó mucho más rápido que los sofismas de Dixon entre las mesas y las sillas… y adquiriendo cada vez mayor fuerza se impuso por sí sola hasta que no quedó más alternativa que desconectar por un momento al showman del futuro y mirar el presente en la televisión… la estampida ciega los llevó a todos a la sala del costado donde había un aparato de pantalla grande y plana para conectarse a sus anchas. Sobrevino el caos, otra vez los teléfonos, el café, el cigarro, la conversa, la discusión, y la televisión. Los auspiciadores al pie de la pantalla, en forma permanente, como para recoger los trozos dispersos de la destrucción, pasaban en rauda procesión sobre una banda azul.

Tardaron media hora en volver a la sala, a instancias del presidente quien los conminó a continuar con el programa de trabajo. Desde el lugar donde aún estaba bebiendo un café vio Angel pasar entre la multitud a danzarín Dixon arrastrando su maletita con ruedas. Nadie pareció reparar en su persona. Se diría que el reportero estrella, el ágil escalador de cargos y sueldos cada vez más abultados se sumió en el pozo profundo del desconcierto, y sintió hondo en su fuero interno un deseo inalcanzable de estar en ese momento en su casa, con su familia, su esposa, sus hijas. Pero todo estaba fuera de su alcance, la locura danzante del agorero que no le apuntó a lo obvio y la fuerza de la evidencia que lo sacó de su protegido centro futurista en que el mercado lo gobierna todo; el ecologista cazando la más emblemática de las especies protegidas por los organizaciones cuyo peso era menor que el petardo en la punta del arpón electrónico de los barcos ultramodernos, el discurso perdido entre los fragmentos de una explosión cuyo petardo humano a bordo de un avión había derribado los gigantes del comercio más grande del mundo, el líder vikingo del grupo que allí convocado, citados todos desde sus países donde la empresa transnacional tenía sus explotaciones, llamando a continuar la praxis de la pragmaticalia más incuestionable de lo necesario para la organización.


CAPITULO VII

¿ Puede un hombre perderse por completo al interior de los insondables caminos de si mismo y despertar un buen día sin saber nada de lo ocurrido antes en su vida ? A fuer de no tener documentación alguna, ilegal y desconocido pero pudiendo pasar por cualquiera de la región en que se hallaba, mimetismo, soledad y ausencia, Tadeo no supo, no tenía idea de quién era. Todo lo anterior se había esfumado. Su largo peregrinar por el laberinto de la oscuridad lo había hecho olvidar por completo su identidad, su nombre, su historia había quedado archivada en algún oscuro y remoto lugar más allá del límite de lo conocido. Cuando por fin despertó se vio dentro de una pequeña pieza. La habitación estaba en penumbras y hacía calor, mucho calor. Parpadeó varias veces tratando de ajustar el enfoque de sus ojos y comenzó a vislumbrar una serie de muebles viejos, un ropero, una mesa o cómoda, no logró distinguir esto, un lavatorio metálico sobre un taburete de madera, y su cuerpo sobre una cama. No se escuchaba ningún sonido alrededor.

– Dónde estoy… qué lugar es este… – los primeros pensamientos que acudieron a la mente de Tadeo fueron acompañados de una expresión del rostro que denotaba buscar en vano un ajuste con la frecuencia de lo real. Sintió una presión en su cabeza y al llevar su mano a la frente notó que la tenía vendada…. – ¿ por qué ? – la pregunta vino sola pero no fue más que para ahondar su perplejo desconcierto. El cuerpo estaba como dormido, lacio, flojo, cualquier movimiento era una dificultad y sin embargo sentía un deseo enorme de salir de allí. Flectó un poco las rodillas y movió los dedos de los pies. Lentamente por el cuerpo que acompañaba su vuelta a la vida fue fluyendo algo de energía y con alguna dificultad logró bajar las piernas de la cama y sentarse. Un ligero mareo lo hizo apoyar las manos con fuerza sobre el colchón y así se quedó un largo rato, contemplando a su alrededor. No lograba entender nada; la sensación que lo poseía en aquél instante era la de un hombre que sabe que vivió ya una parte de su vida y que tiene una historia, pero no la conoce, no sabe quién es. Tal vez viva en ese lugar, tal vez no… sus ojos se toparon de nuevo con la palangana metálica y observó esta vez que al borde había un paño blanco. Lo tomó y sintió la humedad en sus dedos; qué alivio, dentro del lavatorio había agua, oh ! qué bueno, un poco de agua para el calor que sentía. Mojó su rostro con verdadera devoción, lentamente, como disfrutando de cada gota. Al cabo de un rato se puso de pié y se acercó al mueble que ahora sí reconoció como una cómoda de cuatro cajones, atraído por una imagen que colgaba de la pared justo encima de esta. Comprendió de inmediato que se trataba de un calendario; se veía muy viejo, pero no más viejo que todo lo demás en aquél minúsculo universo donde había abierto los ojos. Sobre los números de las fechas una foto de un paisaje tan plácido como hermoso rezaba en inglés: Afganistán, el Paraíso en la Tierra, Heaven on Earth, lo invita Líneas Aéreas Afganas. 1967. Curioso, Tadeo tomó en su mano la primera hoja que tenía al frente; Marzo traía la imagen de una cadena de montañas y valles en una degradación de azules que invitaba a la ensoñación… se quedó un buen rato hurgando en algún recuerdo imposible de atrapar, algo que estaba pero no estaba, esa inefable sensación de que en algún lugar está todo guardado pero quién sabe dónde. Luego Abril, Mayo, y hasta Diciembre una sucesión de paisajes, gente en el campo, flores, un magnífico río en que un aura de luz dorada en la orilla se matizaba de niebla mañanera; Tadeo parecía estar en un trance, en una muda expectación, mirando, cautivas sus pupilas por su propio deseo de recorrer aquellos lugares, volando sobre cada milímetro de la imagen. Volvió a leer… – Afganistán… Afganistán… qué es eso; donde está este lugar… ? – Se miró las ropas, las anchas bombachas y una polera blanca que lo cubrían. Nada especial había en esto. Luego advirtió el tenue rayo de luz que se filtraba por una rendija y mientras se acercaba volvió a su mente el año, la fecha que acababa de ver.

– Mil novecientos sesenta y siete, mil novecientos sesenta y siete, ¿ esta es la fecha ? – se preguntó arrugando un poco la frente. Puso el ojo en la ranura y el rayo lo encegueció. Retiró bruscamente la cabeza y se echó hacia atrás, tropezando con la cama. La luz continuaba dentro del ojo como si este la hubiese atrapado despertando de su larga fase oscura. Parpadeó varias veces, y de a poco la pupila comenzó a recobrar la normalidad. Fue entonces hasta la puerta y lentamente, sigilosamente, con cierto temor bajó la manilla de bronce; con el mismo sigilo abrió, centímetro a centímetro la vieja puerta que no emitió ningún sonido. Del otro lado era afuera y el sol estaba al fondo, lejos en la inmensidad del cosmos, a la altura de la cabeza de Tadeo, a la altura de sus ojos. Por un momento quedó ciego, pero esta vez tuvo la precaución de salir con sus ojos casi cerrados, y de a poco recuperó la visión mientras se alejaba dándole las espaldas al sol. Lo que vio entonces fue una humilde construcción de adobe. Todo se veía bastante ordenado y limpio; una cerca donde había cinco cabras que lo miraban con cierta indiferencia, un par de arbustos secos y achaparrados. Bastante más atrás, sobre un lomaje había otra casa, similar a la primera. Caminó hacia la parte trasera de la casa y vio a mediana distancia la orilla de un río poco caudaloso; algunos niños que corrían por allí, otro con un balde en cada mano seguramente llevaba agua a una casa. Un árbol grande, como un sauce, habitaba la orilla en un sector en que se había levantado un poco de polvo dando al conjunto un áurea amarillo pálida en que todo parecía de etérea consistencia. Parecía un cuadro antiguo, algo mágico, una visión. Por algún resquicio de los sentidos se coló furtiva en la brisa que llegó a su cara una sensación de bienestar, era como si en el aire se respirara tranquilidad. Pero la expectación era su dueña en ese momento y lo atraía con fuerza centrípeta hacia la búsqueda de sí mismo, a intentar recordar algo para salir de este individuo que el no conocía pero que se había vestido de su cuerpo.

– ¡ Hey… hombre !

Miró hacia un costado: allí había un joven de ropajes campesinos.

– ¿ Yo, te refieres a mí ? –

La pregunta era bastante obvia pues no había nadie más a su lado, pero a Tadeo más le llamó la atención considerar que había hablado en otro idioma, distinto al idioma en que había estado pensando los últimos minutos, incluso, ahora también lo notaba, del inglés del calendario que también había comprendido.

El joven se le acercó y le indicó amablemente que volviera a la casa para beber el té. Esta invitación de pronto despertó en Tadeo la sensación de una fuerte sed; sí, desde que se había levantado de la cama había comenzado a sentir un fuerte deseo de beber. Se sentó a la mesa; era una habitación contigua a la que él ocupaba, había una cocinilla y dos mujeres envueltas en ropajes preparaban algo de comer. Junto con ellos entraron tres chiquillos y una niña y también se sentaron. Había cierta algarabía en la casa.

– Por fin te despiertas, estuviste muchos días fuera amigo, yo te lo digo. Hubo que darte de beber a gotas… debes tener mucha sed. También has de tener hambre –

– Gracias… – Tadeo hizo una leve reverencia con la cabeza. – ¿Cómo llegué hasta aquí ?

– Ha sido la voluntad de Alá, pero no sabemos cómo. Hace muchos días atrás te encontramos inconciente cerca de aquí, en el camino que conduce a Khabul. El gran Alá te ha salvado de morir, ya los buitres te sobrevolaban … todo tu rostro estaba cubierto de sangre… eras una lástima –

– Pero ustedes me conocen, ¿ o no ? –

– Pues, no, no sabemos quién eres paisano, ni de dónde has venido, ni nada en realidad.

¡ Dinos tú quien eres ! –

Las dos mujeres se acercaron discretamente a la mesa y sirvieron pan, té y una crema amarilla que parecía ser yogurt. Tadeo sintió cómo sus glándulas salivales se activaron de pronto provocando un caudal que bajó por la garganta y lo impulsó a tomar uno de aquellos trozos de pan grueso y caliente que aún despedían vapor y el aroma inconfundible de la cebada madura. Parecía tener un hambre de siglos de abstinencia, sin embargo se tomó el tiempo para masticar y beber el té con lentitud. Dos sensaciones fuertes como el embrión de un atormenta revoloteaban en su interior y no sabía a cuál de las dos darle impulso: las terribles ganas de beber y comer, o la necesidad que crecía en su interior de saber quién era.

– Pues… no lo sé – su frente se arrugó un poco – no sé quién soy, cuál es mi nombre, no sé de dónde he venido… mi mente está en blanco. No recuerdo nada, nada en realidad –

– Seguramente estuviste en un enfrentamiento… las milicias del general Massoud no hace mucho por aquí cerca fueron emboscadas por los talebanes. Cuídate, hermano, de alguna de las dos has de ser, y aquí nadie quiere a los perros asesinos del taleban. Pareces haber sufrido un fuerte golpe en la cabeza, tenías una gran herida en la frente cuando te encontramos. Tal vez ese golpe te dejó sin memoria… pero no te preocupes, – sonrió – ya la recuperarás –

– ¿ Quién es el general Massoud ? –

– Vete a descansar mejor, no creo que sea bueno que en tu primer día de vida estés tanto tiempo en pié, haciendo preguntas… ya recordarás algo, y más vale que estés en el lugar que te corresponde hermano. Por Alá te digo que las divisiones entre nuestros pueblos nos hacen cada día más daño y traen sólo destrucción a nuestras vidas – por un momento quedó en silencio como escuchando sus propias palabras; un cierto dejo de resignación se advertía en el tono que empleaba, al menos eso fue lo que creyó captar Tadeo – Puedes quedarte aquí hasta que te recuperes bien –

CAPITULO VIII

Todo dormía, el silencio de la madrugada se teñía de rojo en el horizonte y las aves trinaban al amanecer desde las colinas y los valles, miles de aves en su diario ritual cantado. Todos dormían aún; el gallo cantó tres veces. Pronto se levantarían a las faenas diarias; primero la oración y luego el trozo de pan que el rescoldo había cocido en la paciente sabiduría del fuego nocturno, acompañado de la infusión de alguna hierba. Eran las horas en que todo se permitía una total paz y quietud, las horas previas a la vigilia.

Pero la inquietud irrumpió de un sobresalto en el estallido de los bombardeos que penetraron los tímpanos escuchando lo que ocurría en los sueños, anunciando el juicio y anunciando que la muerte caía del cielo aquella madrugada que repentinamente descubrió su manto de metralla.

Todos se levantaron, clareaba y algo de luz comenzaba a teñir de roces la mañana. Ya antes habían escuchado bombazos y tronaduras cerca de allí, pero esto era aquí mismo y mucho más fuerte. Mucha gente corría, algunas mujeres lloraban. Se escuchó entonces el ruido macabro de los motores y el pensamiento colectivo fue instantáneo: ahí vienen otra vez. Volvieron a correr, a esconderse, a protegerse como fuera. En sólo algunos segundos repitieron su vuelo rasante, desafiantes aves de metal con las fauces abiertas para devorar carne humana. Estallidos por doquier. Tadeo se agazapó al costado de una roca cerca de la casa, y desde allí vio explotar su pieza en mil pedazos… transpiraba, no comprendía qué estaba pasando… escuchó un grito terrible y profundo, lo reconoció, corrió en forma totalmente inconciente y corrió y corrió y rodeó la casa para acercarse por su parte trasera. Entonces vio a la mujer de rodillas al lado de un montón de escombros donde el adobe había vuelto a ser polvo y mezclado con toda clase de utensilios caseros destruidos levantaba un cerro sobre el cuerpo de su hijo menor. La mujer gritaba con todas sus fuerzas, se veía un pie, al menos sabía donde estaba, Tadeo casi se tiró al suelo y con sus manos comenzó a cavar con desesperación. Un pesado trozo de pared apareció y sin saber de dónde salieron sus fuerzas lo movió hacia atrás. Sus manos sangraban y por su frente corrían copiosas gotas de sudor que le quemaban los ojos. Continuó, la mujer comenzó a hacer lo mismo, hasta que lograron llegar a su cabeza. Era un escarbar sin piedad, contra el reloj de la vida. Un tinte ligeramente azulado sombreaba la faz del pequeño. Tadeo comprendió de inmediato la gravedad de la situación y llevó su boca a la boca del niño mientras la mujer despejaba el pecho… luego comenzó a comprimir la zona del corazón; mientras insuflaba los pulmones. Se detuvo un segundo y poniendo su oído sobre el cuerpo inerte escuchó.. – ¡ late, sí, late ! – gritó y volvió a soplar, siguió una y otra vez, hasta que de pronto tomó al niño por los hombros y lo sacudió. – ¡ Vive, por Dios, niño, vuelve ! – sollozaba al decir esto cuando de pronto una tos, una arcada, otra tos, una profunda respiración desde la nariz y la boca, otra tos. Lo estrechó contra su pecho y lo acercó al regazo de la mujer. Tadeo lloraba como un niño. Se abrazó a la mujer dejando entre los dos cuerpos el del pequeñín resucitado que respiraba otra vez intensas bocanadas de aire.

En ese momento la explosión, el buda, el gringo, la noche, todo de adelante hacia atrás comenzó a fluir como los negativos de una película. Acarició el pelo del niño. Entre la galería de imágenes que acudieron a su memoria una y otra vez aparecía el pequeño que durante los últimos meses había alegrado los días de Tadeo con sus innumerables bromas y juegos, su carita traviesa, pequeñín de ojos vivaces, inofensivo… siete años, pleno aún su corazón del don de la inocencia. Otra vez se hizo el silencio. Un torbellino de imágenes, ideas, recuerdos, pensamientos se volcaron como cuando se le pega de lleno a la piñata y caen de golpe todos los dulces, todo volvió de repente. Todo encajó como las piezas de un rompecabezas… su historia… un flashback voló por las ramas del árbol de la vida deslizándose en cada rama un recuerdo, cada vez más lejos, cada vez más cerca del tronco, hasta que se vio a sí mismo en la cara de su pequeño amigo. Esa mirada, esas risas que parecían trinos en las soledades inmensas que circundaban el caserío, sus ojos café enormes, las cejas gruesas, la mirada inquisitiva, el deseo de ser cada día.

Entonces la idea se articuló en palabras dentro de su mente:

– Vine aquí por una historia y lo que tengo en mis manos es un niño salvado de la muerte, una criatura inocente, casi destrozada. ¿ Por qué ?… ¿ sólo para vivir este momento llegué hasta este lugar, de entre todos los lugares del mundo vine hasta aquí para ejecutar este… acto ?- su corazón, su mente, sus ojos mirándose a sí mismo en busca de una respuesta pusieron énfasis en esta palabra, acto, tal vez en busca de algo que no era preciso comprender sino tan sólo vivir.

Su ser completo se agitaba en ese instante entre los recuerdos que volvían y la sensación de que se acompañaban. Le sobrevino una rabia inmensa, contenida desde quién sabe cuando. Sintió la mezcla iracunda entre la ira y la impotencia. Quería tener alas, quiso en ese momento ser un superhombre y volar hasta los aviones y derribarlos de un soplido descomunal que fluyera poderoso desde sus labios. Fantasías de la mente del impotente, la concepción atávica e interna de la justicia, la mujer lo miró entonces a la cara. Nunca había ocurrido esto antes, habría sido del todo impropio.

– Tus ojos me dicen que has recordado quien eres y sé que te marcharás. ¿ Sabes ahora de donde vienes ? –

Tadeo miró hacia otra parte y se separaron del largo abrazo. Ambos se percataron que durante el minuto que entre los dos sostuvieron al niño se hizo en torno a ellos el silencio absoluto, pero ahora volvían a escuchar los gritos y las carreras, se escuchaban el desgarro y el dolor, el temor. Pensó en su cuento de periodistas, su tonto país lejano, la mujer de las noticias… llegó a su razón para viajar, la historia que habría de contar para elevar espíritus. No, decirle a Shemaila que estaba allí para contar una linda historia habría sido ofenderla. Por un momento, de forma tal que no pudo evitarlo, sintió vergüenza de sí mismo. Calló y caminó hacia fuera, lentamente, mirando la escena dantesca que el humo negro por doquier permitía ver. Los vecinos, los amigos, los parientes del reducido poblado alejado de todo este mundo, pobres y sencillos pastores y campesinos semejaban fantasmas que aparecían y desaparecían entre las volutas de la niebla oscura.

CAPITULO IX

Un año había estado Tadeo entre aquellos que lo albergaron, y en ese tiempo había escuchado toda clase de rumores e historias, pero lo que más se comentaba últimamente era sobre un árabe que guiado por la mano de Alá el poderoso había ejecutado un inmenso acto de justicia sobre el demonio occidental que habitaba en América. Había arrasado con él propinándole una derrota que no olvidaría jamás. Cada vez que se mencionaba esta palabra Tadeo sentía una sensación extraña en su mente, y les preguntaba a todos qué era América, dónde estaba, pero nadie tenía mucho que decir y pronto lo olvidaba. También se hablaba del ejército de los estudiosos de la ley divina que habían impuesto su gobierno en gran parte del país. Pero ellos no los querían. Ellos parecían vivir en un estado en que aquellas cosas no tenían la menor importancia. De la siega a la siembra y de la siembra a la siega, el pastoreo de las cabras en el que el pequeño Berik ya era un experto, la ordeña, el pan en la casa siempre disponible, las oraciones de cada día conforme la ley de Alá el único, sus conversaciones, tales cosas eran la vida en estas soledades. Este era el mundo en el que vivía Tadeo desde que había abierto los ojos de vuelta a la vida y esto era todo lo que él conocía, al punto que ni siquiera la ocurrencia de otra situación diferente a esa se asomaba peregrinamente por su cerebro.

CAPITULO X

Aquél día fue largo e intenso. El trabajo no cesó hasta entrada la tarde cuando por fin lograron tener más o menos organizado el caos original. Estaban exhaustos de levantar paredes para rescatar a los suyos que habían sido aplastados en la sorpresa del ataque con que despuntó el sol y que el gallo había anunciado. Tadeo había corrido de un lado para otro ayudando en todo lo que podía. Cuando comenzaba a anochecer juntaron a los muertos y los prepararon para el rito fúnebre que comenzó a la hora veinticinco. Finalmente, exhaustos sus cuerpos y apenados se fueron a dormir dejando turnos para cuidar de los heridos. Las mujeres hicieron el pan, y las últimas lámparas de aceite se apagaron.

– Anciano, tú que has vivido tanto, dime qué es todo esto, porqué los bombardean si ustedes no le han hecho nada a nadie, qué tienen que ver ustedes con la guerra… –

– Yo no lo sé – contestó el viejo mirando por sus ojos blanquecinos de la avanzada catarata – nos ha ocurrido desde siempre y así ha de ser… nos golpean y nos volvemos a levantar. Tal vez algún día ya no vuelvan, pero nosotros estaremos siempre aquí… Tienes que estar siempre alerta. Un día llegan las buenas cosechas, y otro día llueve la desgracia, pero Alá nos tiene un lugar en su paraíso, y allí nos veremos alguna vez de nuevo. Ahora vamos a descansar, que Alá proteja tus sueños –

Tadeo se quedó un tiempo más afuera del techo que se había improvisado y contempló la noche que otra vez inundaba de estrellas todo lo abarcable con la mirada. Hacía frío y se arropó con la manta que le habían tejido en la casa donde vivía. Su mente estaba ausente, vagaba de estrella en estrella como se salta por los piedras de un arrollo sin pisar el agua. Recordó la celda de adobe donde había iniciado el viaje que lo dejaría sin memoria, sin saber quién era. Desde aquella celda había mirado y estudiado cada noche aquellos astros que ahora le hablaban otra vez desde la muda distancia. Un pensamiento de repente entró en su mente y le dijo que esto era, que aquí era el principio de todo. Miró hacia atrás, la silueta de la techumbre recortada contra la bóveda iluminada le trajo otra vez y con más fuerza la idea de que había llegado al punto de destino, a la más remota aldea, al inicio que tanto había anhelado alguna vez. Pero aquí no había nada excepto la rutina para comer, las oraciones y su forma de relacionarse que en el fondo no era tan distinta de cualquier otro grupo de personas… pero sí había una cosa como armoniosa entre ellos. Otra vez miró las casas, contempló el silencio y sintió que su estadía en aquél lugar debía terminar. En inmediatamente sintió también lo contrario, quedarse, quedarse aquí donde lo habían acogido, donde trabajaba con los demás hombres, donde comía lo necesario, donde se sentía bien, se sentía libre. ¿ Para qué irse?

CAPITULO XI

¿ Dónde ir ? A partir de las cenizas del bombardeo quiso trazar el camino a seguir, pero no lograba establecer una ruta. Comprendió que hasta aquí todo había sido un fluir, un dejarse llevar por las circunstancias sin querer y muchas veces sin poder hacer nada al respecto. Y una sensación grata se impuso sobre su razón, sintió que había vivido de una forma en que no obstante las veces en que se vio forzado siempre había bebido de la copa que la vida le había ofrecido empapado de la certeza y la fe de que el camino aún tenía que continuar por mucho más, sí, y esto le hacía sentir satisfacción. A pesar del temor constante, esa presencia inefable, ese biombo ante la fuerza de uno mismo, ese aire tan cargado de fantasmas que es casi imposible andar sin toparse con ellos. La imagen del momento en que el pequeño Berik había vuelto a respirar venía habitualmente a su memoria, sobre todo cuando en los días siguientes se repuso completamente y volvían a jugar mil fantasías.

Algunas semanas más tarde apareció en el horizonte una columna de polvo que hablaba de muchos vehículos que venían a la aldea. Avanzaban rápido culebreando por el camino y los aldeanos pararon sus labores. Miraban el serpenteo inexorable y sus rostros impasibles apenas delataban la desazón que el aire transportó a los cuatro vientos penetrando en cada rendija, en cada piedra y en cada casa. Pronto llegaron, eran camionetas, jeeps y varios camiones cargados de soldados. Se estacionaron y prontamente todos bajaron y se alinearon. Del primer vehículo se bajó entonces un oficial al que inmediatamente escoltaron otros dos. Un grupo de cinco hombres de la aldea se acercaron y se estableció una corta comunicación. Un soldado se adelantó y luego de escuchar las palabras del oficial explicó en una mezcla de dari y francés, algo bastante común en la zona, que no tenían nada que temer, pero que si conocían el paradero de los terroristas debían decirlo a la brevedad. Mientras decía esto un grupo de hombres armados comenzaron a dirigirse a las casas, a los corrales, a los maltrechos graneros. Aún habían signos de la reciente destrucción, y en cada escondrijo buscaron, hurgaron, revolvieron. Mientras tanto otros soldados repartían caramelos a los niños en medio de risas y saltos. Tadeo seguía el curso de los acontecimientos desde una prudente distancia y sentía como el corazón le latía. Volvieron los soldados a los camiones y comenzaron a preparar un campamento.

Llegó la hora de las siluetas. En las últimas horas Tadeo había estado meditando, pensando. Les digo quién soy, no se los digo. Sí se los digo. ¿ Y dónde me llevarán ? Estos eran soldados norteamericanos, eso ya estaba claro al menos, y ahora encajaban las piezas dispersas de los rumores que hablaban de América y el gran castigo. Habían venido en busca del agresor, y obviamente habían enviado primero a los aviones para preparar el terreno para la invasión. Ellos tal vez podrían sacarlo de aquí. No, sí, no, sí. No tenía papeles. No tenía nada para demostrar quién era, un periodista de un lejano país en América, del sur de América, sin credencial de guerra ni de nada, sin pasaporte… – estás en un problema amigo – se dijo sí mismo, pero por algún motivo la ausencia de identificación en particular no le inquietó tanto como el saber que al presentarse y contar su historia probablemente se vería otra vez privado de libertad y atrapado en las redes de la burocracia y las órdenes militares. No, no era lo que él quería, y lo sabía íntimamente. Pero ahora sabía que sí quería marcharse y retomar de alguna forma la vida en el lugar donde estaba su hogar.. tal vez. Sintió profundo que había llegado su tiempo para volver, aunque en su mente tal deseo no lograba dar con una razón específica, una idea, un proyecto. La intención original de crear, inventar una noticia, no existía más en sus pensamientos. Se dio cuenta de esto, pero no le importó.


CAPITULO XII

Los soldados se fueron al día siguiente, y esa noche Tadeo contó a la familia que partiría pronto. La luz cálida del aceite los congregó a la mesa y sobrevino un silencio pasajero.

– Siddiq , debes ayudarme a encontrar mi camino de vuelta. Quiero llegar a Quetta, sí, por ahora eso es lo mejor que puedo hacer. Lo último que recuerdo es que estaba en el lugar donde se dinamitaron los gigantescos Budas de piedra –

– Eso ocurrió en Bamian, no muy lejos de aquí, hace ya mucho tiempo. Creo que te podemos señalar el camino, te mostraremos las estrellas que te orientarán y te daremos contactos con paisanos que te ayudarán a llegar a donde debes. No te preocupes, lo lograrás Tadeo, y Alá estará siempre contigo. Siempre supe que este día llegaría, así como llegó el día en que rescataste a mi hijo amado de la muerte segura. Eres nuestro hermano y siempre lo serás sin importar cuán separados estemos. Ven, salgamos a ver las estrellas… ¡ Shuaib, ve en busca de Asim bin Suhail y Mohammed el viejo ! – El hijo mayor salió de prisa.

Afuera todavía había luz, era la hora de las siluetas sobre un fondo de azul turquesa y ya había varias estrellas visibles. Se alejaron un poco de la casa, y pronto se encontraron con dos hombres que venían a su encuentro y besaron Tadeo en ambas mejillas a la usanza musulmana. Quetta, al suroeste, mira esa estrella, mira aquella otra. Y la constelación del cazador, visible en su eje este-oeste tal que la tangente que la atraviesa precisamente señala en dirección a ese lugar.

El alumno que había comenzado a estudiar el universo desde los límites del adobe resultó aventajado y los maestros no tuvieron ningún problema en transmitir toda su cosmología que lo llevaría de vuelta cerro tras cerro y valle tras valle, cada poblado, cada riachuelo, todo lo necesario para arribar en 30 jornadas a la frontera en Quetta. Escribió los nombres de algunas personas y los lugares en que vivían, se dibujó un mapa y la cartografía fue pulida y corregida por algunos de los aldeanos que más lejos habían llegado. Sólo cinco habían estado alguna vez en Quetta y finalmente se pusieron de acuerdo en que el dibujo del mapa era el correcto. Luego se copió sobre una piel curtida de cabra. Esto lo hizo el artista del pueblo, y quedó de tal manera que se leía toda la información que Tadeo había ido armando con el paso de los días. Al sexto día todo estaba listo. Cantimplora, mapa, un buen ropaje para los días y para las noches, carne seca, un buen palo. Esa noche mucha gente fue a la casa de Tadeo y hubo conversación hasta que llegó uno con una flauta y de pronto apareció un acordeón que parecía de un museo y se armó la fiesta. Aparecieron melones, carne de carnero y de pollo, papas, deliciosas uvas, e innumerables tazas de té verde. Los más jóvenes bailaron, y finalmente le regalaron un báculo de pastor. Era de una madera tan pulida y de una veta tan curvilínea que daba la idea de estar girando; un trabajo de devoción y artesanía para llevarse de recuerdo. Luego habló el más anciano y se hizo el silencio. – Tadeo, siempre existirá el día en que nos volvamos a ver. Alá te envió y ahora él te vuelve a llevar… sólo cabe seguir su camino. Lo que viniste a buscar ya lo has encontrado, vete en paz y lleva en tu corazón nuestro recuerdo. Siempre estaremos juntos -. Dicho esto se retiró a su casa, y todos detrás de él. Al séptimo día se marchó al despuntar la claridad que emergía en medio del canto de miles de aves.


CAPITULO XIII

Caminando por las laderas, siempre a la vista algún hito importante, algún camino,Tadeo finalmente llegó a la frontera en el mismo lugar en donde junto a la caravana había penetrado en aquél país. Las estrellas que ya conocía de memoria fueron testigo del hombre que mudo y clandestino rebobinaba el camino en dirección al sur. Durante las largas caminatas hasta llegar a la frontera se fue acunando en su mente y en su ser la sensación de que a partir de ahora su vida era diferente. Es más, era otra, otra vida, otra persona. Y cada noche los astros le hablaron del camino de retorno desde la muda contemplación que el ojo de Dios en el cosmos le guiñó acariciándole. Pensó en los hombres que habían vivido en aquellas tierras, Alejandro el grande, y a su lado el maestro Aristóteles enviado por Filipo Rey de Macedonia, su padre, para educar a su pupilo que por entonces era el dueño de Grecia, Macedonia, y el bravo imperio persa. Pronto lo sería también de Egipto y alrededores. La nobleza y el honor en cada acto. Este hombre mandó matar a los que, en su cobarde afán de salvar el imperio y congraciarse con el conquistador, habían dado muerte al rey Darío. Este debía morir por su espada, cualquier otra cosa era indigna y abominable. Por aquí circulaban caravanas en algún remoto tiempo de gran actividad comercial, caravanas como la que lo había conducido al interior de esas profundas huellas de la historia grabadas en los bajorrelieves que el viento dibujaba en la arena. Las pisadas en las huellas de los camellos que lo introdujeron hasta su destino fueran las mismas que lo sacaron de allí y lo pusieron de vuelta en el lugar donde amparado por los astros cruzó en el acto genial de un atleta la noche de la frontera. Corrió ladera abajo entre piedras y espinos, era como ver pasar un duende saltando, corriendo, esquivando, sin cansarse, se diría que bailando y disfrutando, volando, saltando, a la derecha, a la izquierda, y así otra vez, y una vez más, saltando en grupas de la oscuridad. De pronto detuvo su carrera y se apoyó en una roca, sigiloso. Algunas luces a una escasa distancia le indicaron que había llegado al caserío que estaba en la ruta. Aquí alguien le ayudaría a llegar a Quetta, y de allí a Khuzdar. A partir de ese lugar estaría solo. Solo y sin papeles.

La sensación de volver y la idea de desandar; la íntima conciencia de haber llegado a su destino, aquél destino que justificaba el viaje emprendido, pero no poder describirlo ni definirlo, mucho menos expresarlo en una idea o palabras concretas, lo acompañaron día y noche. El Amu Daria ahora se convertía en un lugar innecesario, sólo había sido un concepto, nada más. Así lo sentía Tadeo, tal era cada vez más su convicción. Sentado en la pequeña meseta al abrigo de la roca pensó en su noticia, su historia. ¿ Qué tenía para contar a su regreso; dónde había estado, qué había descubierto ? Su mente dibujó a un hombre que se alzaba dándole vida a un niño de arena; esta imagen recurrente algo parecía decirle desde lo hondo de sus entrañas. ¿ Acaso era él, o algo en su interior, o en su acto, una buena noticia ? ¿ Su propio ser, su ruta y su fiel oído a la voz interna ? Aunque nada hubiese cambiado en el mundo, aunque todo siguiera siendo guerra y paz, paz y guerra, y así por toda la eternidad, sus manos sangrando habían rescatado la vida de una persona, un niño, un hombre antes del pecado asumido por la raza, sin pena, sin juicios ni prejuicios, un pequeño sin culpa y completamente inocente. Respiró hondo, y por un momento se sintió indestructible, miró otra vez las dos o tres luces que titilaban a la distancia. Allí se quedó esperando, dormitando bajo su capa, hasta que comenzó a clarear. Entonces se incorporó, levantó sus brazos a los colores del cielo e inhaló profundamente mientras sentía cómo por su cuerpo una energía extraordinaria lo penetraba. Algo lo retenía sin embargo al lado de la roca a cuyo abrigo había pernoctado; le vino a la mente la idea de que durante los muchos y largos últimos días había caminado sin cesar y que incluso la noche anterior había corrido largamente, cada vez más veloz, cada vez más lejos de aquél lugar desde donde ahora desandaba. Casi como huyendo, pero ahora lo asaltaba la sensación de que no obstante la idea de querer abandonar la región era todo lo que tenía por claro, esto obviamente no le resultaba suficiente.

– Momento -, se dijo, y se sentó un instante más. La mañana clareaba rápidamente y frente a sus ojos un valle enorme abría sus laderas y un arroyo que serpenteaba vestido de espejos plateados de los primeros rayos. Como aquél día frente a los rieles del tren del sur sus pupilas fluyeron por la línea de luz que se perdía en el horizonte … de pronto un – sí, he de llevar a cabo aquello por lo que vine – apareció en su voz. En su semblante se dibujó una sonrisa. Había venido por una noticia, por una historia, y por cierto que tenía una historia, incluso ésta aún ni siquiera había terminado. Pero ir con esto a las noticias se le antojó totalmente inútil e innecesario; recordaba perfectamente que en la televisión todo lo vivido y visto eran rutina en la cadena de imágenes vertida por las antenas hasta casi todos los rincones de la geografía; habían creado anticuerpos, la homeopatía del estado de las cosas que permitía que miles de niños murieran o sufrieran sin tener arte ni parte en el asunto. Y decidió escribir un libro, verter en las páginas en blanco toda su aventura y las sensaciones. Una historia, o un cuento, da lo mismo, el cual, al menos, al espíritu de una persona pudiese importar. ¿ A qué más podía aspirar ?

Se levantó y comenzó a caminar.


CAPITULO XIV

Eran las tres de la tarde de un día bello y soleado cuando se abrió la gruesa puerta de barrotes. Libre al fin, en sus ojos se notaba el cansancio y la alegría. Al llegar a Quetta Tadeo se había presentado en la oficina de un abogado y le había pedido ayuda para resolver el problema de no tener documentación en el país en que muchos como él carecían de identidad, y el proceso de recuperarlas significó esperar cinco meses en la prisión. Que estamos viendo su caso, que aquí no hay consulado de su país… y en la capital tampoco, que la falta de dinero podría retrasar todo un poco más, etc. La cárcel de adobe donde pasó varios meses era ahora como un hotel de cinco estrellas comparado con el hacinamiento, la cruda y brutal ralea de la marejada humana y sus despojos abandonados a la deriva más honda e incuestionada de sus propios cánones. Pero en todo este tiempo se había sumergido en los papeles en blanco que logró obtener del abogado, y escribió sin cesar mientras la intemperie de los acontecimientos allá afuera seguía su curso inexorable.


CAPITULO XV

Esa noche nos conocimos. Yo estaba de paso por Karachi, fotografiando el trabajo de las organizaciones que intentaban aliviar la vida de los refugiados de la guerra. Acababa de llegar esa tarde desde Estambul, y nos encontramos por esas casualidades de la vida en que las bolas de billar se chocan por un instante y se cuentan todo acerca del golpe que les dio el impulso para rodar. Yo intentaba llegar a Quetta y él venía de vuelta. Mis contactos eran unas periodistas españolas que habían estado en Afganistán no hacía mucho, y llevaba una libreta llena de direcciones, nombres de personas y algunas organizaciones en que más que un fotógrafo necesitaban gente con ganas de trabajar por nada más que la satisfacción personal.

¿ Cómo fue que nos conocimos ? El hombre estaba de pié, mirando la multitud que entraba y salía desde un mercado repleto de todo lo que se podía imaginar. No solo la imagen sino los olores, todo ese derroche de estímulos a los sentidos me tenían a mí también en un instante de observación silenciosa… hasta que mi mano subió a mis ojos el 70-210 y fui directo a una vitrina abierta repleta de quesos blancos y lechosos; al costado unos canastos de mimbre albergaban multitudes de nueces, frutas secas, polvos de diferentes colores, condimentos, qué se yo. Pero al llegar al visor mi ojo izquierdo reparó fugazmente en un detalle. El hombre que estaba de pié muy cerca de mí sostenía bajo su brazo una resma de papeles ajados y amarrados toscamente con un cáñamo. La palabra viaje saltó a la pupila y en un abrir y cerrar de ojos viajó por el nervio óptico y dio cuenta al cerebro del hallazgo que casi pasó inadvertido para el resto de mi geografía. Volví a mirar. Efectivamente, sin mucho esfuerzo se alcanzaba a leer la palabra “viaje” en aquellos arrugados papeles.

¡ Qué noche aquella ! Conversamos, comimos, nos tomamos toda la cerveza que pudimos, y terminamos durmiendo en alguna plaza, en algún lugar. Lo que me contaba a ratos se me hacía increíble, a veces me reía, pero las más de las veces lo escuchaba impresionado. Una idea era recurrente en sus relatos: me hablaba de niños, en los lugares visitados, en general, me contó de una niña sin un brazo y del niño que había alcanzado a salvar en un derrumbe cuando los bombardearon.

Siguiendo la misma ruta, lo que incluyó el placer enorme de sobrevolar la zona, tres días después estábamos en Quetta, y rápidamente pudimos dar con el hombre que nos llevaría al campo de refugiados para tomar fotografías. Hasta allí llegamos una tarde cuando el crepúsculo comenzaba a derramar su azul de creciente oscuridad sobre el horizonte. Algunos hombres venían caminando de las fábricas de ladrillos donde trabajaban el día entero bajo el sol terrible del desierto. El lúgubre caserío de plásticos, cartones y adobe comenzaba a pincelarse de amarillo y rojo en algunas esquinas donde crepitaba el fuego en la escasa leña. Cerca de allí una familia nos albergaría.

No sé cuantos días estuve allí, quince tal vez. Cuando llegó el momento de mi partida Tadeo entró en la habitación y me entregó todos sus papeles. – Yo me quedo aquí – , me dijo con una sonrisa – pero, por favor, lleva estos papeles de vuelta a España o donde sea y trata de publicar mi historia… si es posible… Hasta pronto –

Nos dimos un fuerte abrazo y me fui del lugar. Junto conmigo, los hombres salían de sus casas a las fábricas de ladrillos y todo volvía a ser actividad en la ciudad inconclusa de la esperanza que jamás vi olvidada en las pacientes miradas de todas aquellas personas que durante mi breve estadía me habían acogido en sus humildes vidas y hogares.

PELIGROS EN LINARES

Toda mi vida me ha fascinado el escenario amplio y profundo de la cordillera, y cada vez que se ha dado la posibilidad de internarse en las montañas yo he sido el primero en la lista. De tal suerte que esta vez me había instalado en los campos precordilleranos cerca de la ciudad de Linares. Un brote de fiebre aftosa había convocado a un ejército de veterinarios que se desplazaba por campos y montañas hurgando en las lenguas de las vacas y decidiendo soberanamente cuales debían morir bajo las eufemísticas balas del rifle sanitario. Llegamos de a poco, algunos nos conocíamos de la reciente época universitaria, pero también había muchos de los antiguos del Servicio. Linares se abría pequeño y tímido a nuestros jóvenes espíritus aventureros. Queríamos, a pesar de los escasos protocolos establecidos, cuestionar, plantear, queríamos aportar algo para mejorar la forma en que se estaban haciendo las cosas. No era cuestión de enseñarle a las vacas sagradas del Servicio cómo resolver el problema de las vacas enfermas, pero lo cierto es que el drama humano con el que se nos hacia convivir a diario, unido al hecho estar recién egresados de la universidad, nos obligaba a adoptar una actitud fuertemente crítica. En este escenario la posibilidad de fotografiar se había vuelto casi una terapia para mi espíritu, y cada vez que tenía la posibilidad me encaminaba por las soledades de la humanidad local.

Aquella noche tendría la oportunidad de hacer la apología de mi búsqueda constante de la crónica humana. El hombre del portal se puso de pie y se acercó lentamente al lugar donde yo me encontraba. Era la calle oscura de una noche que recién comenzaba, y en mi afán por encontrar imágenes dignas de mi lente me había adentrado por una ciudadela desconocida de barriadas y callejones sin saber exactamente dónde ellos me conducirían. A lo lejos divisé una esquina con un portal iluminado desde atrás y resueltamente dirigí mis pasos hacia allí. Cuando me encontré a una distancia suficiente vi claramente las dos puertas anchas y abiertas, y dos hombres sentados de lado, en animosa charla, apoyando sus espaldas contra las bisagras. Eran las siluetas que siempre buscaba, y detrás de ellos otros hombres jugaban sus apuestas. Era uno de esos locales donde el billar adquiere mala reputación. El humo que como una neblina enturbiaba los colores y el olor a cerveza creaban una atmósfera enrarecida que como una malla filtraba el contraste verde y gris de aquellas siluetas sentadas, fumando en la noche. La música de fondo inundaba el ambiente, salía a raudales por esas puertas y descollaba calle abajo. Cumbias, rock pop, del barato, de aquél cuyas partituras se producen por metros. Monté el trípode y cambié el gran angular por un zoom 70-210, calculando que desde la penumbra del momento las manos de los dos personajes allí sentados moviendo sus cigarros con sus puntas incandescentes encenderían de vida las negras siluetas. La estética, siempre la estética.

Pero la estética que busca el espíritu oculto en el fondo oscuro de la cámara del fotógrafo a veces se adentra por los recodos del peligro. El otro hombre también se levantó y siguió los pasos del primero. Percibí en ese momento el olor inconfundible de la hostilidad.

– ¡ Qué te pasa huevón que andai tomando fotos…! –

El chilenismo se expresó inconfundible en su modalidad agresiva, qué duda cabía…

– Sí, – contesté -, me gustan mucho las siluetas… –

– No, qué siluetas ni nada…. ¡ no tenís ná que tomarnos fotos… !; oye… ¡ harto guena la cámara compadre ! -. Se acercó más y se paró delante de mí. Tendría unos 25 años, grueso, moreno, vulgar. Curiosamente parecía estar más asustado que yo. Me pregunté por un momento acaso la palabra silueta le diría algo… quién sabe… tal vez mi explicación lo hubiese puesto de peor humor. El otro sujeto se instaló finalmente a mi lado. El vaho a cerveza llegaba raudo a mis fosas nasales mientras yo hacía estoicos esfuerzos por ocultar el desagrado que esto me producía. La verdad es que su repentino interés en la cámara había comenzado a preocuparme más que su manifiesto desagrado por haberle tomado una foto.

Conserva la calma, pensé. Si quieren la cámara tendrán que pelear por ella. La noble máquina seguía impertérrita el curso de los acontecimientos, ajena a la posibilidad de convertirse en mi arma de defensa, cual mazo montada al frente del trípode. Quise probar el diálogo, imaginé que si se armaba la pelea saldrían los demás desde el local y mi suerte se transaría a golpes y patadas, con una escasa probabilidad de éxito. Me armé pues de valor y mi boca comenzó a hablar:

– En verdad, camino por la noche buscando imágenes bellas. Soy fotógrafo, soy un poeta, y hago mi trabajo… ¿ qué más le puedo decir… compadre ? –

– Claro, y si soy de la CNI ? Andai sapeando loco… ¡ te vamo a tener que quitar la cámara nomá ! –

– No soy de la CNI ni de nada -. Ante la perspectiva de ser un agente policiaco o algo por el estilo mi voz adquirió un tono más categórico. No me gustó ser llamado sapo, pero algo me decía que el tipo aquél era más propenso a hablar que a ejecutar. Percibí que la conversación podría sacarme de aquél embrollo, y continué: – si quieres mi cámara tendrás que quitármela. Con esto yo trabajo, y… – mi mente seguía obstinada en manejar el asunto sin llegar a la violencia, argumentar y apaciguar el ánimo de las siluetas que enfrentadas al lente habían cobrado vida y ahora me amenazaban. – Mira el pool – le dije – ¿ ves las mesas, el humo, le gente jugando ? Yo busco esas imágenes sólo porque me gustan -. Mientras intentaba inyectarle algo de poesía a aquél espíritu tosco mi mano empuñaba el trípode listo para asestar el primer golpe si lo consideraba necesario. Tendría que reventar la máquina en esa cabeza, y, antes de que saliera de su letargia intelectual permanente, o acaso sólo un displicente desinterés en todo cuanto ocurría, darle otro tanto al segundo tipo. Y luego correr con toda las fuerzas para escapar de la turba que saldría a mirar el ruido de la calle. Prefería una máquina rota que quedarme sin ella.

De pronto se me ocurrió la idea más osada que en mi situación podría concebir: – vamos adentro y déjame tomar unas fotos de ustedes jugando; eso sería increíble, hermoso -. Me detuve ante la palabra hermoso… ¿ la conocían… algo en sus vidas sería hermoso ? –

Un relámpago del pensamiento trajo a mi mente un carnet de prensa que portaba en mi billetera; lo traía siempre conmigo como un digno recuerdo de cuando el Papa Juan Pablo II había visitado Chile y yo había trabajado tomando fotos para una periodista norteamericana que representaba el Christian Science Monitor. Saqué pues mi billetera, acto aún más osado que suponía poner la carne a la vista del predador, tomé el documento y se lo mostré sin más preámbulo. – Mira – le dije – ¿ ves que soy fotógrafo ? Ustedes se veían fantásticos, sus dos siluetas recortando el fondo… – insistí en eso porque en verdad era toda mi motivación y no se me ocurría mucho más.

Lo miré a los ojos y súbitamente solté el trípode para tenderle mi mano abierta. El otro hombre seguía a mi lado sin decir nada. – Compadre, usted no es una mala persona, yo lo sé, por eso llegué hasta acá, no para tener problemas sino para captar la magia de estas calles. Entonces para qué nos enrollamos, vamos para adentro. Créame, soy sólo un poeta, no le hago daño a nadie, no soy un maldito sapo, jamás. Usted tampoco es un sapo ni CNI, porque yo bien sé que ellos no toleran las fotos, ya he tenido muchas veces problemas con ellos por andar tomando fotos -.

Me sorprendí cuando por fin estiró su mano y estrechó la mía. Estaba húmeda y mi intención inmediata fue refregar mi mano en el pantalón, pero me abstuve para no ofenderlo. ¿ Lo había convencido ? ¿ La evocación a la poesía lo había en verdad calmado ? Me vino a la mente la imagen de un hombre apaciguando las bestias de la selva por medio de la melodía que fluía armoniosamente de una flauta traversa… sí, definitivamente la poesía había calmado sus espíritus belicosos volviéndolos amistosos y sumisos.

Aquella noche fotografié el juego a mis anchas, las bolas multicolores sobre las verdes cubiertas de las viejas mesas abriéndose camino entre la atmósfera saturada de humo. Los rostros toscos, las palabrotas, la música chillona. Los demás no le prestaron demasiada atención a mi persona, ya que mis dos anfitriones habían corrido el rumor de que era un periodista fotógrafo haciendo un reportaje sobre la vida nocturna de Linares, y que todo estaba bien. A decir verdad mi ex enemigo parecía ser uno de los entes dominantes en aquél maloliente tugurio. Las caras expresaban la algarabía de las bolas cayendo en las bochas permitiéndole a esa gente ganar en el juego lo que nunca ganarían en la vida. Parecían entender cabalmente que las bolas del juego de la vida no estaban en sus manos.

Eran ya las cuatro de la mañana cuando nos despedimos amistosamente, con varias cervezas en el cuerpo y una mesa jugada con aquellos honestos truhanes donde perdí todo el poco dinero que andaba trayendo en mis bolsillos. Y llevando un centenar de fotografías, por cierto.

Otro apretón de manos, todos amigos, y otra vez a la calle. Al llegar a la pieza que arrendaba me eché sobre la cama no sin antes poner el despertador a las siete y media. Por alguna extraña razón la dueña de casa me había arrendado una habitación repleta de estatuillas y cuadros religiosos. Sobre la cómoda y flanqueado por dos vírgenes un enorme san Sebastián lleno de flechas clavaba su mirada en mis pupilas… ¿ porqué estaban todos ellos allí ? Me dormí instantáneamente.

Llegué a las ocho y media a la central de operaciones del SAG de Linares para retomar mi trabajo, mi otro trabajo, – la vocación y la profesión – en la campaña aftosa. Corría el año 1987, y las autoridades habían decidido parar el brote al costo que fuera necesario.

-¡ Hoy hay una matanza – me dijo el colega Rubén Suarez, – pide permiso y vamos ! Podrás por fin tomar tus fotos… . – Qué bien -, pensé, ahora podría fotografiar las típicas heridas en la lengua y las patas del ganado enfermo. Muchos de los de mi generación de veterinarios nunca habíamos visto esas lesiones más que en antiguas fotografías de libros, y mi mayor interés era enviarle a mi ex profesor del curso de enfermedades infecciosas una buena colección de imágenes.

Pero los tiempos no estaban para fotos, eso no lo sabría yo. Gonzáles, un veterinario jefe del SAG, emitió un categórico – ¡ No !, Ud. vaya a su puesto de trabajo, no hay autorización para ninguna otra cosa… ¡ faltaba más ! –

No me extrañó, era por lo demás el tipo de trato que recibíamos permanentemente los noveles veterinarios contratados por montones para ejecutar la rutina fatídica y muy exenta de profesionalismo. Nuestras recientemente terminadas carreras nos llenaban de sentido crítico respecto de la forma en que se manejaba la campaña. Matar y matar, ir todo el tiempo detrás de aquél invisible enemigo, un virus cuya estrategia debería ser analizada al menos en un gran mapa epidemiológico, trazando sus movimientos, discutiendo, intentando al fin ponerse por delante de su mortal avance, predecirlo, coordinar las acciones tendientes a evitarlo, o al menos minimizar los efectos de su irrupción en la vida de esas atribuladas familias campesinas. Menos aún hablar de fotos…

Volví donde Rubén justo a tiempo para decirle que no podría ir. Rápido y de pensamiento práctico, me propuso que le prestara la máquina y él lo haría. Nunca se la había pasado a nadie, pero considerando mi escasa probabilidad de hacer yo mismo el trabajo accedí de buena gana, explicándole rápidamente cómo accionar el aparato.

Ese día lo pasé una vez más en mi puesto de control del desplazamiento de animales en algún lugar de los campos aledaños al río Achibueno. ¡ Qué hermoso lugar del Chile central, tan cálido y acogedor, tan amable ! Una familia de campesinos cuya pequeña casa se situaba cerca de mi emplazamiento sanitario-militar me invitaba a veces a comer algo, a almorzar, lo que fuera, y de tanto visitarlos un creciente sentimiento de simpatía había surgido entre nosotros. Escuché historias que sensibilizaron mi oído a las pequeñas tragedias y sus miserias impuestas por la campaña. Sus hijos más pequeños revoloteaban alrededor mío indiferentes a la conversación de los mayores, jugaban, me tiraban una pelota, reían felices. Antonia, una pequeña de diez años y mirada altiva posaba encantada para mi cámara mirándome embelesada desde la profundidad inocente de sus bellísimos ojos verdes. Le seguía Raquel, sus quince años entrando de lleno en la vida real; yo advertía cómo su mirada de niña mujer me coqueteaba enamorada inmersa en esa loca ilusión soñadora del nacimiento de la juventud.

– Hoy matarán los bueyes y un piño de vacas de un pariente que vive más arriba – me dijo el dueño de casa mientras sorbíamos una taza de te. – ¿ Cómo lo hará ahora para trabajar, si no tiene sus bueyes ? – cavilaba el fornido hombre de manos gruesas y uñas llenas de tierra.

Los bueyes eran sin duda su mayor orgullo. Había que esperar varios años desde que los toritos nacieran, criarlos, castrarlos, uncirlos, enseñarles, cuidar el desarrollo de sus poderosos cachos, hacerles aceptar el yugo y la compañía inexorable del compañero, hacerlos mansos y enormes, fuertes, capaces de tanta fuerza y tan dóciles, y de pronto una bala y una indemnización que nadie sabía, nadie aseguraba, y que aun con ese dinero no repararían el daño y el menoscabo a los años de esfuerzo. Una enorme zanja cavada con las palas mecánicas del estado era la fosa común de cientos de enormes bovinos que se apilaban en una macabra montaña de carne inútil. Luego se le echaba tierra encima y asunto concluido. Los que presenciaban este acto, niños o viejos, quedaban con una imagen difícil de borrar de sus memorias.

Esa tarde, como estaba previsto, recuperé mi máquina. El rollo de 36 fotos había sido totalmente ocupado. Rubén me la entregó con cierto orgullo escondido, – no tomo fotos como tú – me dijo – pero creo que estarán buenas. Tomé fotos de la lesión característica, en las lenguas y patas, y sin problemas de movimiento pues ya estaban todas muertos -. Esto sí que es pragmatismo -, me dije …

A la mañana siguiente me disponía a abordar el vehículo que me llevaba a mi puesto de control cuando llegó corriendo un veterinario recién ingresado al servicio:

– ¡ Te llaman de la oficina, el doctor Gonzáles quiere verte ! –

– ¡ Gonzáles quiere verme a mí ! – vaya honor – ¿ qué querrá ? me dije mientras me devolvía al interior del recinto. Di unos golpes a la puerta que se hallaba totalmente cerrada evocando desde ya el estilo de administración que prevalecía. A los pocos segundos se abrió y no alcancé a entrar más de uno o dos metros cuando Gonzáles estiró categóricamente su mano derecha e inquirió:

– ¡ El rollo !

Nada de buenos días ni ninguna otra menudencia, vamos directo al grano. Me quedé mirándolo, un poco perplejo pero evitando lo más posible ser notado. El ambiente parecía el de un juzgado a cargo de inquisidores; el aire pesado presagiando más problemas. Había dentro del recinto otras dos personas: otro jefe recién llegado de Santiago, y un tercer personaje que no conocía. Como pareció notar ni desconcierto volvió a demandar, con voz de exigencia:

– ¡ El rollo !

– ¿ Qué rollo ?- emití casi sin darme cuenta, como buscando tiempo para pensar en la forma de salir del embrollo por el rollo. Debo haber sonado bastante falso, lo que parece haber aumentado la irritación manifiesta de Gonzáles. No era uno de sus adiestrados empleados fiscales que obedecía sin preguntar, no, definitivamente esto no estaba en el libreto del día para Gonzáles.

– El rollo que usted hizo tomar a su colega Suarez, por supuesto. ¡ Ud. sabía que estaba prohibido ! –

¿ Prohibido ?… no, no lo sabía. Sólo sabía que yo no estaba autorizado para ir a la matanza de animales de ayer, pero no sé donde dice que no se pueden tomar fotos de las lesiones -.

– ¡ Por última vez, entrégueme el rollo ! –

Esta forma de dirigirse a mi persona se me antojó matonesca, patronal, y no estoy acostumbrado a ser tratado así. Por lo demás tengo un particular y bien ganado sentido del derecho de fotografiar. Si quería el rollo, tendría que pelear por él… Lo miré fríamente:

– No lo tengo, o más bien dicho está ahora junto con muchos otros rollos no revelados, y es imposible saber cuál es el que Ud. quiere -.

– Bueno, no me deja más alternativa que pasarlo a la fiscalía militar -, sentenció gravemente, algo resignado pero hirviendo de rabia contenida. Era lo más amenazador que podía concebir, y en su bigotín se advirtió un ligero temblor.

Eran los tiempos en que ir a parar a ese incierto lugar era sinónimo de graves problemas, sin duda. Las otras dos personas en la sala no habían abierto la boca y Gonzáles había movido su caballo, atropellador, esperando con esto dar jaque mate. Instintivamente proclamé:

– En ese caso permítame llamar a mi abogado -. Esta frase suena como salida de una película, cuando el sospechoso es detenido. A mí mismo me sonó extraña, remota… llamar a mi abogado… ¿ cuál abogado ?; claro, ellos no lo sabían, pero en mi intento de esquivar el repechaje de su caballo me acordé de mi tío abogado sin saber si serviría de algo… aunque sus variados contactos high level podrían ayudar… tal vez… Esto, no obstante, me sirvió para reafirmarme sobre la base de mis peones, torres y alfiles de confianza; y la galería de imágenes de parientes cercanos se extendió frente a mis ojos. Con un placer extrañamente agridulce recordé que también tenía un primo bastante amigo, militar, de alto rango… – no está mal – pensé, creo que podemos jugar un poco más… le sonreí triunfante. Gonzáles se desmoronaba sin encontrar la siguiente pieza.

Se produjo un intenso silencio; sólo el trinar de las aves del campo entraba por la ventana. Gonzáles evidentemente no sabía a qué atenerse, cuando el sujeto desconocido se puso de pie y sin prisa se acercó a mi trinchera. – Soy Juan de la Sota – dijo imperturbable. Adulto joven, alto, bien vestido. Obviamente hijo de la clase dominante, de la Sota no era de los que se aparecían en terreno más que seguidos por una nube de reporteros: era el subsecretario de agricultura, supervisando en las oficinas el curso de la campaña. El escenario local estaba matizado por protestas de campesinos frente a las dependencias del SAG, junto a ellos el consiguiente piquete de carabineros a la expectativa; juicios, denuncias y querellas interpuestas por los terratenientes locales que también se resistían al plan estatal, una campaña que se prolongaba más de lo necesario, una cadena interminable de jefes circulando por el SAG, de las cuales Gonzáles era sólo un eslabón, todos ellos incapaces de darle un sentido concreto y profesional a lo que se estaba haciendo. Preguntas sin respuestas; porqué los controles fronterizos tan precarios e ineficientes, porqué no tener los animales vacunados ante un peligro tan constante e inminente, qué tontera es esa de país libre de aftosa si el país vecino está lleno del mal, porqué al menos no podemos comer esos animales que se destruyen, habiendo tanta gente, ancianos, niños, que rara vez comen carne, y aquí destruyéndola; porqué ninguna autoridad se pronuncia acerca del esquivo tema de las indemnizaciones, porqué no lograban de una vez por todas parar el siniestro brote, porqué, porqué, porqué… el obispado local mientras tanto encauzando y acogiendo las demandas de los campesinos… sí, el ambiente no estaba para fotografías.

Antes de que pudiera seguir hablando le interrumpí mostrando un sincero entusiasmo ante la posibilidad de hablar con alguien más joven cuyas ideas estuviesen, tal vez, menos parapetadas tras los sepulcros seniles de la ignorancia, la intransigencia, la prepotencia de muchos de los que administraban la campaña y el Servicio.

– ¿ Entonces me concede Ud. un par de minutos ? Estoy seguro que si me escucha todo este asunto se va a aclarar -.

– Bien, quiero saber porqué tanto interés en tomar fotos de la matanza de los animales -.

– Precisamente ese es el malentendido, no es la matanza lo que me interesa, en realidad se trata de las lesiones características de la enfermedad -.

– Pero no podemos permitir que circulen fotografías de los militares disparándole al ganado, esas imágenes pueden ser mal utilizadas, y… bueno, no están las cosas para eso -.

– Vaya, estamos razonando -, me dije para adentro. Recordé en ese momento la experiencia de la noche anterior… qué contraste más profundo entre este subsecretario de corbata cara y elegante y los marginales expertos en pool. Todos anclados a miedos ocultos.

– Por favor tome en cuenta lo siguiente: a las pocas semanas de haber llegado a trabajar a esta oficina, en uno de los corredores con ventanales que miran hacia el patio coloqué un centenar de fotografías de la ciudad, digamos, para alegrar un poco la cosa. Eran fotos de tamaño postal, y mostraban solamente imágenes positivas, bonitas, estéticas, de la ciudad y sus alrededores, detalles, primeros planos, gente, qué se yo. Definitivamente no pretendo andar denunciando nada, se lo aseguro. Muy por el contrario, lo que intento con mis fotos es señalar aquellas cosas que son sanas y despiertan sentimientos en las personas, sentimientos positivos -. Quise decir que intentaba aportar algo amable al corazón de las personas, a su espíritu, pero me contuve. Continué: – esas fotos fueron vistas por el encargado cultural de la municipalidad, y tanto le gustaron que me las pidió para armar una exposición en la municipalidad misma y después en el Club de la Unión. Esta persona me dijo que lo había conmovido mi capacidad de fotografiar detalles frente a los cuales los transeúntes locales pasan a diario pero sin reparar en su belleza escondida. Que viniera alguien de afuera a rescatar esas cosas; eso lo impresionaba… le cuento esto para que Ud. se haga una idea del contexto – dije queriendo darle alguna suerte de sustrato a mi defensa -. Y respecto de los animales, mi único interés ha sido enviarle las imágenes a mi profesor de la universidad, para que otros alumnos puedan ver lo que yo y los de mi generación jamás tuvimos la oportunidad de ver. ¡ Cómo no va a ser importante conservar esas imágenes ! Los militares disparando… ni se me habría ocurrido, qué quiere que le diga. Eso es todo, y estoy muy dispuesto a defender mi derecho a hacer lo que hago, pero puede Ud. tener mi palabra de que le digo absolutamente la verdad, y no hay ninguna otra motivación oculta.

De la Sota escuchó con aparente interés y sin interrumpirme dejó que me explayara. El era la primera autoridad en esa sala y su decisión tendría que ser acatada. Gonzáles se había abstenido de intervenir desde que el subsecretario había tomado el control de sus piezas; ya no era él quién manejaba la situación y se había relegado a un poco decoroso segundo plano. El otro sujeto, el recién llegado doctor Calaño que venía a ordenar y a salvar la situación, me miraba como quien mira un extraño insecto, pero no abrió la boca para nada excepto para bostezar un par de veces. Por mi parte yo había jugado ya mis cartas y ahora esperaba el veredicto… por las fotos de las lesiones… algo que con un poco de visón el propio SAG debería haber hecho mucho antes, pero entre el tronar de tanto rifle sanitario estos detalles se le escapan a cualquier Gonzáles.

Otra vez un silencio, pero por alguna razón este silencio se sintió más corto y menos pesado que el que había ocurrido hacía un rato atrás. De pronto se acercó y se detuvo frente a mí con la mano extendida. Me miró entonces con una expresión seria en su rostro y me dijo: – te creo, voy a confiar en ti – . Yo de inmediato estreché su mano. – No te vas a arrepentir – le dije. Nuestros ojos se cruzaron… en alguna parte de mi ser hubo un estremecimiento ante el hecho de que me creyera. No me conocía, probablemente le habrían contado quién sabe qué cuentos, pero me escuchó y… confió. Ahora sólo cabía volver a la puerta y salir de la habitación, a mi trabajo, por supuesto. Volví a mirarlo una vez más con la mano en la puerta. Por mi mente pasaban miles de frases como para reiterarle mi agradecimiento o más bien expresarle mi sentimiento, pero sólo atiné a decir: – Gracias -. Cerré la puerta y caminando sobre nubes llegué a mi vehículo.

¡ Qué delicioso es el sabor, efímero en esta vida tan veleidosa, del triunfo total ! Los siguientes días produjeron las imágenes más hermosas que hoy cobija mi banco sobre personas de la región; las manos generosas pasándose el mate, los adobes fieros y humildes, los paisajes amplios, la princesita de 10 años y unos ojos de agua verde que cautivaron mi lente y mi pupila. Cómo posaba su inocencia camino a mujer frente a mi atenta mirada. Rodeado de alamedas doradas por el sol de la tarde. También disfruté esos días en compañía de Osman, otro veterinario del Servicio, que vivía en el mismo lugar. Las noches de eternas conversaciones filosofando al abrigo de un mate que no terminaba nunca, antecedido por unas excelentes longanizas caseras lentamente preparadas sobre el brasero donde chispeaba con ardiente paciencia el noble carbón de la zona. Y un buen vino, por supuesto. En la casa de Linares, también en la casa del campo, donde vivían sus padres. ¡ Qué buenos tiempos aquellos ! Mis mejores cabalgatas a la cordillera fueron sin duda con este socio tan arriero, experto en caballos y aperos, huaso total, honesto y buen amigo. Los viajes al Paso de las Lástimas, las herraduras sacando chispas al crepúsculo, los andamios del peligro, las casas de piedra, simples excavaciones bajo gigantescas piedras que se transformaban en moradas de arrieros, donde toda visita era bienvenida. El arroyo limpio del helado chapuzón matutino.

Linares se volvió de pronto un poco más amable para mí. Un día me llamó el encargado cultural de la Municipalidad. Me preguntaba si podría sacarle algunas fotos a los hijos del alcalde.

– Claro, por supuesto… – debo confesar que me sorprendió la petición, pero me gustó la idea. No es fácil fotografiar personas de manera de lograr captar lo más sutil de sus expresiones, además del sentido estético propio del encuadre, y sin contar con el factor adicional, algo más subjetivo, de que la persona al ver su imagen impresa se sienta bien, le agrade. Por este motivo intento no hacer fotos por encargo, excepto aquellos que conllevan más bien un concepto que una imagen predeterminada. No obstante esto decidí enfrentar el desafío. – Al fin y al cabo este es mi trabajo – , me dije con bastante seriedad.

Y, claro, como era de prever, me di un inmenso gusto. Fue un Domingo por la tarde. El sol estaba allí para complacer de amarillo cálido y profundo el verde del césped del parque donde corrieron, saltaron, dieron vueltas de carretilla, ágiles y felices, dieron vueltas de carnero, dos niñas y el hermanito mayor. Un oasis de risas inocentes en un parque, una fiesta de alas de mariposas multicolores danzando para mí.

Las cosas estaban así, amables y duras a la vez. La tragedia en el campo continuaba y ya habían pasado unos tres meses de campaña intensa. Cuando de pronto apareció un tercer personaje en el teatro de la vida. Un periodista con el que nos ubicábamos desde la época universitaria, en Santiago.

– ¿ Aló, Daniel ? Te habla el Gato… te acordai de mí ? –

– ¿ Gato… qué Gato ? – repasé mentalmente… no lograba dar con ningún gato en la zoología de mis amigos.

– ¡ El Gato Félix, compadre, de la parroquia universitaria… cómo no te vai a acordar de mí, viejo ! – interrumpió mi silencio mientras yo continuaba por los laberintos del mentado zoológico. Al mencionar la parroquia universitaria recordé que en su genealogía sí, efectivamente, existía un gato Félix. Creo que nunca supe su nombre, – ¿ o tal vez se llamaba Gato Félix realmente ? – tampoco recordaba su rostro. Pero sí, este gato era inquilino de aquél recinto.

– Ah, claro, Gato Félix. Sí, me acuerdo de ti, cómo estás, de dónde me estas llamando ?

– De aquí mismo, viejito… estoy en Linares. Vivo aquí compadre. ¡ Oye, juntémonos, podrías venir a comer a mi casa ! Trabajo en un diario de aquí, y estamos re bien. Tenís que conocer a mi guagua, y la Tere… ¿ te acordai de la Tere ? Buena Onda, compadre. Supe que estabas acá por una casualidad. El otro día en Santiago me encontré con Conchita y me contó que estabas en lo de la aftosa, así que pensé en llamarte para que nos veamos de repente… –

– Sí, claro, porqué no… dime tú , cuando nos juntamos… – Debo decir que, rigurosamente hablando, don Gato era un perfecto desconocido para mí. Don Gato y su pandilla. Pero por que no habría de ser una buena ocasión para recordar y pasarlo bien ?

-¿ Qué te parece el Sábado ?; anota mi dirección. Buena onda, compadre -.

Estas cosas me causan cierta inquietud. Entre la lista de amigos que hubiesen querido ubicarme no figuraban más de dos o tres personas, y ninguno de ellos era gato. Por su parte, la referencia a la parroquia universitaria me trajo añoranzas de una época repleta de buenos recuerdos. Por los recitales, principalmente. Illapu en vivo, sus inicios. Aquelarre con su inolvidable Valparaíso. Santiago del Nuevo Extremo, su canción a Victor Jara, insuperable, Inti Illimani, lo mejor de lo mejor… el Gatti, Cecilia Echeñique, la Tatty Pena cantándole a las cosas simples y buenas de la vida “… queda tan lejos / volverse a ver / en el espejo / de la niñez / hay que difícil es / reírse con sencillez…”

Los tiempos en que fundamos el Taller de Ecología, las charlas y debates sobre ecología y desarrollo, la motivación por un mundo mejor. Qué universitario no sueña con un mundo mejor. El viaje a las Torres del Paine, tres inolvidables meses de verano en las Torres del Paine, financiado por un proyecto de investigación presentado a la Conaf. Allí llevé mi primera Canon A1 que me regalaron mis padres esa navidad, el mejor regalo que he recibido en mi vida. Los estudios de noches enteras, la anatomía del bovino, la del perro, la del caballo, la fisiología, la patología, las ciencias de la vida a través de la lente de un veterinario, un médico veterinario. La mediagua que montamos diez compañeros en la población La Bandera, un consultorio veterinario en medio de la plaza de la extrema pobreza. Metíamos los perros en tambores de 200 litros llenos de líquidos contra garrapatas, y siempre terminábamos empapados.

Y la parroquia, donde los hippies de salón y zapatillas Adidas nos juntábamos a escuchar la misa los Domingos en la mañana al cura que ahora está en La Moneda. No he vuelto a la iglesia desde entonces.

La cena fue agradable, y pudimos evocar algunas cosas gratas. En las paredes colgaban pequeños lienzos de papel mantequilla con grabados de Salvador Allende, el Che Guevara, Víctor Jara. Sin exigirse un preámbulo excesivamente largo, pronto el Gato ronroneó su interés en escribir un artículo sobre la campaña, en un estilo “humano”. No me sorprendió mucho, es más, había comenzado a percibir ese interés desde la química del aire hacía ya un buen rato. Sería tal cual yo lo dijera, todo, la perspectiva de un profesional de terreno, alguna opinión, algún pronóstico, cosas así. Nada complicado, pero que sería tan inmensamente útil para la comunidad campesina que por cierto leía el diario… el diario de la iglesia local.

Al cabo de un rato ya estaba pensando que la idea no era del todo mala, y me dejé llevar por los aires filantrópicos de la reivindicación de los derechos de las personas a ser informadas desde diversas perspectivas… qué idiotez caer en la trampa de un periodista. Cuán miserable su adulación, sus maullidos histriónicos explayándose sobre los altos valores morales de su actividad. Una vez grabada una amena conversación, tres días después en su oficina del obispado, nos despedimos por última vez. Nunca lo volvía a ver, y por causa de esa entrevista debí irme de Linares: repentinamente me convertí en persona non grata.

La historia al revés, como la cuentan desde sus trincheras los que van perdiendo. Otra realidad. Según esa entrevista los militares andaban por los cerros matando vacas igual como andaban por otras partes matando comunistas, así nomás… a mansalva. Qué turbio incidente, qué imágenes más grotescas, que aunque seguramente no anduviesen lejos de la cruda realidad, nunca mi versión más bien técnica ni siquiera bordeó aquellos siniestros vericuetos. Imagino que algunas personas deben haberme detestado… qué se yo. Ahora se ve tan lejano y carente de importancia, pero en la pequeña aldea local de Linares, cuando aún no era parte de la red global de aldeas, la publicación de ese periódico terminó con una vida razonablemente agradable en ese lugar. El sólo hecho de haber ingresado en esa oficina aquél día de la entrevista me condenaba y protestar que me habían utilizado, que habían cambiado mis expresiones, que no había hecho ninguna alusión a comunistas perseguidos ni de ningún tipo ni calidad, era ciertamente inútil. Se cerraron todas las puertas, de manera que quité el polvo de mis zapatos y me marché del lugar.

Hoy el recorte del diario guardado en mi archivo no representa más que una página impresa en la historia de mi vida. Lo leo y sonrío. Recuerdo de pronto el beso apasionado con que salió a despedirse en el frescor de la calle nocturna la esposa de un conocido al que pasé a devolverle unos discos; una vez más ocurría lo insólito e inesperado. Algún día quisiera volver a Linares y sus paisajes interiores. Seguramente aun embrujan con la sencilla y perfumada belleza del campo de mi tan amado país central.

MUSICA DE COBRE

I.- La Expedición

La noche había descendido sobre el campamento como si nuestras mantas de castilla se desplegaran inmensamente negras y profundas sobre nuestros cansados cuerpos. A lo lejos las estrellas titilaban por millones, mientras de la fogata saltaban chispas que parecían querer alcanzar aquellas lejanas luces infinitas. El sordo crujir de la escasa leña disponible, hábilmente mezclada con bostas secas del ganado de las veranadas, quebraba el silencio absoluto sólo matizado de vez en cuando por el croar de las ranas en las vegas cerca de donde acampábamos. Nuestra expedición tenía por misión hacer prospecciones mineras, y estaba constituida por dos geólogos, dos guías, un ingeniero cuya especialidad estaba relacionada con excavaciones y perforaciones mineras, y yo, que me había unido al grupo aprovechando una excelente oportunidad para fotografiar aquellos agrestes paisajes.

Durante varios días nos habíamos internado en la cordillera siguiendo las mulas de los arrieros, expertos en conducirnos por aquellas huellas milenarias, vertiginosos andamios de piedra, derroteros por donde sólo la imaginación podría habernos llevado de no contar con la seguridad que inspiraban los guías. Al crepúsculo las herraduras de los animales sacaban chispas contra las piedras en su afán de asegurarse, mientras sus siluetas se recortaban contra las inmensas planicies y picos cordilleranos en la distancia. En el contraluz de la tarde parecían colosales fantasmas desde cuyas patas negras contra la ladera de piedra se disparaban chispas de fuego a los cuatro vientos. Era tal la grandeza de la montaña, tan pletórico de inmensidad el escenario que nos envolvía, que embriagaba en un sentimiento incontenible mi espíritu y sólo mi intención consciente de capturar y conservar esas imágenes mantenía mis pies en contacto con el suelo, o más propiamente con los estribos de mi nave de cálido pelaje cobrizo.

De alguna manera involuntaria este paisaje se introducía en el ánimo de las personas, volviendo más amplios los razonamientos. Al locuaz lo volvía silencioso, al sereno geólogo lo asaltaba la pasión de la música dormida que despertaba con el golpe de su martillo metálico contra la roca madre, al ingeniero a ratos se le oía conjugar extrañas prosas que entremezclaban arcanos juegos de palabras con intrincados teoremas matemáticos. Y a la danzante luz de la fogata nocturna el silencioso arriero se volvía un contador de cuentos, mitos o leyendas, con las que parecía querer sustanciar la ausencia de sonido y hacer completa la situación confiriéndole un halo de misterio. No, estas historias no podrían ser narradas en ningún otro lugar; sólo en este cósmico escenario podrían acoger nuestros sentidos los secretos que se nos revelaban.

– Hoy sí que tengo un cuento de veras bueno -, dijo mientras se escarbaba concienzudamente los dientes con una espina de acacia que llevaba en algún bolsillo. Vació agua caliente en el mate que cada noche nos hacía compartir, se puso cómodo apoyándose en una gran piedra de bordes redondeados, y se dispuso a recordar y contar.

La imagen del arriero al abrigo de la fogata, con sus anchas manos pasando el mate, su sonrisa pícara, su gesto amable a la hora del descanso… su silueta alumbrada de pinceladas rojas y amarillas del lado del fuego; todo el conjunto me hizo ir rápidamente en busca del trípode y montar la cámara para eternizar ese momento. Al fondo, detrás de una ladera escasamente poblada de espinos y cactus, comenzó a salir el enorme disco dorado de la luna cordillerana. Mientras tanto, el cuento ya había comenzado, y hoy, que ha pasado tanto tiempo, intento recordarlo con la misma fidelidad que veo en la fotografía de aquél mágico instante.

II.- La Leyenda

La tarde del Domingo había prolongado la fiesta hasta avanzada la madrugada. Nadie parecía estar cansado aunque los bailes al son del violín de Dasha no habían cesado en horas, como siempre ocurría en estas ocasiones. Sus dedos y su brazo derecho inspiraban estar animados por una energía más allá de él mismo, con la que interpretaba un repertorio inacabable donde nadie sabía exactamente cuando terminaba la improvisación y cuáles eran partituras escritas. De pie, moviendo rítmicamente el cuerpo y guiando con sus ojos miopes que le conferían un aspecto divertido, a las mujeres con panderos, castañuelas, aplausos rítmicos y panderetas multicolores, llevando el tono y la melodía, era el alma y motor de la algarabía nocturna.

Desde pequeño se había caracterizado por su oído privilegiado, y como hacer música con el violín era parte de la cultura de su tribu y de su pueblo, rápidamente aprendió lo elemental y siendo muy joven se transformó en un violinista más de la gran familia itinerante. Pronto, sin embargo, ya era considerado como el mejor, no sólo de entonces sino de los tiempos que hasta el más anciano podía recordar. Se diría que vivía para su música, ensimismado en los misterios de los tonos, timbres y compases que lograba arrancar a la caja de madera acústica coronada por tensas cuerdas que parecían hablarle. A veces se le veía absorto y mudo, concentrado totalmente en el zumbido de un insecto, en el correr del agua fluyendo saltarina entre las piedras del arroyo encendidas de luz solar, o en la lluvia, empapado durante horas, y luego, de pronto, parecía despertar con una actitud que reflejaba devoción, se acomodaba el violín sobre su hombro adolescente y reproducía el sonido escuchado.

Esta extraña habilidad le hizo famoso entre los de su tribu, quienes veían en él un ser definitivamente tocado por algún don especial. En ocasiones las gitanas viejas se disputaban adjudicándose alguna relación con tan maravilloso talento. Una, de nombre Sonia Yancovia, decía haber mirado a su madre cuando la luna era menguante al sexto mes del embarazo, y haber pensado en que la silueta del abdomen le traía a la memoria un violín. Otra declaraba haber tocado suavemente su vientre poco antes del parto, mientras pensaba en antiguas melodías; incluso una alegaba haber cantado canciones de cuna, mágicas y antiguas como el diluvio, para el recién nacido. Empero, más de alguna recelaba de la extraña virtud del pequeño, alegando que algún peligro encerraba… para él mismo, para la tribu…quién sabe. Miraban las cartas, las estrellas, o las hojas de te, buscando una explicación. Mientras tanto, Dasha ganaba más y más amigos por la energía positiva y la alegría que emanaba de su extraordinaria música.

Un día, mientras acomodaba al último de sus hijos a un pezón cargado de leche su madre le dijo: Dasha, toca el violín si es tu deseo, pero debes saber que siempre será para alegrar nuestras fiestas, con esto no harás dinero. Para mantener una familia debes tener un oficio, hacer algo para ganarte el sustento diario…. Ignoraba el aún pequeño Dasha que por su sangre corría desde hacía siglos el poderoso hilván de la tradición, y por cuya virtud eventualmente se transformó en orfebre de profesión. Era lo que hacía su padre, era lo que hacían muchos hombres de la tribu, de modo que no tenía más que trabajar con él, y aprender.

El repujado de las láminas de cobre, adquiridas a bajos precios o por medio del trueque en las fundiciones del norte, le abrió nuevas perspectivas a su musical vida. Sus hábiles dedos, con los que podía arrancar cualquier sonido del violín, no tuvieron problema alguno en dar a las láminas las formas requeridas. El descubrimiento de este nuevo talento que yacía oculto no le sorprendió en absoluto, se diría que se puso a la tarea con la naturalidad de quien lo ha hecho durante toda una vida, con el mismo virtuosismo con que tocaba su violín.

La gente de las ciudades y pueblos por donde acostumbraban itinerar lo veían llegar a las plazas e instalarse allí desplegando cuerdas entre pequeños postes unidos a una colorida carreta de madera, donde se dedicaba a colgar gran cantidad de pailas, ollas, platos y otros artículos de cobre. Era un bello espectáculo, ya que al tintineo constante que la brisa despertaba en los metálicos objetos colgantes al chocarse entre sí, se unía luego el violín, cuyo sonido también seguía misteriosamente los compases del viento. Así, con música de fondo, viento, cobre y violín, las ventas eran cosa segura. Quizás los cacharros se vendían más por el embrujo de la armonía que envolvía todo el entorno que por la necesidad real de adquirirlos. Incluso, era tan envolvente el efecto, que sólo cuando Dasha interrumpía su improvisación en las mágicas cuerdas del instrumento las personas hacían sus pedidos, y a menudo no quedaba nada colgando de las largas cuerdas vacías.

Así nació la leyenda, y se extendió por la región. La gente comentaba por todas partes el extraño embrujo del gitano y sus objetos de cobre. Todos quería tener en sus casas algún artículo hecho de sus manos, como si en ellos se llevaran también algo de las melodías escuchadas y ocultas en su desconocida forja. ¿ Qué secretos había en ellos que sonaban tan magníficamente ? Frente a los parroquianos, el violín pasaba a ser un objeto de acompañamiento, pero no la pieza clave. Eran los sonidos del cobre los que fascinaban a estas personas, mineros, comerciantes, dueñas de casa, niños. Y de tanto congregar, las gitanas, como era de esperar, aprovechaban bien esta circunstancia y muy a pesar de Dasha se paseaban entre la atenta muchedumbre ofreciendo sus servicios adivinatorios.

Dasha pronto percibió que el principal interés de los transeúntes no era solamente el violín, sino que la amalgama musical entre éste y los objetos de cobre; el sonido al golpearse unos a otros, sus brillos ocres y metálicos donde rebotaban los tardíos rayos del sol, sus redondeadas formas, su sensual forma de colgar desde las ondulantes cuerdas de cáñamo. Al mirar el conjunto de lejos se tenía la sensación de estar viendo un pentagrama, en que las formas y posición de cada cacharro representaba una nota en una partitura que sólo un genio había de concebir.

Todo esto indicaba que el oficio que tan maravillosamente había desarrollado Dasha no era sino una expresión más de su pasión por la música; obviamente. El dinero que le generaba la venta de todos los utensilios de cocina o de adorno no le preocupaba demasiado, de tal forma que su leyenda viva adquirió inusitado poder cuando comenzó a regalarlo a manos llenas. A los mendigos, a la gente más pobre de los pueblos que visitaba. Como no se había casado aún y no tenía intenciones visibles de establecer una familia, su madre se había enriquecido también y era la reina de la tribu, a quien todos miraban con orgullo. Nadie se sustraía del poderoso encanto del hijo que prodigaba sus bienes entre los que lo necesitaran. A nadie le negaba una ayuda; en este acto parecía encontrar la porción de felicidad que los espacios mudos entre las corcheas dejaban en su silenciosa personalidad.

Como todo artista conciente de su don, se obsesionó con la idea de convertir sus colgantes cacharros en una orquesta perfecta, con tonos y semitonos, con negras y blancas, difusas, corcheas… , hacer la partitura del viento y dominar en su interior el soplido errante… percibirlo, presentir la brisa y sus cambiantes ritmos, para con su violín dirigir como un director frente a mil instrumentos conjurados. La música del cosmos en el cobre extraído de las entrañas de la tierra, esa era su misión.

Recorrió el norte de punta a punta visitando minas, fundiciones, conociendo ancianos pirquineros que durante toda la vida habían arrancado de la tierra sus ocultos minerales, y en todas partes buscaba el mineral de ley perfecta, algo digno de sus oídos. Y en cada lugar que visitaba su fama crecía más y más. Sus trabajos repujados a mano ya casi eran objeto de veneración, y nadie quería perderse la ocasión de escuchar la música de su violín que interpretaba en las tardes, a la hora del crepúsculo, subido por la misma gente al tejado de alguna casa. Hallar lo que buscaba no era tarea fácil, ya que encontraba muchos tonos deseados, pero no todos los que necesitaba. Su técnica consistía en dar un tono con el violín y luego golpear una verdosa piedra cuprífera contra una piedra de cuarzo; si le presentaban láminas, las ponía cerca de su oído y las golpeaba suavemente con la uña de su dedo medio. Y si tenía frente a sí los rojos lingotes que se acumulaban en una fundición, los golpeaba suavemente con un clavo ferroviario mientras ponía la otra mano al lado del sitio del golpe, produciéndose un sonido mate de distintas tonalidades. Los obreros lo miraban incrédulos pensando en que para percibir las inaudibles diferencias y descifrar los matices sonoros que ofrecían los minerales ciertamente había que ser, además de gitano y por lo tanto misterioso, un extraordinario músico. Lo cual no era novedad, ya que su fama le precedía, y ocurría que en cada lugar que visitaba era esperado por una ansiosa muchedumbre.

A pesar de las dificultades fue armando su orquesta completa. Cada cacharro una nota, cada nota un instrumento, de a poco, lentamente, ya que cada roca encontrada, o lámina comprada, debía ser transformada por medio de sus inspiradas manos en un objeto específico. Un do, un re, un fa mayor… finalmente ya casi estaba terminado. Sin embargo había una nota, un sol sostenido que se obstinaba en permanecer oculto, imposible de hallarse, no importa cuanta piedra pudiera golpear contra el cuarzo, o cuanta lámina hiciera vibrar suavemente frente a su oído, o cuanto lingote probara con su clavo sacado de la línea del tren. Su obstinación por la pieza que faltaba en su musical rompecabezas le obsesionaba; él era la música, y nada debía faltar para intuir los invisibles movimientos del viento.

Esto es todo lo que se sabe del gitano Dasha. Porque de pronto fue como si hubiese desaparecido tras la nube de la nada para comenzar a vivir en el cielo infinito y profundo de la leyenda.

La última vez que lo vieron fue aquella noche, la de la fiesta memorable. Dicen que su violín no paró de tocar en horas, y ningún signo de cansancio se perfilaba en su rostro maduro. ¡ Cómo bailaron los paisanos ! La alegría con que los gitanos celebran es tradición, se entregan al placer del baile, los aplausos rítmicos, al frenesí de la danza milenaria. Cuentan que lo oyeron hablar de unos lingotes perfectos en una fundición del pueblo costero en que se hallaba la tribu, precisamente aquellos que le darían el sol sostenido que tanto anhelaba. Pero ya nadie está seguro. Lo cierto es que el cuidador nocturno de la fundición asegura haber sido despertado por extraños sonidos al interior del inmenso galpón donde se desarrollaba la diaria faena, y sigilosamente fue a mirar quién sería el intruso. Cuando se acercó lo suficiente, un profundo temor lo petrificó: creyó ver una fantasmal figura humana danzando entre las máquinas, mientras una cálida luz naranja primero y luego mezclada de matices rojos y amarillos comenzaba a inundar intensamente como el espíritu de un incendio subterráneo todo el espacio nocturno pletórico de sombras inquietantes que se movían como si el viento hiciera que todo allí dentro cobrara vida y danzara al compás de una música inaudible. Aterrado, se acercó más para determinar el origen de la luz, cuando por la creciente temperatura del recinto se dio cuenta de que eran los pozos de fundición que se habían activado. Como la miel dentro de la colmena, el cobre fundido ya era líquido en el primer pozo. ¡ Cómo ocurrió esto… ! Sus ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. Un viento temperado le penetró por la espalda; no sabía a qué atenerse, pero su condición de cuidador nocturno en un pueblo costero del norte ya le habían hecho vivir cosas extrañas anteriormente. Se armó pues de valor y premunido de su lámpara fue directo hasta el pozo. Allí estaba el ígneo contenido sin explicación, cuando su pie tropezó con un objeto duro en al suelo; no lo había visto, y sin querer lo arrojó sobre la gran caldera hirviente. Entonces vio, tan fugazmente como se ve caer un cometa en el nocturno horizonte y para cuando uno repara en ello ya no está, que era el mismo clavo de durmiente de ferrocarril con que el gitano músico había golpeado unos días antes los lingotes en ese mismo lugar. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿ Acaso se había arrojado al cobre fundido ? ¿ O se había transformado en el viento que repentinamente dejó oir politonales silbidos penetrando por la muchedumbre de rendijas que poblaban las viejas paredes de la fundición ? En ese momento creyó percibir una melodía que lo despertó de su impresión, una celestial música como sus oídos jamás habían escuchado, que duró un tiempo imposible de precisar y que parecía surgir de aquél fuego de cobre que muy lentamente se iba consumiendo. Ya no sentía temor, sino una muda y perpleja fascinación… y al abrigo del cobre tibio pasó el resto de la noche.

III.- La Vuelta

Otras historias habían sido narradas durante las largas noches de la expedición, y no obstante la reticencia con que nuestros razonamientos solían recibir los relatos fantásticos y llenos de misterios, sin duda que éste nos inundó a todos de una pasajera melancolía. Jacinto, el arriero cuentero, terminó su historia y dijo algo así como que en todo lo que allí veíamos habían cosas ocultas y no comprendidas por nadie de nosotros. Nadie… excepto algunos pocos que poseía algún don especial. Luego se tapó bien con su gruesa manta y se dispuso a dormir.

Como sea que fuere, en los días siguientes y durante nuestra vuelta, al geólogo se le vio en varias ocasiones golpeando suavemente piedras entre sí para capturar el sonido que se producía. En realidad no sólo él lo hizo, con el paso de los días todos comenzamos a disfrutar de esta extraña y muy sonora actividad. El recuerdo que más intensamente me envuelve ahora que evoco con nostalgia aquella experiencia, es que al acabar nuestra expedición todos sentíamos algo especial y acogedor por la lejana y fascinante montaña, llena de inmensidad, mineral y cósmico misterio.

LA NOCHE DE LOS AÑOS-LUZ

Inexplicablemente volví a ser llamado al SAG para controlar las veranadas de la zona centro norte del país. Cosas de la Administración Pública, quizás. Lo cierto es que al llegar a la oficina de San Felipe durante un caluroso mediodía de Febrero, me encontré de frente, en la puerta, con el Jefe del Servicio local.

– Hugo, ¡ hola , qué gusto más grande verte !-.

– Hola, – me contestó y también estrechó mi mano. Su rostro delataba cierta impresión, por no decir que estaba perplejo.

– ¿¡ Cómo te enviaron para acá !? Acabo de leer la lista de los veterinarios que me enviaron, y créeme que me llevé una tremenda sorpresa… en todo caso no tengo problema con el hecho de que estés aquí, pero por favor… no tengamos problemas con las fotos -.

– Por supuesto, no te preocupes por nada, te prometo que lo último que quisiera es crearte problemas, quédate tranquilo. Y gracias por la confianza, te lo agradezco – . En mi interior sospechaba que efectivamente mi envío a la zona correspondía a algún error del sistema informático al interior de la organización. La confirmación a mis sospechas llegó justamente a las cuatro semanas y dos días: el fiero Calaño me citaba a la oficina de Quillota. Calaño recordaba muy bien aquella mañana en Linares cuando el subsecretario de la Sota me envió a mi trabajo libre de polvo y paja, el polvo y la paja que aún impregnaban su mirada de una rabia que ahora pretendía desquitar.

– ¡ Cómo llegó Ud. acá; Ud. no tiene nada que hacer aquí ! –

– Bueno, en realidad me llamaron por teléfono a la casa y me ofrecieron el trabajo, y lo acepté. Por eso estoy aquí -.

Parecía querer reprimir la ira que sentía, y se dirigió a mi jefe:

– Ud. tiene la responsabilidad, así que lo mejor es que lo despida de inmediato -.

– El colega está haciendo un buen trabajo, y además yo le creo cuando dice que fue utilizado y le cambiaron las palabras en ese diario… Ud. sabe cómo es ese diario. Quiero que se quede, y como Ud. dice, es mi responsabilidad.

Me sentí impresionado. La escasa pero agradable y amistosa relación que habíamos desenrollado en Linares no había sido en vano. Me estaba defendiendo… sentí un impulso y agregué:

– El tiene mi palabra de que no habrá problemas ni fotos ni periodistas -.

Y así, sin más nos fuimos de vuelta a San Felipe, sin comentar demasiado el incidente. Al día siguiente volví a la cordillera.

Otro día de montaña. La tarde transcurría con esa parsimonia taciturna y abrasadora que se permite el sol de marzo sobre las inmensas serranías cordilleranas al interior de San Felipe. Lomajes suaves de tierras coloradas entre pedregales que reinaban sobre el camino alternaban con peligrosos andamios hoyados por la sucesión de milenarias pisadas solitarias a lo ancho de laderas de piedra casi verticales. Una gran ola de inmensidad majestuosa y envolvente, calurosa y fría a la vez, invadía todo el entorno.

Permanentemente al acecho de imágenes, noté de pronto que aparecieron en el horizonte dos cóndores. Lejos, infinitamente lejos, dos puntos negros en el azul sin fondo… se mecían, planeaban, danzaban sobre los roqueríos a una altura indefinible. Mi caballo, ajeno tal vez a estas cosas, seguía a paso regular la pequeña comitiva de veterinarios y gente del SAG que deambulaban por las veranadas de la región ocupados en labores de prevención de la fiebre aftosa. Normalmente me quedaba un poco atrás, o iba adelante, para poder fotografiar a mi mero antojo. Llegábamos en esos momentos a una pequeña meseta que se empinaba sobre un abismo amplio y vertiginoso. El balcón no era más grande que una o dos canchas de fútbol, y obviamente la ruta nos llevaba por la parte más interior, justo al costado del cerro que reiniciaba su ascenso. A unos trescientos metros la orilla de un mar sin agua se explayaba voluptuosamente frente a nosotros. Me detuve a mirar unos minutos y tuve entonces la intuición de que los cóndores pasarían volando frente a nosotros, surcando el valle en cuyo fondo serpenteaba el arroyo eterno con sus pequeñas aguas saltarinas.

Me volví sobre la montura y miré hacia atrás: aún estaban allí, un poco más cerca, orbitando en círculos plácidos y ascendentes. Sin perder más tiempo di un giro a las riendas en dirección al borde. Si efectivamente se les ocurría venir y pasar por allí sin duda sería todo un espectáculo. Empero, cuando los quise ubicar de nuevo, siempre hacia el noreste, me percaté de que ya no estaban; miré con cuidado escudriñando todo el cielo pero nada, se habían esfumado. Ni siquiera había nubes, en fin, – qué lástima – , pensé.

Era, en todo caso, un panorama que invitaba poderosamente a sentarse un rato y sólo contemplar. Nada hay más grande y silencioso que la cordillera, es como una anciana venerable de piedra y nieve, llena de surcos su seca piel de humedades insondables. A mi izquierda se alzaban lejanos las ocres tonalidades del monte Aconcagua, cómo no reconocerlo. Su cumbre fría y rocosa resistiendo los embates del viento por toda una eternidad…

Me hubiese quedado allí por horas de no ser porque la comitiva ya se perdía en la distancia, y aunque todo fuese tan inmenso extraviarse no era una cuestión difícil, ni mucho menos una perspectiva agradable.

Pero mi intuición no me había fallado: estaba a punto de tomar las riendas de mi paciente transporte cuando de repente los vi otra vez. Estaban a una distancia no mayor de tres kilómetros valle abajo y remontaban a gran velocidad en dirección hacia donde yo me encontraba.

Maravillado, recostándome en un mullido lecho de pequeñas piedras redondeadas, calculé que las dos negras figuras que ya tenía dentro de mi lente pasarían nada menos que frente a la cornisa de piedra. No podría haber un mirador más privilegiado… mi corazón palpitaba acelerado, los dos inmensos pájaros se acercaban rápidamente, mi cámara comenzando a darse un festín, las remeras abiertas eran dedos señalando con displicencia al infinito del entorno desenfocado por las alas metálicas del diafragma. Siguieron su ascensión por los peldaños invisibles del viento frágil como un delgado cristal, sus alas batiendo en forma sincronizada, perfecta; tuve entonces la extraña idea de que un par de buenos parlantes allí, detrás mío, interpretando a… Wagner, la Cabalgata… o mejor Vivaldi, esas ráfagas allegro non molto del invierno, sí, porqué no… habrían convertido toda esta realidad en un grandioso sueño. Pero no todo estaba visto aún. Al pasar frente a mis ojos me di cuenta de que uno llevaba algo colgando de sus garras… un pequeño animal, tal vez un guanaco joven, recién nacido, o algo así. El negro del cóndor contrastaba fuertemente con el peluche amarillo e inerte que sus garras asfixiaban colgando del infinito.

Hay cosas así en la vida, duran sólo un instante, no dan más tiempo. Sólo pasan, y se corre el riesgo de quedar petrificado. A los pocos segundos las aves ya se perdían otra vez en los recodos cordilleranos, y yo era una piedra más en la platea de Dios. De pronto los cóndores se me antojaron ya no como aves sino como dos negras máquinas voladoras, escrutando, hurgando; de pronto hombres, de pronto cóndores otra vez… y una vez más eran unas horribles naves de la muerte que atraparían en sus poderosas y afiladas garras todo cuanto se moviera vivo aquí en el reino de los terrestres. Sin poder abstraerme al torbellino de sensaciones que me envolvía me obligué a romper el hechizo paralizador y me incorporé de un salto. Involuntariamente llegaron a mi recuerdo unos versos leídos en algún lugar: “… cuelga de un susurro / el plumaje de la muerte / estirpe del destierro / a la sombra de mi espejo / gime tu cinta de luna / Ahora / nos acariciará el silencio”. La soledad era total, ya no estaban los cóndores, tampoco mis compañeros de viaje. Sólo el caballo a mis espaldas rumiaba sus equinas circunstancias en la más completa indiferencia, aparentemente. La soledad, tal cosa era la cordillera, surcada por el silencio de dos alas negras que planeaban buscando arrebatar cualquier latido de carne viva o muerta que habitara entre las inertes piedras milenarias. Sí, que todo aquello siguiera quieto, inmóvil, pétreo y desolado, para que se cumpliera con la sensación de vacío que despertaba en el sentimiento humano aquella grandeza inconmensurable.

Soy un buen jinete y pronto alcancé a mis compañeros. Ellos seguían la huella cancina sin mayor apuro, el sol sobre nuestras cabezas, picando. Parecían no haber notado mi transitoria ausencia; supongo que se habían acostumbrado ya que era frecuente que me alejara de ellos para lograr buenas perspectivas. Una gran explanada donde reposaban planchones de nieve y hielo de diferentes tamaños nos salió al encuentro. Había, en medio de este mosaico pedregoso y frío una pequeña laguna, una pupila verde y frágil, un ojo de agua con el que la montaña miraba el universo, dentro de un planchón… esto era lo que yo necesitaba en ese momento. Me acerqué y bajé del caballo, casi sin pensarlo me saqué toda la ropa y me puse a correr con toda la energía disponible, salpicando un frenesí transparente de gotas de hielo líquido. Nadé unos metros al interior. No era muy profundo. Me paré al centro y tomé el agua en mis manos… la dejé caer, murmuré unas palabras para bautizarme de hielos eternos, fríos y asoleados, y volví a salir tan rápidamente como ingresé.

Mis compañeros me miraron atónitos. No creían lo que habían visto. Uno de ellos, un veterinario llamado Peter, consideró un deber alcanzar mi máquina que colgaba de la montura y tomarme una foto en el momento preciso en que me hallaba al centro de ese minúsculo universo donde por la noche la luna y la tierra se guiñaban en trances telúricos. Me sequé al viento durante algunos minutos y proseguimos la marcha. Qué agradable montar ahora, después de ese mágico instante sumergido en la entropía amable y silenciosa de un charco virgen.

A la hora de decidir el lugar donde hacer el campamento el sol ya prolongaba nuestras sombras contra una amplia ladera que flanqueaba nuestro peregrinaje. Un poco más adelante había un sector de grandes piedras que protegerían del viento. El cielo crepuscular se degradó en una escala azul de infinitos tonos que mi cámara atrapaba contrastando con las siluetas de los animosos viajeros. El lugar elegido por los arrieros no podía ser mejor. Una meseta coronada de formaciones rocosas altas y filosas creaba un escenario cósmico bajo el manto negro que comenzaba a enseñorear la noche. Lo más increíble fue encontrar en medio de este lugar una pequeña vega, un oasis por donde se escurría un hilo de agua entre la escasa vegetación de altura, achaparrados arbustos de hojas pequeñas y duras. Por cierto, aquí estaban los animales que debíamos inspeccionar.

Una vez más los hábiles guías hicieron fuego con la poca madera disponible, palos recogidos por los alrededores, y alguna que otra bosta seca olvidada en la trashumancia de las fogatas periódicas. Había lo esencial como para calentar agua para el mate o el café, lo que disfrutamos con pan y pescado en conserva. También llevábamos frutas en una caja que se bamboleaba todo el día sobre el lomo atiborrado de pertrechos de la noble mula pilchera. Una vez más hicimos las carpas y desenrollamos nuestros sacos de dormir. El descanso nocturno se daba en su más profunda magnitud; en realidad era notable lo bien que dormíamos en aquellos parajes. Pero esa noche sería especial… de alguna manera dejaría una marca en mi lente y en mi alma. Eran poco más de las dos de la mañana cuando la sed me forzó a salir de la carpa. Me acerqué al arroyo y bebí de aquél líquido que el rocío condimentaba. Estaba en eso cuando miré la inmensidad de la bóveda celeste: nunca antes había visto una noche semejante, se diría que las estrellas se habían multiplicado por un alucinante factor de lujuria galáctica. De pronto una estrella fugaz, luego otra. Mudo y absorto contemplé en un silencio aún más profundo que durante el día… todos durmiendo, todo ausencia, todo estrellas y soledad, cosmos, el espacio infinito y yo éramos uno solo. Era el momento de instalar el trípode y darle tres, cinco, diez minutos, trazar el pentagrama de la música del movimiento eterno en la placa fotográfica, registrarlo para siempre, guardar su trayectoria de aquella noche en el minúsculo formato de 35 milímetros. Puse mi pupila en el visor y enfoqué a través de un lente 100-300. La magia del zoom trajo hasta mi lado un puñado de constelaciones, estrellas y quasares que palpitaban a una distancia sideral y desconocida, miles de millones de distancias kilométricas.

Apreté el disparador y esperé. Y ocurrió que de repente comencé a ver rayos de luz que ingresaban a través del lente al interior de la cámara. Algunos eran cortos y otros largos, algunos de trazo más grueso y otros más angosto, incluso algunos más delgados y etéreos que un hilo de telaraña. Algunos de los rayos sólo eran como minúsculas cuentas de cristal encendidas de luz propia, las había verdes, blancas, rojas y azules, que ingresaban raudas como fotones al interior del lente. Me refregué los ojos. Pero continuaba, y experimenté la sensación de estar constatando la existencia de un flujo ulterior de magia vital y orgánica, arcana, sabia, dentro del mundo de lo real: lo que en ese momento penetraba a través del oscuro cilindro de la lente había viajado por el espacio ancho y ajeno a través del tiempo durante siglos y más siglos, hasta quedar atrapado en la placa de mi máquina. ¡ Qué increíble ! Eran ya las tres de la madrugada. Los cerros perfilaban sus contornos a la luz de los electrones cuyo viaje terminaba dentro de mi cámara. Estas partículas de luz que ahora yo poseía venían hasta mí como mudos viajeros desde mundos que jamás conoceríamos, y lo que era más increíble de todo era el hecho de estar fotografiando el pasado, la historia del universo… tal vez a esa misma hora alguna de las estrellas de allá arriba ya no estaba allí, pero eso no lo sabríamos sino hasta algunos millones de años más.

Un profundo recogimiento invadió todo mi ser. El cielo parecía querer hablarme, todo era armonía, todo reposo, tanta serenidad, tanta luz, había esperado siglos para esta noche. Sentí que alguna de las partículas luminosas cuyo milenario viaje terminaba posándose en mi pupila y en la lente de mi máquina traía la misión de despertar en mí la comprensión de la trascendencia en mi ser más profundo, yo estaba siendo bañado por la luz del principio de los tiempos, el mundo más remoto del universo y la meseta donde yo estaba concientemente se habían encontrado esa noche. Verse de pronto tan integrado y saberse tan pequeño, casi nada, quedar mudo, caer de rodillas, dejarse empapar por el cosmos… amarlo todo, todo ocurrió aquella noche.

TRES DIAS EN ESTAMBUL

Toda la tarde tuve la sensación de ser observado, como si desde una distancia imperceptible alguna presencia etérea posara sus invisibles ojos sobre mis espaldas. Sin embargo no soy de los que se dejan perseguir por un cuestión así, y menos aún permitiría que algo me sustrajera de la magia que me envolvía en aquél laberinto multicolor del mercado de Estambul. El Grand Bazaar, donde pasé horas mirando y fotografiando entre sus cuatro mil locales, el mall más antiguo que pudiese concebir abriendo sus intrincadas callejuelas ante el embelesado lente de mi cámara fotográfica.

Alfombras multicolores persas, maletas, carteras de cuero, alforjas, tallados, colores, luces, sombras, olores, una lujuria de millones de objetos se exhibían placenteros a los miles de paseantes cada uno portando su propio mundo a cuestas. Frente a las vitrinas de las joyerías se instalaban hombres de levita y traje oscuro, albas camisas, trenzas negras y largas barbas blancas, con mujeres vestidas hasta los tobillos y el rostro cubierto por misteriosos velos. Miraban y sacaban sus cuentas; mientras, a corta distancia de allí me detuve un instante a observar un candelabro para cumplir con el pedido de un amigo.

– Come in my friend ! – dijo el hombre mientras me invitaba a ingresar al pequeño recinto de su tienda, unos tres metros de frente por cinco de fondo, más o menos. Cuando me percaté de la invitación mi primera intención fue seguir de largo, pero me sedujo la idea de ingresar en aquél universo entrópico en que producto de los espejos en las paredes y cientos de objetos ornamentales de bronce, vidrio y joyas, la policromática luminiscencia creaba una sensación envolvente de infinitas imágenes en torno a mí.

– Come in, no problem my friend ! – insistió el ágil vendedor, un joven de aspecto nasalmente turco, sonrió y me ofreció asiento señalando un pequeño banco de cuero al lado de un modesto escritorio. – You like appletea ? – preguntó en seguida mientras rescataba un par de tazones desde una repisa en que se albergaban hasta el borde incontables objetos. – Bueno… claro, por qué no ? – Sería ciertamente agradable beber aquél brebaje que prometía un instante de reposo después de caminar durante horas ese día y el anterior. De manera que a los diez minutos estábamos en amena charla con my friend el vendedor, que además hablaba un poco de español aprendido ejerciendo su oficio en Barcelona.

Durante mi permanencia en aquél recinto mi mente vagó en torno a la idea de estar dentro de adentro, en aquella ciudad, en aquél laberinto, al fondo de aquella pequeña y luminosa tienda. ¿ Cómo llegué, qué misterioso designio guió mis pasos hasta allí ? Al despedirnos, no problem my friend consideró que debía mostrarme una foto de su familia, y en ella un niño turco de pelo revuelto y mirada transparente se fijó en mis pupilas con una fuerza irresistible. Tuve en mis manos la fotografía durante un tiempo indeterminado, cuando de pronto me encontré afuera del local, caminando ya entre la muchedumbre hacia otro lugar.

Hey, friend, Chile !! escuché a mis espaldas; era mi turco amigo alcanzándome con mi mochila con las cámaras, lentes, película… quedé impresionado por un instante, casi no podía creer lo sucedido. Jamás la había olvidado en ningún lugar, y Mehmet del local 86 devolviéndomela; algo abandonado y algo encontrado en el mismo lugar, en aquella ciudadela enmarañada, latente y profunda.

Deambulé un poco más, luego salí y respiré el aire de la tarde que en Constantinopla desde tiempos muy remotos está impregnado del aroma humano de todos los rincones del mundo. Pronto oscurecería, y el hambre comenzó a anunciarse más explícitamente; sólo había tomado el desayuno y … en fin, la comida turca en un restaurante más bien popular sabe exquisita, eso ya lo había experimentado el día anterior.

Me puse a caminar intuyendo la dirección correcta, y llegué al plano, donde apoyados a las barandas del gigantesco puente sobre el Bósforo se daban cita los pescadores meciendo decenas de cañas de pescar delgadas y multicolores. La mezquita que tenía a la derecha, cuyo nombre no recuerdo, tenía un techo de cúpulas y planos diagonales que se escalaban unos con otros en una aventura arquitectónica fantástica. Los humos de los barquitos de pasajeros a la orilla del río se interponían entre el sol de la tarde y el cuerpo colosal y concreto del templo. Era como una ensoñación, algo irreal, un fantasma gris y sólido con tenues pinceladas rojas en las cornisas que miraban al poniente, donde las palomas transformaban la alegoría en una realidad coronada de incontables alas. Desperté repentinamente ante la aparición de un hombre que me tocó el hombro por un costado, y tuve la sensación que llevaba un buen rato parado a mi lado. Me miró entonces con una mirada en que se mezclaba imperceptible el rostro curtido de un anciano mendigo con una expresión de dignidad y reposo, y susurró algunas palabras incomprensibles para mí. Sin darme mucho tiempo para reaccionar, y adivinando mi intención de hurgar en los bolsillos, movió su mano izquierda indicándome con el gesto que no sacara nada. Al contrario, él introdujo su mano derecha en un bolsillo de su raída gabardina de piel de camello, y extrajo entre sus delgados dedos un pequeño vaso de un metal que no logré reconocer. Era apenas más grande que un dedal, y me lo mostró medio sonriendo, medio en serio. Pensé por un momento en que el viejo estaría un poco loco, pero su ademán fue perentorio: me extendió el minivaso y no pude más que recibirlo. Lo tomé pues, y lo miré con más detención. Habían sobre su costado unas pequeñísimas figuras como los jeroglíficos que se encuentran en monumentos y ruinas de la antigüedad. Animales, tal vez gatos, un ave como el ibis, también una lechuza, letras, líneas paralelas. Quién sabe qué significaría… tal vez el anciano… pero, ¿ dónde se había metido ? Miré a todo mi alrededor y no estaba en ninguna parte, en cuestión de segundos se había esfumado tras un velo invisible. Sin comprender el acto ni su significado, guardé el curioso objeto dentro de mi mochila y comencé a caminar, sin tener en absoluto claro hacia dónde quedaba el hotel. Anduve por el bullicio de mil calles desconocidas entre una multitud que se desplazaba sin parar hacia los cuatro vientos. En la vitrina de un pequeño local se amontonaban contra el vidrio decenas de hermosas naranjas que me obligaron a entrar, tanto para inquirir por mi hotel como para beber un vaso de jugo preparado allí mismo y en ese momento; un néctar que nunca he podido olvidar. Pero del hotel ni idea, no lo conocían. Un turco joven de bigotín, tal vez un poco de gomina y vestido con ciertos aires de ejecutivo venido a menos abrió su maletín de brillante y sintético cuero negro y prestamente sacó un teléfono celular. Apenas nos entendimos en un inglés lleno de gestos y mímicas, mientras el tendero y el hombre del teléfono discutían y reían en su extraño idioma, sin yo poder enterarme de nada. Al cabo de un rato, y después de haber hecho una corta llamada, me dio a entender que no tenía idea del hotel ni de la calle, ni de nada. No había más que seguir caminando. Varias personas consultadas me habían enviado en todas las direcciones imaginables ante mis cada vez más frecuentes preguntas, lo que me hacía deambular más y más intentando encontrar por fin al encuestado propicio. ¿ Cómo pude perder tan por completo la orientación ? Las huellas de la secular migración humana que desde tiempos inmemoriales como por un embudo había ocurrido en este lugar me embriagaron hasta el desprendimiento más absoluto. Constantinopla, el puente galopante de las culturas, el olvido del norte y del sur, la orientación perdida en el nimbo travieso de la aventura.

– Hey, you !! – escuché detrás de mí una voz femenina, – ¡¿ qué ?!, ¿ alguien me llama en estas soledades llenas, inundadas de hombres alrededor mío ? -. Mi pensamiento estaba aún en esto cuando la fuerza de la realidad lo eliminó bruscamente para descender a mis ojos, que no creían lo que estaban viendo. – Can I help you ? – me dijo y fue directamente a mi mano a mirar el papel con el nombre y la dirección del hotel. – Hotel Orsep… hotel Orsep… no problem, sígueme! – Y yo mudo y expectante seguí su hermosa sonrisa y cadencioso caminar de joven turca por dos cortas calles y de pronto ¡ allí estaba el dichoso hotel ! Tan cerca y tan lejos, comprendí que había estado todo el tiempo dando vueltas allí, a sólo un par de cuadras del lugar. Obviamente la mujer no tenía más objetivo que llevarme al destino que buscaba por horas, y se dispuso a volver de inmediato sobre sus pisadas. Cruzamos una sonrisa, de verdad estaba agradecido… cuando de pronto salió desde la puerta del hotel un hombre joven de terno y un clavel en la solapa. Casi se diría que saltó a mi lado, y con una sonrisa de oreja a oreja y una mezcla entre zorro viejo y pedro navaja en sus pupilas puso su brazo sobre mi hombro y llamó a mi gentil benefactora que se marchaba graciosamente y feliz: – ¡ espera ! …porqué no entras a mi hotel… con mi amigo; quédate un rato…! – El eco de sus palabras fue totalmente ignorado por la aparición que ya se perdía detrás de la esquina. Luego me miró con un gesto de picaresca resignación, como queriendo decir – bueno, lo intenté, ¿ no ? –

Una hora más tarde me encontraba cómodamente instalado en un restaurante con mesas en la calle. Cerca del hotel, por cierto. Aún había gente por doquier, pero ya eran menos. Vendedores ambulantes ofrecían sus productos, panes, quesos, hilos y agujas. Los turbantes negros de algunas mujeres les conferían un extraño aspecto en esa oscuridad pincelada de neón. Al frente, sentados ante las inmensas puertas cerradas de una mezquita había dos hombres comiendo lentamente un trozo de pan que aún a la distancia olía a ajo, lo que contribuyó a acrecentar mi paciente apetito. Kebab con berenjenas y arroz, ensalada de yogur, verdura cocida con aceite de oliva, gambas impregnadas de ajo, pimienta y cebolla, y un vino oscuro y frutoso, cálido, amable al paladar. La luz de la farola del restaurante penetraba en la copa de cristal despertando en el contraluz destellos morados. Muy cerca de ese lugar, a través de las puertas de una muralla que ahora estaba en ruinas, más de seiscientos años atrás había entrado el ejército turco a la ciudad después de un implacable asedio que duró tres años. Desde mi cómodo asiento, el eco de los cascos de los caballos aún podía escucharse entre los adoquines de la calle. A lo lejos, en la bahía milenaria, se mecían plácidamente los fantasmas de los barcos que nunca llegaron desde Venecia a través del mar de Marmara para salvar el último bastión del imperio.

Al volver a la pieza noté que entraba un poco de luz desde la calle. Las ventanas estaban abiertas y las cortinas a ratos se dejaban mecer por las suaves caricias del viento tibio que venía hasta mí desde los confines de las llanuras interiores y hasta la misma Mongolia. Este era el viento que muy allá dentro de oriente había respirado el genial Alejandro Magno y su maestro Aristóteles 2300 años atrás. Cabalgando sobre la energía universal el aliento de aquellos hombres penetró por la ventana; afuera , en las calles, por fin la ciudad dormía.

Ignoro cuanto tiempo transcurrió, cuando de repente escuché un sonido. Se diría que alguien había golpeado la puerta; no sé, lo cierto es que de pronto me vi abriendo esa puerta y allí estaba el anciano del pequeño vaso metálico. No es posible, – pensé – esto no puede ser verdad. – ¿ Me habrá seguido todo el tiempo; porqué habrá esperado hasta tan tarde para venir; pero… para qué vino ? – Llevaba en su mano una pequeña maleta de cuero. Yo seguía allí de pie mirándolo, tratando de entender la situación, aunque no lograba comprender nada. No obstante lo insólito de algunas experiencias de aquél día, la presencia del anciano frente a mi puerta en el hotel se me antojaba inaudita. Es probable que notara mi confusión, pero la amabilidad de toda su persona me comenzó a inspirar una creciente sensación de bienestar. Sacó de su bolsillo una botella que parecía contener vino e hizo un gesto de ofrecerme. Luego me habló, en un inglés sencillo y con algunos errores, pero perfectamente comprensible. – Toma Ud. muchas fotos, señor, – me dijo, al tiempo que levantaba su mano derecha exhibiendo la misteriosa maleta, – ¿ desea ver más ? – Mi perplejidad original se había lentamente tornado en un deseo interno de saber qué tan profundo era el pozo de aquél mágico encuentro.

Lo invité a pasar. Una vez adentro, y sin demasiado preámbulo pero con una gran tranquilidad, me pidió el vaso que durante la tarde me había entregado. Luego, repitiendo el mismo gesto que tuviera la primera vez, sacó otro vaso igual de su abrigo y escanció dentro de los dos el contenido de la botella. Olía a vino añejo y al beberlo de un sorbo un sabor dulzón impregnó mi paladar… me la volvió a llenar y se dirigió a la maleta que había dejado sobre una mesa. Abrió dos botones de cuero y, cual mago que saca un conejo del sombrero, extrajo un artefacto más bien pequeño del cual colgaba un largo cable eléctrico negro que terminaba en un enchufe. Esto aumentó mi desconcierto; esperaba ver fotos, papeles, qué se yo, imágenes impresas, pero no un aparato eléctrico. Arregló un poco el mantel y lo puso sobre la mesa. Entonces lo reconocí; era una antigua proyectora de diapositivas, de esas que tienen delante del lente un carro para dos transparencias, las que se van poniendo y sacando de a una en una, mientras el carro se desplaza a la izquierda, luego a la derecha, y así sucesivamente. Una voz que pareció llegar desde otro lugar me sacó repentinamente de mi analítica y expectante concentración en la proyectora. Era casi como una reliquia… hermosa, antigua y sin embargo parecía nueva. – ¿ Qué desea ver ? – preguntó la voz a mi costado. – ¡ Cómo !, ¿ puedo elegir ? – pensé – ¿ Qué ? , es decir, ¿ puedo pedir ver lo que yo quiera ? – No recuerdo si dije o pensé esto último. Pero ya el anciano había otra vez metido su mano en un bolsillo y esta vez sacó una caja de madera, no más grande que un puño, con finos tallados y relieves. Parecía ser también muy antigua, tal vez madera de cedro, una obra maestra de artesanía. Al verla de más cerca noté que tenía dos minúsculas bisagras para abrir la tapa, y un broche metálico para mantenerla cerrada.

Entonces comprendí que la pregunta era inexorable; – ¿ qué desea ver ? – se repitió sola en mi cerebro. El hombre bebió un poco de su vaso; su gesto denotaba estar a la espera de mi respuesta. – ¡ Bien ! – dije. – Quiero ver unas fotos de Capodocia; no podré visitar ese lugar esta vez, y me gustaría mucho hacerlo. Sí, una fotografía de las galerías subterráneas de Capodocia -.

Lo que ocurrió en ese instante no lo habría creído si me lo contaran, pero eso es indiferente. Abrió la caja y con mucho cuidado sacó dos transparencias, dos diapositivas como las centenas de diapositivas que yo tenía en mi taller de Puerto Montt. Puso una en el lado vacío del carro, me pidió que apagara la luz de la pieza y conectó el interruptor. Instantáneamente un intenso haz de luz se fue a posar sobre la blanca pared y, voilá ! allí había una visión panorámica de Capodocia. – ¿ Cómo lo hizo, qué conjuros había en esa maquinita ? – Allí estaban los inmensos conos de tierra blanca, las entradas a las cavernas, las huellas de las milenarias pisadas cristianas huyendo de la persecución del imperio, las galerías subterráneas, las paredes cuya textura aún conservaba el rastro cósmico de los cuerpos que por allí se desplazaban… la textura de la pared, la textura… un arco reflejo retiró violentamente mi mano como ante el estímulo del dolor de una quemadura al constatar que estaba tocando aquella pared… tocándola, dentro de una galería, en un túnel, en un laberinto blanco y cálido como la luz que lo envolvía todo. Sin esperar asimilar concientemente lo ocurrido mi instinto guió diligentemente mis pasos hasta un tragaluz bajo el cual se apoyaba una escalera de madera. Los zapatos, obedeciendo un impulso más allá de mi mismo, subieron esos peldaños sin fallar, ejecutando el acto en forma mecánica y en cosa de segundos estaba en la superficie. Un fuerte sol me encegueció; el cielo estaba profundamente azul y algunas nubes flotaban hacia el occidente. De pronto reparé en una silueta humana sentada sobre una gran piedra. Era la silueta inconfundible del anciano en aparente actitud de estarme esperando; cómo no reconocerlo. Es más, nadie excepto nosotros, los únicos, ocupábamos un espacio en ese lugar, en la fotografía, en la pared, qué se yo, tal vez en la misma Capodocia.

– ¿ Cómo llegamos aquí ? – atiné a preguntar, aunque más bien me asaltaba la duda acerca de cómo regresaríamos a la pieza del hotel. Me tranquilizó un poco suponer que sería la misma fuerza que me había llevado a ese lugar. Sin embargo, volví a preguntar, – ¿ cómo volvemos a la pieza ?, – y sin darme había cambiado el sentido de mi pregunta.

– ¿ Quiere saber como llegamos o como nos iremos de vuelta ? – sonrió. Se veía plácido y seguro de sí mismo, cómodo en su apoyo de piedra. Recordé aquella vez en que una frágil barcaza me transportó desde Puerto Williams hasta la Isla Picton, justo al frente del Cabo de Hornos, al fin del mundo, y una fuerte tormenta se levantó por la tarde. Paredes de agua se alzaban frente a la pequeña nave, y todos a bordo se habían refugiado, presa del atávico pánico inmovilizador, en el comedor bajo cubierta. No querían ver nada; tan sólo el rugido del mar llegaba a sus oídos manteniendo despierto su deseo de estar dormidos, ausentes. Pero yo me mantuve todo ese tiempo al lado del capitán… mirando las verdes paredes tapizadas de furiosas espumas que en procesión interminable desfilaban frente a la proa… mirando el rostro del capitán, el único barómetro que en ese momento me interesaba observar. Su semblante inspirando serenidad, certeza, fe, mientras alrededor era el caos inmanejable. Recordé esa tormenta y las manos del capitán en la rueda del timón ahora que veía, creo que por primera vez, directo a los ojos del viejo. – ¡ Lléveme de nuevo al hotel ! – exigí; y de inmediato reparé en lo agresivo de mi gesto. Debe haber notado mi desazón, pero no dijo nada. Aún miraba sus ojos, en ellos había un azul líquido y profundo. Muchos turcos tienen los ojos azules, lo que para mí había sido una sorpresa, pero estos ojos eran el abismo de la marea indómita en un océano mágico. De pronto había oscurecido a nuestro alrededor, y al apartar mi mirada de esos ojos me vi de nuevo en la habitación. Una sensación de tranquilidad me invadió.

– Pensé que le gustaría Capodocia, – expresó en voz baja, casi un susurro, y me pareció advertir cierta indiferencia en el comentario, o tal vez sólo fue mi imaginación.

– Bueno… sí, no, eh… no sé que decir… Ud. parece una persona amable, pero comprendamos que esto no ocurre con frecuencia… el hecho de que Ud. esté aquí, ¿ qué magia es ésta… o me hizo Ud. creer que estábamos allí ? –

– ¿ Cómo – sonrió inquisitivamente – pregunta si estuvimos allí ; no recuerda Ud. el tacto de la roca en la pared de la galería, o la rapidez que se impuso para abandonar el laberinto ? ¿ Desea ver la foto de nuevo, o tal vez otro lugar ? –

Dentro de mí se libraba una lucha entre el escepticismo y la creencia en que aquello fuese realidad. Una realidad bastante increíble, de una dimensión desconocida al menos para mí, pero realidad al fin. El dilema entre la fe y la certeza, el impulso por permitirme la libertad de creer y las cadenas de mi pueril cultura occidental que cual grillete arrastrado por un fantasma resonaba en mis agitadas sienes, ser o no ser. Pero el aire está tan poblado de fantasmas que es casi imposible andar sin toparse con ellos, y aquél que cobraba inusitada presencia cerraba una y otra ventana para mirar a través de las paredes vericuetosas de los andamios de la lógica.

… – no, no quiero ver más, es que quiero comprender… – cómo decirle que me era imposible sustraerme a la búsqueda de una explicación para aquél viaje fantástico que acababa de hacer.

– Descanse Ud., pues ya debo irme – dijo, y se incorporó sin dificultad desde la vetusta silla de madera. Guardó la máquina otra vez, y con un gesto amable y sencillo se despidió alcanzando la manilla de la puerta, añadiendo un – ¡ hasta pronto ! -.

Sabía que nada que yo pudiese hacer lo retendría en la habitación, bosquejé un – no …. hm… hasta pronto – y vi su erguida figura alejarse por el corredor del tercer piso, hasta alcanzar las escaleras al fondo. La puerta seguía abierta, y por nada del mundo la quería cerrar. En la visión que tenía del largo corredor aún permanecía su presencia. Me di cuenta entonces que nunca le había preguntado su nombre siquiera, mucho menos quién era aquél mago de oriente. Lentamente me puse de pie y fui al baño para mojar copiosamente mi cara; lo que vi ante el espejo más parecía un ensayo de perplejidad que un rostro recién empapado. Cerré finalmente la puerta, me tendí sobre la cama y me dormí plácidamente. De alguna manera todo mi ser se las arregló para desconectarse de la vorágine del pensamiento que arriesgaba iniciarse.

Una melodía errática llegó a mis oídos desde el exterior de la pieza. Mi conciencia sumida aún en el estado que precede al despertarse deslizó sus alas sobre un pentagrama blanco que entraba a raudales por la ventana. A tientas llegué al reloj sobre el velador y vi que eran las seis de la mañana. Me incorporé y fui a mirar apoyando mis codos en la baranda. Amanecía, un claro día de primavera anunciaba con arreboles rojos y amarillos su irrupción en la escena cotidiana. El aire y todo el entorno estaban de cierta manera impregnados con la letanía que alguien entonaba con larguísimos lamentos politonales que nada me decían pero que lo anunciaban todo. Sin querer vino a mi memoria una escena de Expreso de Medianoche…, cuando descubrí sobre los techos de los otros edificios la torre de un templo religioso desde donde emanaban aquellas ondas a través de cuatro parlantes orientados a los cuatro puntos cardinales. Estuve un tiempo indefinido allí, reposando, inhalando el suave aire mañanero, a ratos escuchando concientemente y a ratos alejado y sin oír nada, como si el río oratorio hubiese desviado su proa por los recodos de otras calles sobre el lomaje invisible de la brisa.

Tomé una larga ducha, larga, caliente, y al final un chorro frío. Era necesario. A la noche salía el avión que me llevaría de vuelta a casa, y había aún mucho que ver. Me reí un poco mientras tomaba un café tan negro como delicioso al pensar en esto… aún mucho que ver… sí, parecía que nada que viera sería más extraño que el viaje de la noche anterior. Me procuré un buen mapa donde marqué los sitios que deseaba visitar, y me di a la marcha, no sin antes meter un par de manzanas en la mochila.

De pronto la ciudad estaba en su plenitud otra vez, los tranvías iban y venían, las personas ataviadas con estilos oriental y occidental, vestidos de mil maneras diferentes ya se encaminaba cada cual desde la fábula de su mundo nocturno hacia la ilusión de su mundo diurno. Pronto llegué al obelisco que figuraba en mi circuito. Había sido transportado hasta allí desde el cercano Egipto tres mil años antes de Cristo. Jeroglíficos y animales en relieve trepaban hasta la punta, mientras en la base sobrevivía al viento de los siglos el perfil de siete hombres tallados en la piedra. Sus contornos redondeados por la erosión no ablandaban la huella de la dura expresión de sus cuerpos. Quise tocarlos, pero una reja me lo impedía. – ¡ Qué lástima ! – pensé. Me vino a la memoria cierta oportunidad en la cordillera de los Andes, cuando el arriero me condujo hasta una gran piedra en una de cuyas caras los primitivos habitantes, miles de años atrás, habían dejado la impronta de sus manos pintadas con tierras de color. Bajé del caballo, me acerqué y toqué las manos. Me remeció el contacto, y acerqué mis labios a la roca sintiendo que desde el infinito nuestros cuerpos se habían comunicado por un instante.

Volví a mi peregrinaje. El sólo deambular por esas calles llenaba los sentidos de mil sensaciones. A media mañana de pronto recordé al anciano, y presentí que volvería a verlo… quería verlo antes de partir, sólo mirar una vez más su rostro, sus ojos, y otra vez me dirigí al sitio de nuestro primer encuentro. La explanada al costado occidental del río era amplia y populosa y cientos de personas pasaban, conversaban, esperaban, cada uno en lo suyo y lo ajeno. – Al menos hay que intentar encontrarlo – pensé, aunque me asaltó la idea de que era innecesario: ciertamente él daría conmigo si así lo quería. Una suave melodía dirigió mis oídos en la dirección de un hombre sentado en el suelo y con las piernas cruzadas que tocaba una flauta de madera. Me deleitó aquél sonido que surgía y surcaba entre la humana marea llevando sobre sus espaldas la carga de sus propios e innumerables ruidos. Bruscamente lo advertí, sí, allí estaba, mirándome. Esta vez no pensé en nada, ni mucho menos intenté razonar respecto de este nuevo encuentro, que obviamente sería el último. – ¿ Lo sería ? – jugueteó mi mente ante la forma en que mi subconsciente subrayó aquella previsible obviedad.

Me senté a su lado, pero no supe qué decir. En el fondo no quería pedirle nada, sólo quería estar cerca de su presencia; no era la cuestión de sus increíbles artes sino la sensación de estar frente a un ser totalmente diferente a todo lo que yo había visto y previsto ver en mi vida.

– ¿ A qué ha venido ? – dijo sin mirarme.

Me complació su pregunta, que me hablara, pero intuí que no quería una respuesta para él sino que para mí mismo.

– Bien, – contesté – yo hace algún tiempo leí una historia de la ciudad, del tiempo en que fue conquistada por el iracundo joven Mahomet, tres años después de morir su padre, el sultán Murat. La narración llegó a su punto cúlmine cuando el escritor describe la entrada del vencedor sobre su cabalgadura al interior de la catedral de Santa Sofía, la más grande del mundo, y no exhausta de derribar cuerpos su obediente espada desnuda acabó con todas las figuras, estatuas e íconos del cristianismo. La última fortaleza se desprendió de los sufrientes rostros y cuerpos, ángeles y serafines, para dar paso al culto por la caligrafía: ahora eran los nombres de los profetas del islam los que decoraban las paredes de la inmensa nave del Dios cuyo rumbo lo determina el vencedor en la eterna lucha del hombre con el hombre. Esto quería ver… creo… -.

– Oh, si… Hagia Sophía, – comentó – y extrajo de un bolsillo algunas nueces extendiendo su mano para ofrecerme.

– Y Ud., ¿ quién es ? – pregunté repentinamente, y no del todo consciente.

– Soy Rahim Ali. ¿ Quiere Ud. ver alfombras volando ? –

Después de la experiencia con la proyectora ninguna otra pregunta debía causarme impresión, pero ésta lo logró de inmediato.

– Es decir, ¿ alfombras voladoras…, otra vez la maquinita con las transparencias… ?- No, no habría tiempo para eso, – pensé – aunque podría ir a cualquier parte… no, quería estar allí, otro sería el momento para estar en un lugar diferente.

Entonces giró su cuerpo hacia mí y me dijo – no, no es la máquina. Cerca de aquí podrá ver alfombras volar, ¿ no lo cree ? – y al decir esto un gesto ligeramente divertido surcó su rostro. Se incorporó y yo hice lo mismo.

Su pausado andar nos condujo por calles intensamente transitadas. Yo escoltaba sus pasos, manteniéndome todo el tiempo a su lado ante el riesgo de perderlo en la anónima muchedumbre. Finalmente alcanzamos un antiguo edificio comercial cuyas enormes vitrinas exteriores exhibían cientos, miles de alfombras. Recién entonces me percaté de que estábamos otra vez en el barrio del Grand Bazaar. Ingresamos de inmediato, y nos dirigimos por un largo corredor flanqueado por cerros de gobelinos, alfombras, tapices… hasta que enfrentamos el umbral de un salón gigantesco a lo largo de cuyas paredes se ubicaban largos bancos donde tomar asiento.

Otras personas ya estaban allí sentadas, en actitud de paciente espera, conversando y mirando alrededor. Entonces entró un hombre fornido, de estatura más bien alta, con un traje oscuro y una brillante corbata, y explicó que nos mostraría varios diseños de alfombras, y desde luego que todas estaban a la venta. Llegaron dos hombres más, cargando un ejemplar largo y pesado el cual fue tocado por un mágico impulso dado por el presentador y un alegre bullicio de colores, textura y olor a lana se desenrolló haciendo silbar al viento frente a nosotros. Luego vinieron con otras más pequeñas, las que el hombre tomaba en una de sus manos y luego giraba el circo de su muñeca con una gracia tal que el tapiz volaba por los aires dando cientos de vueltas sobre si mismo antes de caer al suelo. Luego más y más, otras vez grandes, otras medianas, otras pequeñas, cuadradas, rectangulares, redondas, de lana, de seda, una fiesta interminable de alas de mariposa de mil colores que revoloteaban sobre nuestras cabezas y se posaban silenciosamente sobre el suelo que comenzaba a adquirir un volumen cada vez más alto. Mientras esto ocurría, mi fiel cámara se daba su propio festín; la lente volaba al compás de aquellos arcoiris que surcaban los aires del salón, y mis pupilas bailaban con ellos.

Terminó el acto y algunos asistentes se acercaron a los vendedores. Nosotros salimos a la luz del sol que ya acaloraba el inicio de la tarde, ambos cobijados aún bajo el silencio de las alas que habían volado a nuestros pies. Tuve entonces la sensación de que era el momento de separarnos, pero la misma sensación me decía que nunca me desprendería de la imagen del hombre que me acompañaba por las insospechadas calles de Constantinopla. Ambos mirábamos el quehacer diario que pasaba por nuestro lado, mirábamos las tiendas, las palomas, los edificios, los perros, las nubes, y de pronto llegamos a una plaza llena de hermosos árboles, flores, arbustos, un jardín en la vorágine del mundo.

Nos sentamos en un banco por un instante. No habíamos abierto la boca en todo el trayecto, pero en ese momento, sentados cómodamente y viendo pasar frente a nuestros ojos el teatro de la vida, tomó aliento para preguntar:

– ¿ Descubrió a qué ha venido? – su rostro miraba la multitud.

Mi rostro seguramente exhibía los signos de una fuerte interrogación. No daba con una respuesta, aunque mi cabeza daba mil vueltas como las alfombras. – A qué había venido, ¿ tras una sensación ? ¿ La sensación de entrar en Hagia Sophia y ver el reflejo de la espada cercenando y al mismo tiempo cultivando la historia ? – No, eso era parte de la historia oficial, pero debía existir un plan subyacente, ignorado, sin embargo vivo y vital. Como si desde la tinta seca de las letras del libro que leí hubiese fluido hasta mí la sangre derramada por aquellos hombres queriendo decirme algo. No lo sabía. Tal vez fuesen muchas cosas… o tal vez sólo una…

– ¿ Me convida un cigarrillo ? – dijo al cabo de algunos minutos, como quien se sale bruscamente del contexto, pero su sonrisa llena de buen humor encendió en mí la misma mueca plácida y cómplice a la vez. ¿ Qué me podía extrañar de sus palabras ? Saqué de mi bolsillo una caja metálica llena de puritos del mejor tabaco que había encontrado. Tomó uno, y mientras se lo encendía iluminando de fuego su rostro nos miramos por última vez. Luego se marchó. Lo vi caminar lentamente, se diría que disfrutaba con cada bocanada de humo que echaba hacia el viento, dejando el rastro de su aroma mientras se perdía en la multitud.

Sin saber exactamente cómo transcurrió el resto de la tarde, ni cómo llegué allí, de pronto me encontré sentado a la ventana del avión, a treinta mil pies de altura. La cabina estaba ya a oscuras, y de pronto sentí como si sus ojos por un momento me miraran. Fue algo muy fugaz, pero en ese momento se me ocurrió que no quería llegar a mi ciudad ni mucho menos a mi casa portando una cadena interminable de preguntas como en el cuento de Isaac Asimov… no, en medio del caos que se agitaba en mi interior me dispuse a la decidida cuestión de encontrar una pista, una idea concreta, algo etéreamente tangible brotando de toda esa fantástica experiencia. Lo vivido se me escapaba de cualquier expectativa previsible para una aventura en un país remoto y extraño, sin embargo debía haber al menos algo que reconocer, una señal, por simple y pequeña que pareciera. Mi pensamiento repasaba los acontecimientos, hurgaba entre las bolas sobre la mesa del billar de la memoria, hasta que de pronto varias de ellas chocaron simultáneamente causando una explosión de imágenes que me dieron a entender que había saciado la trascendencia de mi espíritu en la calle, entre la muchedumbre, y no en el templo donde sólo los despojos de la sangre del sacrificio en nombre de Dios llenaban el inmenso vacío, como la mayoría de las veces. Sí, esto lo justificaba todo…, por fin estaba claro. Era mi enunciación, un acto de fe… una creciente sensación de paz y bienestar me inundó a partir de ese momento. ¡ Qué tranquilidad, así, de pronto ! Algo tan simple, mi verdad. Levanté la tapa de la ventanilla; afuera desde la ampolleta en el extremo del ala surgían destellos intermitentes en el inmenso manto negro de la noche, y al fondo, sobre el Atlántico, la luna gigante del océano pintaba de escarlata un camino en el mar.

PUERTO MONTT, IMAGENES DE UNA METAMORFOSIS

Son las seis de la mañana y ya está totalmente claro; sólo algunas nubes encendidas desde el abismo de la cordillera de los Andes interrumpen, como enormes lámparas etéreas, el azul profundo que se degrada embriagando la vista. Amanece en Puerto Montt; una plácida quietud reina aún entre los semáforos solitarios y sólo las zapatillas silenciosas de algún deportista matinal golpean las calles marcando el pulso del ascenso del sol por las escarpadas montañas al este de la ciudad.

Pero la calma nocturna es efímera. De pronto, al filo de las ocho, una actividad sin precedente en la historia del puerto invade las calles, tiendas, bodegas, oficinas y grandes supermercados. Por todas partes circulan personas con inusitada agilidad, los vehículos se desplazan de una esquina a otra sin interrupción y de tanto en tanto el eco de la bocina de algún barco penetra volando en las alas de las bandurrias haciéndose oír por todos los rincones de la ciudad. Entonces todas las miradas bajan y convergen en el coloso flotante que penetra en la bahía.

Sucede que este puerto ha evolucionado intensamente en los últimos diez años. Una avalancha de santiaguinos ha llegado a radicarse y darle un nuevo ritmo al pueblo que otrora vieran mis ojos de precoz mochilero. Allá por los setenta esto era un lugar de provinciana tranquilidad, en que días de semana o un Domingo por la tarde no eran los polos opuestos de una misma situación.

Camino por la calle Antonio Varas, Quinta Avenida de Puerto Montt. Este largo nervio del comercio local se ha repletado de vitrinas marketeras y vendedores ambulantes, en cuyos gritos y coplas al viento subyacen los signos inequívocos de un estilo de progreso que se filtra por la vida cotidiana. Los rostros primitivamente sureños, chilotes, alemanes de tercera generación, turcos y sirios en su natural afinidad por los negocios, hoy se han vuelto cosmopolitas, la Nueva York del sur del mundo. No únicamente de Santiago, también del mundo son estos nuevos rostros. Norteamericanos, europeos, grandes, chicos, rubios, morenos, recorren esta avenida. También japoneses de latitudes tan remotas se instalaron en el puerto, pero sólo de paso. Sólo de paso compran madera, compran tierras, compran trabajo, materias primas. La caja de cartón del televisor japonés con programas japoneses se hizo y se hace con los árboles de la madera del nativo sur. Y así, compradores y vendedores, todo este cosmos humano ya forma parte de la vida cotidiana puertomonttina.

Como todo puerto que se precie de tal, éste también ha levantado sus contrafuertes sobre las verdes colinas cuyas faldas desde milenios se bañan en las frías aguas del Pacífico austral. Desde lo alto se expresa en toda su magnitud la metamorfosis urbano-cultural del momento: entre las viejas construcciones de madera emergen como torres de otra civilización las enormes y poderosas grúas en cuyo entorno se van alzando modernos edificios, cubriéndolas, escondiéndolas de a poco hasta hacerlas desaparecer dentro de sus entrañas de cemento, metal y espejo.

Más hoteles, más bancos, más construcción por primera vez desafía con su irreverente altura a los vientos fríos, fuertes, los puelches bajando las montañas hasta el mar. Por aquí y por allá comienza a verse el empleo de espejos en esta neoarquitectura localis. Fastuosas megatiendas que llegan al pueblo a cosechar los frutos de una bonanza que jamás ayudaron a crear, mientras los pequeños tenderos, los nativos, ven desaparecer sus locales y sus vidas aplastados por el peso de las tarjetas de crédito. Y si de neoismos se trata, también se observa la aparición en barrios más tradicionales de algunas casas antiguas de bellas figuras y perfumados jardines que han sido remodeladas y pintadas conforme un estilo sui generis que alguna nostalgia de barrio Bellavista parece querer esconder.

¡ Qué amalgama urbana ! Las tejuelas de alerce se miran trémulas cual mariposas rojas del amanecer en los espejos traídos con sus brillos del norte y que ahora visten de reflejos la realidad de la transformación; mientras tanto, las gotas de rocío caen como cada mañana sobre los charcos eternos de la ciudad haciendo vibrar las luces multicolores de neón y luna que hoy los habitan.

Todo traído desde afuera, Puerto Montt se construye y reconstruye a diario mientras desde los confines de cada bosque la madera sigue su curso inexorable hacia el mar de la exportación. Por las calles se ven pasar los camiones metro ruma a sus espaldas, astillas a granel, brisas quebradas de la madera sin arquitecto. Chips de madera para alimentar los chips electrónicos. De pronto, una extraña visión: una desvencijada micro sube pesadamente una cuesta mientras por su tubo de escape se libera una grotesca nube negra al aire, al aire hasta entonces cristalino pero que ahora se vuelve tóxico. En el letrero se lee “Matadero-Palma”. ¿ Será este matadero ambulante derramando a su paso las pestilencia de lo dado de baja en Santiago el costo del progreso que han de pagar los habitante locales ?

Al llegar a la avenida más importante del sector alto, la calle Presidente Ibáñez, entre almacenes con libretas de crédito y carnicerías con vitrinas llenas de carne colgando de ganchos y un gato apostado a la puerta, se descubre un mirador de impresionante vista panorámica. De pronto aparece la ciudad portuaria en toda su magnitud. Se ven las calles, los edificios nuevos y los viejos, la marea humana desplazándose entre las estilizadas grúas que a la distancia parecen bailarinas de metal en suaves movimientos al ritmo de los tambores del desarrollo.

No es ésta la única vista, es sólo una de ellas, desde donde se aprecia si el puerto es sensual a la mirada vagabunda de los marinos, o no lo es. Y la verdad es que Puerto Montt, cual muchacho adolescente, hoy no sabe exactamente qué es. Acaso sea sólo una ciudad más en tránsito entre dos mundos y dos culturas.

Al mirar al plano, antejardín del mar, al borde mismo de este universo rebosante de entropía, se observa un cerro de ondulados contornos que ninguna mirada puede eludir. Es la montaña de chips. Sus formas cambian en un intenso dinamismo ya que sobre el lomo blando y tibio del gigantesco cerro del tamaño de varias canchas de fútbol circulan bulldozers, camiones y obreros. Cada tantas semanas atraca un barco con la bandera del remoto imperio y comienza el trabajo de las correas transportadoras que durante día y noche van llenando sus fauces vacías y ávidas de materia orgánica.

En las mañanas frías la montaña despide vapor desde sus entrañas calientes de inútil espera, y al mirar estas emanaciones al contraluz se tiene la sensación de que una aureola mágica ha cubierto todas las astillas con su presencia. Algunos antiguos dicen que se trata del espíritu de los miles de árboles que yacen allí, como en una convulsionada sopa primigenia, tratando de unir los millones de trozos de cada uno y así dejar de vagar como almas en pena por toda la eternidad.

Las demás montañas, las reales y lejanas como sólo las verdaderas montañas pueden serlo, también están allí para atraer las miradas. El volcán Calbuco y el Osorno son en su porte majestuoso los monarcas de la región, cubiertos por su manto blanco todo el año. Llegar a sus faldeos es un canto de homenaje a su dignidad, escalarlos es un poema; mirar el lago Llanquihue a sus pies puede saciar al más exigente.

Y si de exigencias se trata, ésta es la zona de excelencia para iniciar un viaje de aventuras. Así como en Puerto Montt se da inicio a la ya famosa Carretera Austral, también comienza la región de los canales, fiordos y ventisqueros colgantes en una inigualable travesía de más de mil kilómetros hasta la mismísima Punta Arenas. Este sí que es un viaje de fantasía, por cuyos laberintos en medio de la lujuria vegetal se deslizan las toninas, alegres compañeras del navegante, y de tarde en tarde se dejan ver las ballenas soplando sus chorros de agua hacia el cielo.

La modernidad ha llegado hasta la misma orilla de los conchales inmemoriales. Una nueva marina se ha construido recientemente en el sector de Chinquihue. Elegantes yates de las más variadas banderas se estacionan en hileras mientras sus mástiles altos y delgados se mecen como un poema al compás de las tranquilas aguas del canal Tenglo. No cabe duda de que este lugar está pintado para que algún nuevo Pacheco Altamirano instale su atril sobre los lomajes vecinos y de rienda suelta a la creatividad que el paisaje inspira. A sus espaldas, otra manifestación deportiva corrobora que el impuso vital insuflado a la región no sólo es comercial y productivo: las canchas del Club de Deportes Puerto Montt, remodeladas notablemente con el ascenso del club a la Primera División del fútbol profesional.

Chinquihue es camino obligado para viajar por la costa hacia la cercana ciudad de Calbuco. Nace en la legendaria caleta Angelmó, donde aún es posible entrar en las cocinerías a comer pescado frito y mariscos en una moderna versión de palafitos apoyados sobre estructuras de metal. Los antiguos palafitos de madera fueron devorados por el progreso y la seguridad de los comensales. Dando infinitas curvas continúa este camino siempre bordemar, subiendo, bajando, dejando a su paso restaurantes, caletas, astilleros y playas hasta adentrarse por un largo camino de ripio.

Por aquí corren camiones con una novedosa carga. Pequeños salmones son transportados desde los lagos hacia las instalaciones de engorda en el mar. En esta actividad se descubre la nobleza primera del hombre: el cultivo frente a la depredación de lo libre y salvaje, para dar alimento a otros hombres. Muchas toneladas de salmón produce Chile en esta región, habiendo conquistado el segundo lugar en el mundo después de Noruega. Poniendo algo de atención el viajero descubrirá en algunas bahías las balsas – jaulas donde laboran hombres que de tanto criar ovejas y cultivar la tierra hoy se dedican a criar peces en un verdadero arte no exento de dificultades.

He aquí el intenso crisol humano que envuelve la atmósfera local. Lo tradicional se funde con lo moderno de un mundo que de hecho ya se transformó en aquello que alguien llamara la aldea global. Y para estar a tono con los tiempos las antenas parabólicas van coronando como inmensos girasoles las azoteas de los edificios, abriendo su concavidad al espacio infinito buscando atrapar los átomos de las comunicaciones internacionales.

A Puerto Montt, viejo estandarte mítica isla de Chiloé, cultura de la madera, último bastión español en América, aún le sobreviven ciertos resabios de puerto arrabalero en los bares y burdeles de la calle Chorrillos, hasta donde deslizan sus pasos los navegantes de oriente en busca de fiesta y reposo compartido. En este barrio todo despierta al mediodía, y entonces se pueden ver las ventanas semiabiertas por cuyos umbrales se asoman mujeres somnolientas mirando con ojos lánguidos por la nostalgia que le contagió el marino de la víspera y que pronto volverá al mar.

Al acercarse al puerto, pasando por la zona de los grandes supermercados de cajas registradoras automáticas, degustaciones varias y músicos de órgano eléctrico los domingos por la mañana, se llega a lo que en su anonimato y olvido bien pudiera ser el alma de esta ciudad. Al frente del vetusto Terminal de Buses, como para recibir al viajero terrestre, hay una plaza pequeña con forma de triángulo, antigua, un poco sucia de tanto trajín y comercio ambulante. Allí, entre las mareas del humano afán, navega en silencio una barcaza chilota de tamaño real cuya construcción se pierde en la memoria. Está dentro de una pileta a la que algún día olvidaron echarle agua y hoy sólo algunas pozas de orina de los niños que suelen subir a jugar refresca su sequedad. Este hermoso monumento cuyo alto mástil de madera aun se conserva digno e intacto, y del cual se sostiene el velamen invisible del Caleuche atrapado en el pasado que se aleja, es el paradigma inequívoco de la ciudad que se fue y del habitante nativo que se replegó, cual pileta seca, a los confines del pensamiento. Esta nave a la que se le niega el agua y un poco de pintura rejuvenecedora alguna de estas noches, estoy seguro, echará a volar su pesado casco y entonces ya todo será otra ciudad.

Del mitológico Trauco ya casi nadie habla. Ni de la Pincoya ni del barco fantasma visto por última vez a la cuadra de Dalcahue, allá por los años sesenta. Sólo en algunas tardes añosas en las casas del campo, entre mate y mate con ancianos de la cultura vieja, comienzan a fluir las increíbles historias del “yo mismo lo vi”, historias incapaces de escalar por las resbaladizas paredes de cristal de la ciudad que emerge.

Así es Puerto Montt, más o menos. Vale la pena, lejos, venir a visitarlo, a regalarse un mariscal y caminar por sus calles para sentir en la pisada el pulso fuerte de los vientos de cambio. No habrá Metro en Puerto Montt por muchos años, pero eso a nadie le preocupa mientras las calles sigan teniendo amplios aleros para protegerse de la lluvia que a la tarde, como es habitual, comienza a derramarse sobre la ciudad.

EL FABRICANTE DE DINERO

I.- Soto Santa María

Hubo una vez una ciudad, en tiempos muy remotos, en que la gente vivía toda muy apurada. Los habitantes iban y venían entre sus casas y los trabajos, las fiestas, reuniones, de compras, los fines de semana hacia todas las direcciones, según la posibilidad de cada uno, y así yendo y viniendo como presas de una vorágine cuya energía se encauzaba de manera unidireccional hacia una irracional premura.

Todo el mundo lo comentaba; ¡ cómo están los tiempos, qué locura !

Además el crimen, los robos y toda la variedad de delitos habían proliferado con tanta fuerza que también todos lo comentaban; cómo están los tiempos, qué locura, no ? La ciudad era muy grande, todo un pueblo se albergaba allí. Médicos, abogados, jueces, policías, ladrones; también arquitectos, músicos, poetas. Matronas, monjas, tías de las buenas. Albañiles, obreros, capataces, artesanos. De todo. Y todos recibían con profusión de rojos detalles las noticias de las desgracias del día a través de las pantallas de sus sistemas televisados de información.

Sin embargo la gente ya estaba cansada de tanta violencia y tanto robo. La premura fanática pasó a ser una cuestión secundaria, acaso una cuestión de forma pero no de fondo. Primero había que acabar con los robos, con la violencia generalizada. Sería la prioridad del gobierno para satisfacer el clamor ciudadano.

Se decidió constituir una comisión que estudiaría extensamente el problema y elaboraría una propuesta de solución. Aunque constituir no es la palabra, sino parir, un distócico, prolongado y difícil parto. Hubo eternas discusiones respecto de quiénes debían integrar tal comisión. Los partidos políticos, los diferentes gremios de la producción y el comercio, y también otras organizaciones ciudadanas menores se disputaron durante largo tiempo tratando de imponer sus ideas, mientras tanto afuera, en la ciudad, en las casas, en las calles, más y más se robaba. El objetivo principal de los robos era el dinero, como es lo habitual. Asaltos a plena luz del día ocurrían en las afueras del palacio de gobierno mientras se debatía acerca de quiénes debían integrar la comisión antirrobos.

Finalmente, después de 18 meses de discusiones, alegatos, más de algún manotazo y muchas amenazas de querellas y demandas, se logró un principio de acuerdo y la comisión comenzó a funcionar. Si bien ésta tenía metas, no tendría plazos, y estaría integrada por veinte funcionarios dedicados, algunos de tiempo completo y otros cuando pudieran, entre sus múltiples obligaciones, a tan compleja tarea. Como espacio físico destinaron toda el ala sur del antiguo palacio de los tribunales ordinarios de justicia. Contrataron secretarias, actuarios, estafetas. Se instalaron computadores y correos electrónicos. Y ornamentación ad hoc, plantas de interior, en fin, un grato ambiente. Todo estaba dispuesto para hacer el trabajo, y se estableció una agenda de horarios para los encuentros. Al principio se reunieron tres veces por semana trayendo cada uno sus ideas y propuestas, y un minucioso detalle analítico de los robos del día, sus posibles causas, sus motivaciones personales, su entorno sociocultural. También sus consecuencias. Se vistieron de luto para asistir a los funerales de algunas de las víctimas, derramaron lágrimas junto a los deudos y ocuparon los podios para verter emocionados discursos, amenazando y advirtiendo, con el dedo índice en alto, que pronto acabarían con tamaña desgracia. Sin embargo, con el correr del tiempo las reuniones se hicieron más espaciadas y algunos miembros comenzaron a faltar. Los negocios, Uds. saben. No se lograban poner de acuerdo en las cosas más elementales, mientras afuera los robos seguían y seguían. Nada parecía detener la espiral de violencia, a pesar de que a diario en las noticias se hablaba de las alternativas y últimas avances de la comisión. Por la televisión el portavoz del grupo mostraba gráficos en que se ordenaba a los delincuentes por edad, sexo, origen social, etc. Estaban en esto cuando un día se acusó al presidente de tan notable grupo de haber abandonado notablemente sus deberes. La acusación provino del área política contraria a este funcionario, y se fundamentaba en que lo habían visto en un conocido lugar de veraneo en compañía de un supuesto traficante internacional de dinero lavado en países del tercer mundo. Que turbio incidente. El presidente cuestionado declaraba sonriente y arrogante frente a las pantallas que esta situación sólo era una cortina de humo de sus enemigos políticos para distraer la atención de la opinión pública respecto del escándalo que había suscitado el descubrimiento de un inmenso fraude económico al interior de ese partido. Qué turbio incidente.

Siendo así, no quedó mas remedio que designar un ministro en visita que por aquellos días estaba de visita en la ciudad, para investigar las supuestas relaciones ilícitas del señor presidente de la comisión antirrobos. Hubo algunos que lo defendieron denodadamente, al punto que la comisión se descompuso en tres principales corrientes: aquellos que lo apoyaban, los que querían su destitución a toda costa y aquellos que decían no prestarse para asistir con su opinión a empeorar aún más el clima social.

Se designó en forma interina al vicepresidente, un hombre independiente en cuyo historial figuraba un arduo trabajo para aclarar algunos extraños manejos de dinero ocurridos hacía algunos años en el ministerio de salud y previsión social. Mientras, el honorable presidente de la comisión perdía su fuero y era objeto de una larga investigación en los tribunales. Entre tanto trámite llegó el período estival en que todos tomaban vacaciones; éste era tradicionalmente un período en que todo se relajaba, era como si el umbral de excitabilidad social bajara de nivel y los problemas eran, o parecían ser, bastante menores que el resto del año. De modo que recién a la vuelta del verano se volvieron a reunir. Al leer el acta de la última reunión notaron que en medio del escándalo que sobrevino a la destitución del presidente nada se había acordado en materia de prevención y control de los robos, y todas las ideas planteadas habían ido al canasto de los papeles: pena de muerte, corte de los dedos, marcaje en la frente a los ladrones, prisión perpetua, trabajos forzados, mejor educación, más policías, etc. Ninguna de las posibles acciones lograba imponerse ya que uno u otro bando se obstinaba en que sus ideas prevalecieran, sin siquiera darse el tiempo para escuchar todas las argumentaciones del contrario, en lo que ya era sólo un ejercicio de retórica interrumpida en forma sistemática.

Condenados al fracaso se sentían después de dos años de estériles debates, como avanzando sin avanzar en un lodo que les subía hasta las gargantas, hasta que un día, durante una de las sesiones que a la sazón eran ya rutina con café y galletitas, irrumpió en la sala muy alterada la secretaria del segundo vicepresidente, parando en seco a un personaje que relataba sus últimas ganancias en la bolsa, producto de una repentina emisión de bonos de un consorcio electroindustrial metanacional, y gritó casi al borde de la histeria que ya la cosa no daba para más. La habían asaltado a la entrada de las oficinas de la comisión; dos hábiles carteristas le habían sustraído su bolso de mano y en cuestión de segundos se habían esfumado entre la muchedumbre.

– ¡ Hagan desaparecer el dinero – exclamó con voz angustiada, o hastiada – y así no habrá más robos; si no hay dinero, ya no podrán robar nada, puesto que es dinero todo lo que se roba. Nadie roba nada que no sea dinero hoy en día ! –

Los asistentes la miraron perplejos. Algunos encendieron un cigarrillo, otros dejaron la tasa de café en la mesa, alguno carraspeó socarronamente por el exabrupto totalmente fuera de contexto de una secretaria de segundo nivel. Su jefe directo, el segundo vicepresidente, no estaba en ese momento como para llamarla al orden y así hacerse eco de lo que parecía ser un sentimiento común y generalizado de rabia o al menos de molestia mezclada con la impotencia de saber, bien en el fondo, que aquél desagradable incidente de alguna manera les golpeaba donde más les dolía, en su orgullo. Se produjo entonces un silencio en que todos la miraron de pies a cabeza, mientras los segundos volaban produciendo en ellos esa sensación de vacío que llena la incapacidad para la acción correcta. Allí estaba la víctima, dentro del templo de la discusión inteligente de un grupo de hombres y mujeres que en más de 2 años aún no lograba materializar los deseos más profundos de la sociedad, la víctima que en su total indefensión, tanto allá afuera como acá dentro de estas fastuosas paredes, les gritaba lo que ellos hacía tiempo ya habían dejado de oir, mientras bebían café y galletitas.

– ¿ Esconder, hacer “desaparecer” el dinero ? ¿ Qué ideas locas tiene la funcionaria ? Tal vez no fuese tan malo, después de todo. Así no habría nada que temer; no hay dinero, no hay robos. Genial. Pero, ¿ cómo ?, es decir, ésto no puede ser todo; por aquí puede haber algo, pero…- Se levantó de su silla el portador de estos pensamientos, mientras el frío silencio se eternizaba dentro del recinto, se acercó a la mujer que seguía de pie sin saber a qué atenerse, y con la mayor amabilidad que pudo la invitó a retirarse, tomar el día libre, ir a descansar y volver al día siguiente.

Acto seguido se volvió a los asistentes. Notó que algunos lo miraban con recelo. De dónde cree que tiene autoridad para enviar a la secretaria a la casa, pensaban. No obstante, y sin que las reacciones que pudiera generar le preocuparan mucho, se limitó a decir: – creo que tal vez tiene algo de razón. Debiéramos considerar el punto, ya que encierra un concepto revolucionario en nuestra lucha antirrobos -. Sólo la palabra revolucionario hizo que varios personajes que ese día estaban presentes rasgaran vestiduras e increparan fuertemente a este miembro de ideas… revolucionarias.

– ¡ Qué significa eso de eliminar el dinero! No es concebible, no sea necio, colega. Usted que siempre ha sido tan ponderado, hablando ahora de revoluciones, imagínese. Todo el orden económico y social, es que acaso no comprende Ud. que esto es inherente a la condición humana ?, ¿ cómo podríamos vivir sin el dinero ? Qué planteamiento más absurdo. ¡ Tal vez quisiera el honorable miembro retractarse de su postura, y no dejar que una secretaria le diga cómo ejercer sus altas labores ! –

– Señores comisionados – dijo entonces el atacado miembro – integro con Uds. esta comisión desde hace casi tres años y salvo nuestras grandilocuentes declaraciones no hemos avanzado nada en el tema que nos congrega. En ese momento hizo una pausa para acercarse a su asiento. Pero no se sentó, sólo tomó un sorbo de agua del vaso que tenía en su lugar. Tomó aliento. Murmullos crecientes comenzaron a dejarse oir. De pronto, con el dedo índice de su mano derecha apuntó a su sien y les dijo: – ¡ piensen; quién viene a robar a las puertas de la comisión si no alguien que quiere burlarse de nosotros, de convertirnos en escarnio público, que estemos en primera plana para decir que no hemos realizado nada ! De hecho, los principales robos últimamente son entre los mismos ladrones, lo que se explica fácilmente por las dos veces que se han sustraído los cuños y máquinas que fabrican billetes desde la Casa de la Moneda. Y ésta es sin duda una de las importantes causas de la inflación que estamos viviendo últimamente, ¿ no lo han notado acaso ? El cada vez mayor circulante fabricado ilegalmente ha hecho disminuir un poco los robos pequeños, en las calles, con lo que hay gente que cree que estamos avanzando en nuestra misión, pero nosotros sabemos que no es así, yo sé que no es así. Estamos sólo cosechando los frutos del robo de las máquinas y la total falta de escrúpulos de los hacedores de billetes verdaderos ilegales -.

El tono que empleaba su voz era perentorio, no dejaba lugar a la discusión ideológica que siempre aniquilaba cualquier planteamiento técnico. Sin dar tiempo a que se le rebatiera, volvió a la carga. Estaba entusiasmado, creía de verdad tener algo entre manos, y como nunca estaba dispuesto a luchar por su idea.

– Entonces, – dijo mirando a cada uno durante largos segundos – ocurre un insignificante robo frente a nuestras puertas, y yo digo que esto nos debe conducir a la acción. Sí, efectivamente, debemos eliminar el dinero, pero no como el señor delegado de los azules considera una aberración, no, lo que estoy diciendo es que debemos declarar nulo todo el dinero que hoy circula por la ciudad, y hacer uno totalmente nuevo, diferente e inviolable. Todos los que tienen dinero lo podrán cambiar por el nuevo, para no perjudicar a nadie, obviamente.

Se sentía cada vez más inspirado, y continuó. – Lo que propongo tiene por objeto comenzar de nuevo la lucha antirrobo, – dijo con voz fuerte -. El dinero actual, llamémosle el viejo, ya no es dinero, no sirve para nada. Y el nuevo, con emisiones controladas, a partir de cuños nuevos y diferentes, ocultos en un lugar inviolable, será más fácil de seguirle la pista cuando se trate de investigar un robo. De esta manera todo el dinero que hoy está en poder de los ladrones y delincuentes, instantáneamente deja de ser dinero. ¡ Genial ! La ecuación perfecta, cómo no se nos ocurrió antes… además, como casi todos ellos están fichados por la policía, si intentan cambiar su dinero viejo robado o acuñado en las máquinas robadas, serán sorprendidos en el acto.

A juzgar por sus rostros, una ola de escepticismo recorrió la sala de punta a punta, pero tal vez por hacer algo y romper la inercia de la abulia de los últimos tiempos, o tal vez sólo por no tener ganas de volverse a pasar meses deliberando, la mayoría comenzó a hablar con su vecino, luego se fueron formando grupos, y una acalorada discusión fue tomando lugar en la sala. Algo que no ocurría desde hacía más de un año, por cierto.

Tardaron muchos minutos en recuperar el orden, y aunque pareció surgir un consenso en impulsar tan curiosa y radical idea, faltaba establecer lo de los cuños nuevos, su ubicación física en relación a su seguridad antirrobos, y quién los trabajaría para emitir el nuevo dinero.

Decidieron dejar el asunto para siete días después, con el fin de tratar el tema en sus respectivos grupos políticos y gremiales, a los cuales todos pertenecían, y así traer ideas concretas para materializar de una buena vez la iniciativa.

Al volver, cabizbajos algunos y eternamente desenrollando el serpentín inocuo de la verborrea política otros, hubieron de reconocer más o menos tácitamente que en las reuniones celebradas en sus respectivos partidos y grupos no habían generado una propuesta concreta; de hecho el tema apenas había sido considerado en la agenda de sus discusiones. Se sentaron y se miraron primero con una extraña amalgama de cinismo y timidez. Más, ocurrió que de pronto todos se estaban mirando, mudos y sordos sus cuerpos, tal vez por la sensación colectiva que emanaba filtrándose desde los poros de cada uno, el pánico; algo tremendamente extraño fluía desde sus pupilas… cuando desde el bolsillo del pantalón de un honorable comenzó a escaparse la versión en pititos electrónicos de la cabalgata de las Walkirias, Wagner en un microchips, la misma que escuchaba el amigo de Marlon Brando desde un helicóptero bombardeando las selvas de Vietnam. La tensión inmediatamente se centró en ese lugar a la diestra de los testículos del dueño del aparato, pero a escasos segundos desde el interior de una cartera de cuero azul comenzó a fluir la melodía electrónica de la Marsellesa; la que por cierto no lograba armonizar con la obertura precedente y la música que se escuchaba era como la ejecución de una orquesta caótica.

Los dueños de los teléfonos que urgían con sus pitidos sintéticos aprovecharon bien la circunstancia de saberse dos violando la promesa de apagar los aparatos para ir a las reuniones, y en esa implícita complicidad se retiraron cada uno a un rincón de la sala, al agrado de un sofá amplio y cómodo, para contestar los llamados.

Una vez más parecía que llegarían a un punto muerto cuando repentinamente el honorable comisionado que había lanzado la idea de cambiar todo el dinero y los cuños se puso de pie con energía, algo que no pasó inadvertido a los dos que amenizaban tranquilamente por teléfono y que desde sus rincones apreciaban el curso de los acontecimientos con la ventaja que da la perspectiva.

– ¡ Bien ! – exclamó dirigiéndose a todos – Creo que no nos dejan alternativa. Está claro que debemos nosotros asumir una decisión… histórica; algún día nos cubrirán de gloria por lo que hicimos, o por lo que no hicimos… o nos colgarán por ello. Pero es la hora de actuar, de hacer algo grande, concreto, o de disolver unilateralmente esta comisión y entregar la ciudad definitivamente al imperio del pillaje y el robo -. Se sorprendió a sí mismo hablando de esta manera, como si alguien dentro de él hablara por su boca, y continuó: – Colegas, tengo una idea, algo que concebí los últimos días. Les ruego escuchen con atención y luego decidamos -.

– Primero, haremos máquinas nuevas, y los diseños serán desconocidos. Esto significa que nadie, ni siquiera nosotros, tendremos acceso a los originales… éstos serán depositados en un lugar desconocido, y, bueno, nos valdremos del azar para configurarlos. He adquirido un complejo programa computacional que tiene 10 millones de posibles diseños, y sólo uno será el que se ocupe, pero para cuando esta operación se haga en el computador, ya nadie tendrá acceso. Nadie… excepto una persona, pero tampoco sabremos donde está -.

Diecinueve pares de ojos incrédulos e inquisitivos se posaron sobre su cabeza, como cuervos listos para picotear el lugar del cerebro desde donde salían tamaños disparates. No obstante, sin señas de estar consciente de eso, no les concedió ni un poco de atención. Más bien se dispuso a continuar con su extraña propuesta. Entonces fue interrumpido violentamente:

– ¡¡ Cómo !! – rugió desde su asiento un miembro de la sala. – ¡ Cómo pretende Ud. que no sepamos dónde, no conozcamos los originales, no sepamos nada de nada. Cómo cree siquiera que semejante locura pueda funcionar… y eso de que nadie, nadie excepto una persona… quién, qué persona, dónde, qué hará. Le exijo que se explique porque esto parece una tomadura de pelo ! –

Con más calma que nunca, el revolucionario loco que había construido todo un sistema sobre las histriónicas palabras de la secretaria robada, se limitó a tomar un lápiz y fue a una gran pizarra blanca a un costado de la mesa central. Se puso a la izquierda del gran panel y comenzó a escribir:

1.- Máquinas billeteras y monederas nuevas, con diseño aleatorio.

2.- Ubicación física desconocida, también aleatoria, de entre cinco que construiremos para este propósito, sin que entre nosotros sepamos donde se harán. Entregaremos el trabajo a cinco diferentes empresas constructoras, y entre ellas no sabrán nada de su proyecto común.

Además de escribir, también creó un diagrama, trazó líneas, flechas, escribió dentro de círculos representando los misteriosos lugares de fabricación de dinero, y finalmente parecía haber un laberinto en la pizarra. – Esa es la idea, – dijo resueltamente – no dejar posibilidad alguna al robo de las máquinas, y creo que con este plan no fallaremos -.

– Realmente no entiendo mucho, – dijo una joven mujer que representaba los intereses del partido por la salud popular – sin embargo me parece que aun no ha explicado Ud. eso de que sólo una persona sabrá todo el asunto. ¿Quién es esa persona y cómo va a hacer su trabajo…? –

– Esta es la parte en que debemos tomar una decisión capital -, contestó el expositor, mientras miraba las caras de los miembros de la comisión tratando de encontrar en ellas alguna pista de aprobación, al menos algo que le infundiera fuerzas para presentar la parte final de todo el embrollo que se había atrevido a presentar. En su interior algo le decía que después de su exposición sólo cabía darle curso a su idea tan… peculiar, o en caso contrario, por dignidad debía renunciar a la comisión. – Qué importa, – pensó por un momento – ya los dados están echados, no puedo detenerme ahora -.

Y prosiguió con lo suyo. – Exacto, – contestó -. Debemos encontrar a la persona que fabrique el dinero, bajo estas condiciones… especiales. Y tengo algunos candidatos; me refiero a que nuestro hombre quedará, por decirlo así, privado de su libertad -.

– ¡ Claro ! – contestó con arrogancia un personaje que se situaba justo en la esquina de la sala que daba a un gran ventanal por donde se entretenía la mayor parte del tiempo mirando a los transeúntes pasar -. Es decir, vamos a buscar a un individuo y le decimos: Señor, Ud. ha sido designado para hacer dinero, privado de su libertad, en un lugar desconocido por todo el mundo… ¿ Cómo pretende Ud. …? – Pero no pudo continuar, ya que en ese mismo instante el impulsor de la idea, llamado Soto Santa Maria, le interrumpió casi con vehemencia. – ¡ Claro no ! En realidad tenemos al hombre, de hecho ya está privado de su libertad, está en la cárcel, y tenemos a otro que esta preso por diversos crímenes, y otro por estafas, fraude, y otros delitos más graves. Tienen en común el largo de sus condenas, y perfectamente pueden cumplir su tiempo en prisión trabajando para restablecer el orden en nuestra sociedad. Además, qué tanta cosa con la libertad… sólo en sus sueños puede el hombre ser libre, y podemos cambiar las cuatro paredes de su celda por toda una ficción de libertad con la tecnología que disponemos; sólo hace falta que le expliquemos a nuestro candidato que su incomunicación total la cambiará… digamos… la negociará… por una rebaja en su condena. Un buen trato para ambas partes, diría yo -.

Llevaban, sin darse cuenta, varias horas en la reunión de esa mañana, y algunos ya sentían hambre, algún otro miró el reloj pues tenia otra reunión, y dos salieron al baño. No estaban acostumbrados a destinarle mucho tiempo a sus reuniones últimamente, por lo que se corría el riesgo de volver a dejar el tema inconcluso. Se dieron un receso de algunos minutos, dada la oratoria de Soto quien los conminó, por el bien de la comisión y de la ciudad, a decidir algo ese mismo día. Flotaba en el aire la sensación de que algo se podría concretar, algo que surgía de la más absurda de las ideas, y nadie, después de casi tres estériles años quería desaprovechar la oportunidad, por loca que fuera. De modo que se votó por unanimidad darle curso a la propuesta. Demás está decir que aún no la comprendían cabalmente, ni mucho menos sabían cómo concretamente la llevarían a cabo, y sentían que quedaban todavía demasiados cabos sueltos. Por otra parte, muchos tenían la sensación de que se estaban introduciendo en un laberinto en el cual sus propias fuerzas para salir de él iban lentamente menguando, y sea por no llevar la contra una vez más, sea por terminar de una buena vez con todo este espantosamente largo trabajo que nunca había aportado nada, o sea por la crítica social que, como explicara Soto, había disminuido un poco sólo por un efecto de robos internos entre ladrones más o menos organizados, en fin, por lo que fuera, era el momento perfecto para renunciar. Condenar a uno solo siempre sería mejor a que se condenaran los veinte.

A la vuelta del breve descanso la predisposición de casi todos era otra. – Explique por favor los últimos detalles Sr. Soto Santa María y luego hágase cargo, al fin que la idea es suya. No tenemos todo el tiempo del mundo, así que procedamos -. En realidad Soto no necesitó explayarse mucho más en el tema, de tal modo que se dio la increíble situación en que quedó, por decirlo así, a cargo de ejecutar la idea él solo. Esto no era tanto una cuestión de entender cabalmente, ya que no obstante las decenas de preguntas en la reunión anterior no lograron armar el castillo fantástico de la locura de Soto. No, en su interior, aburridos de tanto no concebir ni liderar nada concreto, tal vez intuyeron que era una cuestión de fe, de creer en la idea, y en el fondo no creían en absoluto, pero como las cosas iban de mal en peor y había lo razonable de comenzar de cero respecto de los billetes, se comenzaron a desentender muy diplomática pero resueltamente. Fue como si de pronto todos recordaran cosas urgentes, pendientes, viajes, negocios, en fin, mil pretextos para desalojar el barco y dejar solo al insólito navegante. Acto seguido se elaboró la información para los medios, y el portavoz entró en la escena. En una conferencia de prensa con gran cobertura señaló a través de tantos micrófonos como podían haber frente a su dilatada mandíbula que la comisión había puesto en marcha experimental un proyecto muy ambicioso liderado por Soto Santa Maria, y cuyas primeras acciones concretas se relacionaban con un cambio de toda la moneda circulante, para cuyos efectos se publicarían los procedimientos exactos en la prensa, en las próximas semanas.

A partir de ese momento se sintió aislado, pero esta condición no se hizo percibir como algo desagradable. Muchas veces en su vida se había sentido solo, al menos por momentos. Sin embargo, el éxodo poco menos que en estampida que sobrevino impactó de alguna manera en su fuero interno. Se consideraba un conocedor de la naturaleza humana, y sus sentidos más profundos le indicaban no albergar esperanzas vanas respecto del trabajo y del compromiso de los demás miembros de la comisión; incluso ya había intuído que sería una cuestión personal, una causa, pero nunca se imaginó que sería abandonado con tanta premura, la vorágine característica de los tiempos que se vivían. Se vio como en medio de una isla listo para tomar cientos de decisiones, disponiendo de los recursos que pidiera para desarrollar su proyecto. ¿ Qué juego tan insólito le deparaba la vida, porqué, para qué ? El ajedrez que se disponía a jugar podría tener repercusiones sociales importantes. Un cosquilleo indefinible recorría a ratos la geografía orgánica y mental de su cuerpo. Demasiado poder de repente… pero… sólo había que desarrollar el plan, y pulir en el camino las incertidumbres que aun le flotaban en el subconsciente. Casi sin darse cuenta esbozó una mirada al cielo y un pensamiento fluyó a sus labios; el imperceptible diálogo de los que entran a la lucha ignorantes de su destino: ¡ Dios mío, ayúdame ! Los dados estaban echados…

II.- Nn1

Eran las tres de la mañana cuando fue a apagar el televisor 3D multipantalla macromediático de tercera generación, de tamaño regulable, y con acople cibernético a cuanto software de realidad virtual existía. Venía de una excursión en moto por los Alpes, lo mismo que hacía varios meses, todos los días, por los bitsódromos circuitales y toda clase de escenarios de tercera generación. Nn1 no tenía identificación alguna, para el sistema no existía, para el mundo no existía, jamás había existido. Pero él no lo sabía.

La única persona en el mundo que lo habría podido identificar tampoco existía. Había desaparecido en un accidente aéreo y jamás fue encontrado. Soto Santa Maria echó a rodar su invención como una loca bola de nieve por la pendiente accidentada de una sociedad enferma y luego, ayudado por el poder que había adquirido, desde su desidentidad se hundió en el pozo profundo e inalcanzable del total anonimato. Es decir, nadie sabía nada concreto; todo quedó en manos de las computadoras y de los medios de comunicación de las masas.

Al sacarse el traje cibernético le volvió a doler la muñeca derecha. Sabía que el constante ejercicio al que se obligaba no ayudaba en nada a reparar la herida y la inflamación, pero necesitaba la evasión del paseo motovirtual. Una vez más pasó al lado de los restos de la pantalla del televisor ordinario, aquél que unas días atrás destrozara de un puñetazo durante las noticias de la mañana. Las ondas malignas todonegativas se habían apoderado de él y toda la fuerza y rabia contenida, toda la imagen retenida de los disturbios callejeros, las guerras, las guerrillas, los atentados, las bombas, gritos, peleas, patadas, lacrimógenas, robos, incendios, crímenes, cientos de rostros anónimos como él mostrando ira o dolor, todo lo único que se exhibía todos los días seis veces al día se depositó en su puño ciego de ira y reventó los cristales en mil pedazos por el aire.

Caminó lentamente hacia la máquina expendedora de alimentos. – ¡ Dame un café negro, sin azúcar ! – le ordenó, sin reparar en la habitual sensación de incomodidad que le producía hablarle al robot cocina, el único artefacto de los que compartían su soledad que estaba programado para conversar. Ante sus ojos, de un pequeño escaparate metálico se abrió una compuerta y apareció instantáneamente un tazón de cerámica, con un dibujo ordinario de una gran playa con una puesta de sol al fondo. El vapor del líquido hirviente subió a sus narices y Nn1 advirtió, tal vez por primera vez desde su llegada, esa sensación del café caliente, ese olor que por un momento todo lo penetraba y le confería a la situación un dejo de amargura, de extraña nostalgia. Debió admitir que constatar este insignificante hecho le ayudaba a confirmar que todo aquello era real, brutalmente real dentro de su prisión pletórica de irrealidades, manejando la economía de una sociedad que ni conocía ni aspiraba a pertenecer. A decir verdad, él no había participado de ese mundo más que para experimentar la postergación, el desarraigo y la falta de oportunidades de todos aquellos que vivían en los suburbios extramuros.

Contrariamente a su naturaleza, una profunda melancolía se apoderó de su ser. Comenzaba a hartarse de todo esto, hacer dinero y hacer dinero, como lo disponía el trato convenido con un hombre al que jamás vería de nuevo. – Esto es como un sueño, – pensó – una pesadilla. En qué momento acepté el trato… pero… casi no tuve alternativa… cinco años de encierro total a cambio de prisión perpetua… -. Se sobresaltó al escuchar la voz del robot cocina, que le dio por respuesta un escueto mensaje : – no te aproblemes, estás sirviendo a tu ciudad -. Entonces se percató de que había estado pensando en voz alta. El nunca se había tomado muy en serio esto de hablarle al robot, excepto para demandar alimento, y no le agradó en lo más mínimo recibir un consejo de la máquina. Y para peor intuyó, a la velocidad fugaz de quien ve caer un cometa y para cuando repara en ello ya ha desaparecido, que ese mensaje emanaba desde las mismas fuentes de aguas perversas que las imágenes del televisor.

Se obligó a sí mismo a un mutismo absoluto por temor a que sus palabras pudiesen trascender, salir del encierro y ser escuchadas por sus carceleros. Esto podría no ser bueno. Pero… otra vez la situación lo embargó. ¿ Qué estaría pasando allá afuera ? Comprendió de pronto que llevaba más de 10 días desconectado de las noticias del televisor, y un impulso ajeno a sí mismo le llevó a conectar uno de los aparatos de repuesto. Allá afuera era un día de verano, despuntaba el alba, y sobre los nevados picos cordilleranos del oeste comenzaban a pincelarse tenues contraluces rojoamarillos sobre un fondo azul infinito; casi todos dormían aún. En el televisor una pareja de felices comediantes con una sonrisa de oreja a oreja tipo Guasón demostraban los beneficios de una sofisticada máquina para hacer ejercicios. Sus físicos ideales anglosajones brillaban de sudor sintético a la luz de las cámaras.

Cuando se despertó ya era avanzada la mañana virtual dentro del buncker, y un mensaje en la pantalla de la máquina de hacer dinero le decía que debía emitir rápidamente cientos de billetes que estaban pendientes. – ¿ Pendientes, porqué ? – Tal vez habría ocurrido algún error en los sistemas, qué extraño. Precisamente no era la clase de mensaje que esperaba ver, ya que todo el tiempo se había dedicado con gran disciplina a ejecutar el trabajo convenido… y así poder salir libre al cabo de los cinco años pactados. Estudió el pedido y procedió con los botones de la consola; esto era fácil, muy fácil. Sólo había que introducir los números y el resto funcionaría… de alguna manera. Reparó en que jamás se había preguntado, ni había sido informado, acerca de la forma en que los billetes llegaban a la ciudad. Claro… para eso estaba aquí, no ? Es decir, había alguna comunicación con el mundo, a través de algún ducto, alguna cañería. Quién sabe; también podía ser que estuviese dentro de la ciudad, incluso dentro de un banco… o de la misma Casa de la Moneda, ese lugar que él como todos los de su origen jamás llegarían a conocer.

Prefirió apartar estos pensamientos de su cabeza, y otra vez fue a mirar el televisor que permanecía encendido. Un niño malhumorado le devolvía un juguete a su padre, el cual, atribulado, volvía a la tienda y lo cambiaba por el de la marca que su hijo reclamaba. Luego, el pequeño aparecía con gran alegría y orgullo frente a sus amiguitos con su flamante nueva adquisición, la mutante automática de calibre ajustable, con la cual el enemigo quedaba bañado en una pintura roja parecida al látex. Finalmente aparecía el padre advirtiendo que la pintura no era tóxica para los niños, de manera que valía la pena el esfuerzo, y mostraba al lado de su dentadura sonriente la tarjeta de crédito correspondiente. Recordó la imagen de la sangre corriendo por su muñeca días atrás, sintió una profunda repulsión y cambió bruscamente de canal. Cayó de plano en las noticias de la mañana, sin embargo las imágenes que aquí se le ofrecían eran del mismo color. Dos hombres habían sido alcanzados por artefactos lanzados por la policía antimotines y sangraban profusamente; esto no era latex rojo inofensivo, era sangre de verdad, como la de su brazo, como la del hombre que había matado algunos años atrás para robarle su motocicleta. Al fin, por eso estaba allí, ¿ no ? El también había matado a un hombre … sí, pero entonces había sido diferente. ¿ Sí , porqué ? No recordaba bien, sólo había querido la moto, pero no eliminar al sujeto. En fin, qué importa, ya está hecho y no puede ser cambiado. Pero ese derroche de brutalidad, ese exceso de sangre, ese mostrar cada 6 horas la misma historia sin fin, para qué, porqué. Su cabeza comenzó a dar vueltas y vueltas sobre los rojos charcos que nunca acababan de vaciarse. Sangre había en abundancia, era el recurso ilimitado para atraer las miradas, la atención, la permanente audiencia.

Sí, no obstante los atenuantes y las explicaciones que se diera, él también lo había hecho. Más, en su obligada soledad comenzaba por primera vez en su vida a intuir cosas, razones, designios que iban mucho más allá de sus nunca consideradas expectativas. Debió en un instante percatarse de que las cosas que estaba pensando jamás habían pasado por su cabeza. No era de los que teorizaban ante nada, digamos que las circunstancias le habían vuelto hábil en la acción, resuelto, pragmático, pero no necesariamente reflexivo. Calculó que habían pasado 10 meses, ni siquiera un año todavía, desde su llegada a este lugar. Es decir, estaba apenas en el inicio, pero los pensamientos, ideas y sensaciones que se obstinaban por anidar en su mente se le antojaron como signos de un mensaje interior que no atinaba a develar aún. Apagó el televisor. Y se dio cuenta, constató, inconsciente y muy fugazmente, que su acto de desconectar el aparato encerraba cierto simbolismo, una respuesta, un gesto a un mundo del cual el participaba de una manera tan singular. Se sintió bien, mucho mejor. Volvió a montar en su moto y se dirigió por una inconmensurable carretera que serpenteaba por las pampas magallánicas, al sur del mundo. Los coirones y las pocas espigas que ofrecía el paisaje de una pradera infinita recortaban la luz del sol crepuscular que se hundía a lo lejos detrás de los cerros. El cielo estaba surcado de colores como la paleta de una acuarela, matices pálidos, infinitos, embriagando de suavidad más allá de los lentes binoculares del traje cibernético.

Durante los siguientes días le sobrevino una intensa inquietud. Su interior se revelaba haciéndole ver imágenes de su vida, las que a ratos saltaban locamente entre episodios sin aparente relación. Imágenes difusas, la mayoría; sus padres muertos cuando era niño; un par de parientes lejanos que hacía años ya no veía, en definitiva nadie ocupaba un espacio en su vida. Comprendió que corría el riesgo de enloquecer, así, aislado, desconectado de la antena parabólica que ondeaba en algún lugar sobre su cabeza, como las fauces abiertas de un inmenso girasol metálico engullendo ávidamente las ondas de las comunicaciones. – Pero… cuál es la diferencia – se preguntó – de hecho estoy aislado… totalmente aislado -. No había visto ni hablado con nadie en todo ese tiempo, y sin embargo sólo al desconectarse del televisor internalizó su aislamiento en toda su profunda dimensión. Esto le causó cierta sorpresa. Lo primero fue un ademán, un gesto del cuerpo, se diría que con desdén, pero al cabo de unos segundos su rostro adquirió una expresión completamente nueva y diferente. La mueca de una sonrisa surcó levemente sus prematuras arrugas. Sí, exactamente, él podía decidir, en completa libertad dentro de su encierro, podía… decidir. ¡ Sí, podía ! Más… ¿ qué hacer con esta libertad ?

El remoto eco de la alarma lo arrebató de su ensoñación. Se sintió intrigado; seguía sin fallar en su disciplina de hacer dinero, cada día, conforme le indicaba la pantalla del computador, y no debía haber motivo de alarma. Recordó que ya había ocurrido una vez, días atrás, algo extraño, cuando el ordenador se había referido a una emisión “pendiente” de dinero. Aunque las cifras que emitía por pedidos diarios no las recordaba ni sentía el menor interés en ello, se sorprendió al ver que esta vez la cantidad requerida evidentemente excedía el promedio casi en 10 veces. – ¡Qué extraño! – caviló… – qué locura tendrán allá afuera. No será un error del computador… supongo. No hay como comunicarse para preguntar, pero dijeron que el sistema no fallaría, que jamás fallaba; sus mecanismos de defensa son infalibles -. Por lo demás, a qué perder tiempo con tales conjeturas, de modo que procedió resueltamente con los botones.

Los días siguientes continuó con su labor sorprendiéndose de lo erráticos que eran los pedidos, sin embargo no le otorgó mayor importancia. A decir verdad, el desconectarse del televisor le trajo una nueva perspectiva en su relación con el trabajo, y repentinamente se preguntó qué sucedería si cambiara las cantidades, o si simplemente no emitiera más dinero. En fin, para qué… – Incluso es probable que nadie se percataría si cambio los valores… pero, para qué en realidad – Sin darle más tiempo a estos pensamientos se dirigió al área de los talleres. Había en este lugar artefactos y herramientas para toda clase de labores de carpintería, mecánica, electrónica, y otros menesteres incomprensibles. Todos los elementos que se instalaron allí según el perfil psicológico y la historia conocida de Nn1, sus esporádicos trabajos de mueblista cuando era muy joven, la pasión por las motocicletas que desarrolló cuando ya era adulto, sus incursiones en el robo de sistemas computacionales, en general todo lo que alguna vez motivó sus intereses e implicó algún trabajo en su vida, todo estaba allí. Durante su estancia en esta prisión sólo había entrado en los talleres unas dos o tres veces, y sólo durante algunos minutos. Sin embargo esta vez sentía que buscaba algo, sólo que no sabía qué. Y tal como hiciera en las breves incursiones anteriores, al cabo de un corto tiempo volvió a salir, se dirigió a su cama, y se tendió perpendicularmente sobre ella exhalando un suspiro.

– ¡ Los libros ! – exclamó al cabo de un tiempo que no supo si serían minutos u horas, y se incorporó de un salto – ¡ Los libros ! – Debe haber en ellos suficiente como para suplir la ausencia de comunicaciones, noticias, propaganda, la ración diaria de toxinas y sangre. Leyendo podré pensar, podré imaginar cosas, podré, de alguna manera que nadie podría impedir, ser libre. Probablemente similar a las sensaciones de los paseos en motocicleta, pero sería mí imaginación, mi capacidad de crear las imágenes a partir de lo leído. ¡ Cómo no lo había pensado antes ! – Había, en efecto, una biblioteca muy grande en el recinto, además de una versión virtual de muchos de los textos, y por este lugar jamás se había aventurado. Ni por ésta ni por cualquier otra biblioteca, excepto la que visitó alguna vez para robar unos documentos valiosos y ganar algún dinero con su venta. Largas filas de libros se acomodaban a lo largo de cuatro corredores paralelos, largos y angostos, mostrando en perspectiva las siete repisas que contenían innumerables textos cuyos lomos eran de los más variados anchos, colores y alturas. A primera vista se diría que fueron puestos allí con premura, sin orden aparente. Nn1 leía con bastante fluidez, y se aventuró por aquél bosque multiespecífico de títulos en procesión aparentemente azarosa. Mecánica Cuántica, María Antonieta, El Quijote, Albert Einstein, Balzac, Chopin, Jardinería moderna, La Técnica del Clarinete, Fisiología de los Reptiles, Cuentos breves de Jorge Luis Borges, El filo de la navaja, Los viajes de Marco Polo, Electricidad y Electrónica, Sistemas Operativos, El Capital, Cuentos Infantiles… eran los primeros títulos que se veían a su izquierda. Curioso, experimentando la sensación de quien entra en una caverna repleta de misterios, fue ingresando por el largo y estrecho corredor… Herman Hesse, Obras Completas, Historia del Imperio Egipcio, García Lorca, Las pirámides Mayas, Marte Verde, Isaac Asimov. Biografías para todos los gustos. Napoleón, Alejandro Magno. Hernando de Magallanes, Tolstoy. Cuentos, poemas desconocidos, Neruda, Rilcke, Hölderlin, cientos de nombres, algunos de los cuales alguna vez había escuchado, o en el mejor de los casos le recordaban el nombre de una calle. No sabía donde empezar, tampoco sabía qué sentido darle a su tarea de lectura, acaso cabía darle alguno. Miró hacia atrás y vio algunos lomos que sobresalían del alineamiento general; le vino a la mente la idea típica de gente en una fila donde han pedido a voluntarios dar un paso al frente; éstos eran títulos que sin darse cuenta él mismo había sobresacado. En su habitual frialdad para con todo en su vida se estaba abriendo una brecha por donde se filtraba una brisa que le recorrió como un escalofrío el cuerpo. Presintió que en la lectura de todo ese universo de letras se escondía mucho de su sed de trascender, como si el contacto con la realidad extemporánea de cada una de esas historias, biografías, novelas o cuentos, le deparara una perspectiva de su encierro que a falta de mejor palabra se le antojaba liberadora, y sentía, por primera vez, que tomaba cierto control de su vida.

Salió del recinto con un edificio de libros en sus manos, apoyándolos contra su pecho. Algunas biografías, tres libros de electrónica, uno de computadores y uno de fotografías de motocicletas, fueron su primera selección. Notó que sentía hambre y se dirigió a la cocina. Comía mas bien poco, y en el tiempo que llevaba aquí había bajado bastante de peso, pero se sentía bien así. – ¿ Qué me ofreces de comer ? – Se extrañó ante su propia pregunta, la creyó más bien una frase salida de alguno de los libros. Definitivamente jamás le había preguntado algo al robot, pero no era, después de todo, tan mala idea practicar un poco la comunicación. Con un gesto de resignación en la mirada pensó: – tú también estás preso, cocinero, no lo había visto así -. La voz metálica ingresó en su oído interno sacándole de tales pensamientos: – la variedad es larga y compleja, hay carnes, frutas, cereales, hortalizas, puedes decirme que tipo de alimento prefieres hoy ? – Nn1 se quedó mirando largo rato el altavoz; ésta era la frase más larga que le había escuchado decir. – Bueno… no sé… hazme un buen trozo de carne con verduras cocidas, y un buen vaso de vino – Recordó que había sido advertido de que la máquina le entregaría como máximo un vaso de vino cada 2 días, pero hasta ahora nunca lo había pedido. – También quiero frutas, manzanas, naranjas, ¡ y date prisa que estoy hambriento ! –

Mientras esperaba por su comida se dirigió al computador del dinero. Esta vez no urgían las alarmas, pitidos y luces de colores invadiéndolo todo. Sin embargo, la pantalla mostraba algo que podría ser un mensaje del exterior, pero imposible de descifrar. Palabras sueltas a lo largo de toda la pantalla, como el discurso caótico de un demente, estaban allí quién sabe desde cuando. Y, en cambio, aparentemente no se solicitaba ninguna cantidad de dinero. Se asustó, no pudo evitarlo, pero no había nada que hacer. Aunque, tal vez, si otra vez encendiera las noticias… ¡buena idea ! Pero lo que vio fue lo mismo de siempre, y nada representaba alguna información respecto del extraño mensaje: “Sepultan a asesinado presidente del Congo”, “Infecciones respiratorias y diarreas matan a cientos de niños en El Salvador”, “Se entrega director corrupto de televisión en Brasil”, “Declaran a Galápagos en estado de emergencia”, “Diez mil muertos en la India”, “Choque de trenes en Bretaña”, “El ejercito de Namibia incendió un pueblo completo de disidentes”, “Adulteraron los registros electorales en Perú”, “Robo con muerte en el barrio rojo”, “Secuestran avión jemení”, “Miembros de secta intentaron inmolarse en la Plaza Tiananmen”, “Nueva víctima cobra el terrorismo…” ; no quiso más, y como un pistolero de las películas del oeste tomó en sus manos el control remoto y disparó tan rápido como pudo la orden de cambiar de canal. La pantalla se inundó de gritos agudos; eran dibujos animados, cosas para los pequeños. Un joven saltaba sobre otro, emitiendo un largo alarido con el rostro deformado por una mueca de odio, y al caer sobre él, le clavaba una daga luminosa por la que salía liberándose un extraño monstruo; – ¡ quién llevará el cronómetro del caos ! – preguntó otro personaje que entraba en escena -, ¡ debemos preparar el ataque final ! – ¡ Yo ! – gritó entonces furibundo el primer joven -, ¡ soy el corredor del demonio, y juro por Siyunara que esta vez la ciudad será nuestra ! – ¡ Basta ! – se dijo entonces Nn1, tomó el televisor en sus manos, lo arrancó de su conexión eléctrica, fue al taller mecánico y lo dejó encima de un mesón de trabajo. Luego volvió al computador; las palabras seguían allí pero no había forma de interpretar su absurdo contenido.

La comida estaba aún caliente y se propuso disfrutarla al mismo tiempo que abría su primer libro. Así como concebía la idea de liberarse dentro de su encierro, una idea aún más ambiciosa comenzó a evolucionar en su mente, algo que en circunstancias normales jamás se le habría ocurrido, probablemente. – Cómo desconectarlos a todos, – pensó. Cómo sacar de sus brazos las agujas que transportan el veneno, cómo eliminar las ondas invisibles que penetran los sentidos y aturden. La extraña idea pareció cobrar vida propia, se apartó de su cerebro y se puso frente a él, mirándolo a los ojos, dejándolo perplejo durante unos instantes… luego, al igual que otras veces, la encaró y se dijo resueltamente: – qué tengo que perder, ya estoy aquí, y al traerme me hablaron de lo mucho que podría contribuir al bienestar de la ciudad, tanto que me liberarían al cabo de cinco años y podría marcharme sin problema. Por lo demás, mientras el ordenador no ordene, ¿ qué se supone que debo hacer ? El bienestar de la ciudad… esto no me queda claro. ¿ Emitir dinero ? No, no más dinero, y si ocurre que me vienen a buscar, tanto mejor. No voy a estar cinco años aquí, de ninguna manera, voy a contribuir a bienestar de la ciudad. Y luego, veré la forma de salir de aquí -.

Aquél día, sin percatarse de ello, cumplía un año en su solitaria fortaleza, y se dio a la tarea de aprender todo lo que pudiera sobre computación, ondas, televisión, antenas, y cuanto hubiera escrito acerca de la transmisión electromagnética de imágenes e información. Matizaba de vez en cuando con biografías y novelas, asistió a la construcción de las pirámides, viajó junto a Magallanes y se sorprendió emocionado cuando las pupilas del navegante tragaron por primera vez las inmensas aguas del océano Pacífico, tanto que las gafas mágicas se empañaron impidiéndole ver bien las olas que se agitaban frente a la proa del barco fantasma; asistió en Waterloo a la derrota del emperador cuyo nombre sólo conocía de una marca de ron, observó desde un oscuro rincón de su pieza al maestro Rembrandt haciendo sus grabados, y más, pero pronto volvía a sus estudios. Al cabo de algunos meses su taller tenía el aspecto de una estación televisora de avanzada tecnología, y una pizarra en la pared contenía un laberinto de ecuaciones matemáticas que sólo un hombre ensimismado en su propia fantasía podía entender. Se vistió el traje cibernético y en vez de montar en su moto se paseó por los laberintos de los microcircuitos del computador. Luego creó un programa virtual con el que pudo ingresar en la antena y desde allí viajó a la estación de radio y televisión de la ciudad, y a supervelocidad se deslizó por las suaves planicies de las fibras ópticas, llegando al alma del sistema operativo. Se estremeció dentro del traje, sabía que estaba allí a pesar de estar preso y lejos de ese lugar. Pero no se abatió, sino que al percibir ésto se sintió más fuerte y entusiasmado ante de la perspectiva de pasearse dentro de la estación sin ser advertido.

Bien, ya podía ingresar, pero ahora debía determinar cómo suspender permanentemente las transmisiones. Cada vez que pensaba en un mundo sin televisores, cerraba los ojos e intentaba configurarse una imagen de la ciudad, las casas, las piezas, los hoteles, restaurantes, etc., sin estos aparatos, una intensa incertidumbre le amenazaba. A ratos no estaba tan seguro como cuando comenzó, pero, pensó para sí mismo, sacando una frase leída en alguno de los libros, – los dados están echados. No me voy a detener –

– Inversión de polaridad, retropulsado de ondas de baja frecuencia… la idea es que las emitan, sí, pero que no lleguen, o, más bien… que reboten en las antenas, y que se mezclen transformándose en un mensaje cuyo contenido sea indescifrable, y que finalmente todos opten por apagarlos. Extracción del cuarto fotón de la órbita del electrón nulo, traspaso de este fotón a la fuente de poder para descompensar la emisión de ondas gamma que anteceden a la liberación del catión adyacente que controla la emisión; esta emisión debe contener la clave para que al llegar a las antenas, rebote. Y la ecuación está terminada, creo. ¡ Manos a la obra ! -. Se vistió otra vez para el viaje cibernético, sin poder evitar sentir la emoción del momento; se veía a sí mismo derribando antenas con una espada. Una triste sonrisa se dibujó en su mirada, mientras percibía un dejo de vana estupidez en todo su acto. Pero no se detuvo, abordó con energía la nave virtual que lo llevaría a cambiar el mundo… o quién sabe qué.

Al volver de su incursión esa tarde y los días siguientes estuvieron impregnados con la sensación de una intensa espera. Tenía inmensas ganas de saber el resultado de su acción, de modo que finalmente se decidió y encendió el televisor al lado de la mesa de comer. Efectivamente, como lo había previsto, los programas no estaban llegando, pero en un canal se veían trozos de noticias, inconexos, y de películas, de propaganda, todo mezclado, digno de un auditorio loco, perdido de toda razón. Espero que esto no sea peor aún, – se dijo en ese momento – Lo apagó en seguida, y su primer impulso fue volver para obtener un efecto total; creía saber qué parte de la ecuación debía ser modificada ligeramente. Pero no, al ver estas últimas escenas le perdió todo interés al asunto y lo dejó de lado. Súbitamente, como una obsesión que ha estado flotando en aguas estancadas durante tiempo y de pronto encuentra un cauce, comprendió que sólo una cosa existía ahora para él: la perentoria necesidad de salir de allí y desaparecer de verdad. Ni en la ciudad ni en la prisión, sino lejos y aislado pero respirando aire de verdad, viendo el sol de verdad, bebiendo agua de verdad. Tuvo en ese momento una visión del lugar donde deseaba estar, cual ermitaño en lo más recóndito de las más lejanas montañas, bosques y selvas, acaso existía un lugar así, prístino e ignoto. Virgen. Cómo sea, había que encontrar una salida.

III. EL ESCAPE

Las luces de neón de la tarde comenzaban a encenderse cuando abrió, por medio de un pequeño artefacto explosivo que fabricó con los elementos de que disponía, la que era sin saberlo la última puerta. – ¡ Qué increíblemente fácil ! – pensó – Algunos días de trabajo en medio de lo que parecía un laberinto, romper varias cerraduras, cortar cables de alarmas por doquier, varias puertas selladas… pero aun así, qué fácil, parecía que en su prisa por terminar la construcción del buncker habían dejado demasiados cabos sueltos. No pudo seguir con sus pensamientos ya que la brisa que lo envolvió, impregnada de humo, le hizo constatar la realidad: estaba afuera, y obviamente estaba dentro de la ciudad. Vio que no había nadie alrededor. Con natural sigilo se alejó unos pasos del recinto, y cuando ganó distancia lo que vio fue un vetusto edificio, antiguo, cuyas paredes rezaban toda clase de consignas y dibujos. Escuchó voces, por la esquina vio pasar a un grupo de personas muy de prisa, luego otros en sentido contrario, y luego unos vehículos atravesaron la intersección dejando a su paso los ecos de una música frenética a gran volumen. Miró de nuevo el edificio, tomó su bolso con ropa y algunos alimentos, y echó a andar. Dentro del recinto el robot cocinero dormía en soledad.

VUELO

Quince días tendría esas vacaciones, sólo quince días, y en ese tiempo todo lo que me proponía era volar, ojalá todos los días. El avión me dejó en el aeropuerto de Houston, en el estado de Texas, y de allí en avioneta hasta un remoto lugar en medio de las montañas, cañones y desfiladeros. Un sobrevuelo nos permitió apreciar los caminos por donde un vehículo llegaría a una cima que tímidamente se asomaba cual balcón de piedra al abismo infinito y nos dejaría allí para desplegar nuestros armazones metálicos. Al abrirse éstos cobrarían vida y serían un órgano, prolongación de nuestro cuerpo.

Nos juntamos varias personas de diferentes lugares, todos amantes del vuelo libre. La invitación era a planear con alas delta entre los recodos de aquél laberinto que amable en corrientes ascendentes nos esperaba. Eso al menos rezaba la tarjeta que llegó a mi casa. He volado en muchos lugares, en Santiago, también en el norte, donde las alturas lo permiten, que no es mucho a menos que sea al interior de la cordillera y allí los vientos son erráticos y traicionan de vez en cuando. Pero lo que el pequeño bimotor nos dejaba ver prometía ser una fiesta.

Esa noche hubo un breve cóctel de bienvenida, cenamos y luego todos nos recogimos más o menos temprano, aunque la ansiedad reflejada en algunos rostros y el parloteo general entre comentarios, anécdotas y consultas pudiesen haber seguido hasta tarde. La primera salida comenzaría al día siguiente a las seis de la mañana.

Clareaba, al fondo arreboles en un rojo profundo que conforme avanzaba la hora desteñía suavemente. El primero en remontar fue el instructor, luego comenzamos nosotros uno tras otro. Cuando estaba despegando el quinto el instructor había vuelto y volaba suavemente sobre nosotros. Toda su actitud era el ala como pecho y quilla al frente, con el cuerpo en diagonal, manteniéndose quieto mientras el fluir del viento lo flameaba. Qué duda cabía que dominaba el vuelo, y las corrientes estaban claras y espesas. Perfectas. Siete alas delta entonces nos desplazamos en dirección noreste siguiendo los recodos del río invisible que remontaba entre los cañones amarillos por donde comenzó lentamente a bajar una ola amarilla intensa de luz cuando el sol emergía detrás de las serranías aún más remotas.

Esa tarde hubo un asado a la parrilla, cerveza, conversa hasta tarde. A pesar de nuestras respectivas experiencias en el vuelo, nuestro anfitrión sin duda llevaba un ave en el cuerpo, en el corazón, y en el alma.

La mañana del día siguiente la ocupamos en ver fotografías y videos tomados la víspera, y preparamos el siguiente vuelo. Esta segunda salida, al día siguiente, fue increíble, vimos cóndores a gran distancia que planeaban graciosamente, también vimos dos águilas en juegos nupciales pasándose una presa entre sus garras.

Cada día transcurrió magnífico, hasta que llegó la noche antes de la partida. Noche de luna llena. Noche de vuelo bajo la luz plateada que envuelta en el rocío caía a raudales sin quebrar el silencio matizado de algunas nubes muy a lo lejos. Todo dispuesto, luces especiales, radio, y otros equipos. No me podría haber imaginado volando en la oscuridad llena de luna entre desfiladeros dibujados a la perfección en contornos fantasmales. Por aquí y por allá luces que volaban conmigo, luciérnagas humanas en devoto silencio, técnica y contemplación. El espíritu de las alas conteniendo nuestros cuerpos metamorfoseados.

Finalmente llegó la hora de partir. Pero algo, alguna poderosa y desconocida razón me impulsaba a quedarme un poco más.

Deseo quedarme; le dije al gringo.

¿ Por qué ? dijo, sonriendo.

No lo sé exactamente. Quiero volver a volar donde vimos los cóndores. Ir más cerca de ellos, tratar de acercarme. Por favor, llévame otra vez.

Al decir esto, su mirada me hizo sentir que había tocado algo en su interior.

Ok, dijo, resueltamente. Mañana iremos.

Genial, gracias.

Al volver más tarde, me fue a buscar al pequeño hotel y me condujo al hangar. En su rostro se veía cierta serena expectación. Se dirigió a una puerta que conducía a una bodega que nunca habíamos visto. Lo que vi al encender la luz me estremeció: un ave enorme, un cóndor de tela y aluminio, un ala delta con flaps y timón de cola como jamás lo hubiese soñado.

Pocos han visto mi nueva ala, y la estrenaré pronto – me dijo – haremos una práctica mañana en la mañana, y espero que tengamos suerte.

Cómo narrar lo que ocurrió ese día. Un ave me acompañó en mi vuelo; a ratos a estribor, luego a popa, más tarde a babor, luego a quinientos metros en un despliegue de velocidad y freno propio de un halcón; qué locura estar allí, qué privilegio ver este humano fuselaje de pájaro bailar en el aire como un ángel liberado de las leyes naturales de la gravedad. De pronto desapareció de mi vista. Lo llamé por el micrófono del radio y sólo escuché: espera, ya llegaré. Sí, estaba allí, aunque no podía verlo. Al cabo de un rato escuché un silbido sordo a ambos lados de mi ala. Persistente, cada vez más presente, el soplido crecía y crecía hasta que tres metros de envergadura a mi derecha, y otro igual a mi izquierda, 2 enormes cóndores me flanqueaban con majestuosa indiferencia, sus remeras displicentes casi me tocaban; creí estar soñando, cuando delante de nosotros aparece en formación de líder el instructor de vuelo conduciéndonos a los tres hasta una explanada allá abajo en el reino de la piedra milenaria donde se hallaba el hotel y las casas.

Aunque ha pasado un tiempo desde que volví a mi casa y mi trabajo, el recuerdo de la sensación, de la magia, el recuerdo de las pupilas a 2 metros de distancia, el alucinante vuelo del cóndor, está vivo y es fascinante. Imborrable, imperturbable y eterno como la brisa del valle encantado.

LLAMAS EN LA CHIMENEA

Emilio Sinclair se sienta al lado del maestro Pistorius y miran el fuego, durante horas, sometiendo al abrazo de las llamas extrañas elucubraciones en torno al ave Fénix, aquella, como se sabe, que renace de sus cenizas… (este Demián de Hesse que se aparece de tanto en tanto). ¿Qué habrá tenido en mente el supremo creador de todo este invento llamado universo al decir: ¡hágase el fuego, y el fuego se hizo?

Me arrimo a la chimenea en este lluvioso día de invierno en el sur, mientras afuera, en la oscuridad, a raudales cae la lluvia, y miro el fuego. Una vez más la pupila del lente 75-300 juega con lo que ve, y me pregunto si es la fantasía la que juega con mi mente, o es mi mente la que juega con la fantasía. Porque se diría que allí hay aves, personas, luminosas pinceladas corpóreas captadas a la velocidad de un milésimo de segundo, el tiempo que demoran tal vez los átomos de aquellos animales o personas, ahora en la leña, en aparecer, de una forma algo difusa por cierto, y luego desaparecer para no volver jamás. Tal cosa tiene el fuego, igual que el agua: nunca es el mismo dos veces.

Tardé años en entender que era un gas, partículas combatiéndose en su transformación, incandescentes átomos de sodio danzando en el epilogo de su bajada cuántica. Nada mejor que estar en la casa en el campo.


ADIOS A SLAVIANKA

Rusia, ¡qué tierra! Moscú, qué urbe encantadora! Cuánta historia, cuánta tragedia ha rendido su sangre a las orillas del Moscova, plácido en sus 500 kilómetros de indiferencia que es la sabiduría del agua. Y ese invierno que según nos cuenta Tolstoy los protegió del corso y de otro que siguió los mismos pasos, ese invierno está en retirada en la Plaza Roja.

Conocer las estaciones de trenes de las grandes ciudades permite, en general, conocer algo de la magnificencia de la arquitectura, la ingeniería, y un no menor estilo en estos recintos que de alguna manera hablan del entorno y el pueblo que allí habita.

En Moscú hay nueve estaciones, cuál de fachada más elegante e imponente, de modo que para empezar elegí la estación por excelencia, la del Transiberiano. Después de pararme en el kilómetro cero dando la espalda a ese portal mágico que conduce hacia la plaza Roja y al fondo la basílica de San Basilio, pedir un deseo y tirar las monedas hacia atrás como todo buen turista, fotografiar una cantidad de gente haciendo lo mismo, el lente nikon 70-300 trabajando sin cesar, me dirigí hacia la estación situada en la plaza Komsomolskaya. Se me antojó la idea de tocar la línea que recorre nada menos que ocho mil novecientos sesenta kilómetros, dos continentes, infinidad de paisajes, gentes, historias, hasta Vladivostok, a 6 días en un viaje que tiene tanto de clásico como de mítico. Tocar esa línea y dejar fluir la pupila del lente sobre el riel y hasta el infinito.

Mucha gente circulaba por su interior, eran como las 6 de la tarde y pronto saldría el rey de los trenes. Turistas la mayoría, infinidad de idiomas se cruzaban por mi camino, cuando de pronto comenzó a fluir desde el fondo de los andenes una música con fuertes aires de marcha militar, con un coro que aumentaba en potencia y le daba un inusitado ritmo a lo que allí acontecía… y en dos líneas del pentagrama el tren comenzó a alejarse. Intrigado, una vez terminada la coreografía de los carros fui a una oficina de informaciones y pregunté el porqué de la despedida musical. – Cada vez que sale el tren se toca esta música, es una tradición, por respeto a la historia y los muertos por defender la patria -me dice la bella rusa en un inglés bien gringo. Esta pieza musical la compuso en 1912 un trompetero del Ejército, Vasily Ivanovich Agapkin, cuando fuimos a la guerra de los Balcanes, y fue el himno de los soldados que marchaban al frente en las dos Guerras Mundiales. Gustó tanta esta música que con distintas letras la cantaban los soldados del Ejército Rojo y también el de sus antagonistas del Ejército Blanco. Es una canción de amor a la patria y a la compañera que se deja para ir a la guerra, se llama Adiós a Slavianka, y para mi sorpresa comienza a cantarla, bajito, casi sólo para mis oídos – Ha llegado el momento de la despedida – Me miras a los ojos con ansiedad – Quiero estrecharte entre mis brazos – Una tormenta se abate sobre nosotros – La tierra tiembla bajo nuestros pies – El miedo se extiende con el viento – La patria nos llama a la batalla final – El viento sopla sobre los soldados que marchan – Adiós madre patria, recuerda a tus hijos – Adiós a mi familia, perdón por la despedida – Adiós madre patria, recuerda a tus hijos – Adiós a mi familia, muchos no volveremos – y en su rostro veo un remoto estremecimiento. ¿Le gustó? me pregunta sonriendo… qué muchacha rusa encantadora… vaya a la estación Belorussky y verá una escultura maravillosa, mírela a los ojos. – Es una obra maestra creada por los escultores Vyacheslav Molokostov, Sergei Shcherbakov y el arquitecto Vasily Danilov, bajo la dirección de Salavat Sherbakov – esto último lo dijo con un aire de solemnidad que me pareció un poco cómico y le sonreí.

Pues bien, ese mismo día en la tarde visité, intrigado, la estación que casualmente se encontraba cerca del hotel en que me hospedaba. Ingresé al lugar en un momento en que cientos de personas con maletas, bolsos y mochilas bajaban de un tren y pasaban diligentes a mi lado, casi sin mirarme, cuando de pronto vi a un hombre y una mujer que al contrario que todos los demás, estaban quietos. Sí, allí estaban, Slavianka y su compañero se abrazaban, es más: se miraban. Impresionante, nunca había visto algo así. Una mirada con la tensión y la profundidad de un abismo, de aquí a la eternidad, en esos ojos de bronce, sólo por ver esto valió la pena pisar Moscú.



THE DESIRE TO BE GOD y LA PULGA SALTARINA

Conforme más lejos alcanza la mirada curiosa e insaciable del hombre más paradigmas, mitos y deidades va derribando en su camino. Mirar más lejos, mirar más profundo, la comprensión y conocimiento del micro y el macrocosmos, microscopios cada vez más potentes, telescopios que aumentan sin cesar las distancias siderales y permiten al ojo perdido en una mota de polvo del universo contemplar aquello que estaba reservado a los dioses. Y no sólo la visión, la luz en la retina expone cada vez con mayor precisión las ultraestructuras orgánicas de esta vida tan misteriosa y fascinante: podemos hoy ingresar en el ribosoma, el aparato reticular de Golgi, la proteína y la bacteria con sus complejidades infinitas; también lo inorgánico abre sus microcristales al ojo del ser humano… pero también la química ha ido entregando uno a uno sus más recónditos secretos a la hora de detectar moléculas de alguna sustancia donde sea que se necesite; primero partes por cien, por mil, hace no mucho se lograba detectar partes por millón, luego por billón, 6, 8, 12 dígitos detrás de la coma y en aumento; hoy se detectan sustancias a razón de partes por cuatrillón… hasta dónde llegaremos? Pregunta más bien retórica o claramente absurda: no existe el límite: es como el cuento de la pulga que para llegar a su meta debe saltar cada vez la mitad de lo que le queda por recorrer… y nunca llega, demás está decirlo. ¿Pero y si alguna vez sí llega? ¿Un imposible matemático puede caer en aras de la evidencia, romper todo el conocimiento de milenios y abrir la mente al conocimiento final? No hoy, ni mañana, claro está… pero dentro de mil años, diez mil tal vez… qué nivel de conocimiento tendrá el hombre, qué fronteras habrá traspasado en su caminar incansable, su sino inevitable? ¿Cincuenta mil, quinientos mil años más… cinco millones? Sea como sea, llegará ese día en que el dedo el hombre habrá tocado cada molécula y cada galaxia; lo habrá abarcado todo, la pulga cumplirá el imposible y llegará a la meta, entonces el hombre comprenderá que todo el tiempo que pasó, gozos y tragedias, guerras, amistades y enemistades, llantos y risas, todos sus apremios y afanes, su vanidad y todos sus dioses muertos, se le presentarán ese día ante sus ojos cansados de tanto saber y comprenderá que él y todos esos dioses siempre fueron uno.

“Fiat Lux” dice Asimov al final de ese extraordinario cuento llamado La Última Pregunta, entonces el hombre dirá… ¡hágase la luz!

EL FILO DE LA VIDA

El Filo de la Navaja. The Razor´s Edge. Me demoré como 3 días en encontrar un bendito sitio en que pudiera verla en la modalidad online gratis. Como a los 17 años leí el libro en que se basa la película y que probablemente llegó de manos de mi madre, o de mi tío César, gran lector y en cuya enorme biblioteca pasé horas buscando algún libro perdido que César me encargaba y de lo cual me ganaba uno que eligiera yo, o me prestaba el auto cuando crecí. Como fuese, desde chico fui aficionado a buscar libros y siempre fui recompensado. Pero volvamos al asunto de marras. El joven Larry Darrel se mueve entre la aristocracia de Chicago en años de la primera guerra Mundial cuando decide ir de voluntario al frente de batalla (USA a la sazón no participaba en la guerra) como conductor de ambulancias que donaban particulares norteamericanos. Una vez en el frente lo esperan camillas con heridos, moribundos y muertos que eran los únicos tranquilos y silenciosos, como durmiendo en aquél caos de gritos, sangre y horror. Vuelve a su país que se está hundiendo en el caos económico, llevando en su interior un gérmen que está por exteriorizarse. Pospone su boda y se va a París explicándole a la novia que necesita pensar… ¿pensar en qué? pregunta ella y él contesta que no sabe. Su periplo finalmente lo conduce hasta un monasterio de lamas en la India. Se asoma el monje por la puerta y le dice bienvenido, te estaba esperando. Pasados algunos día allí el monje lo envía más arriba en la montaña, en medio de la nieve, donde debe instalarse bajo un pequeño toldo de madera y leer estos libros que te estoy entregando para tu viaje.

Hace mucho frío… debo estar aquí una hora y estoy congelándome… las manos están torpes encuentro los fósforos arranco una hoja del libro que tengo en la mano enciendo el fósforo lo acerco a la hoja y comienza a crecer la llamita arranco entonces otra hoja y luego otra y varias más pongo el libro encima y los dedos comienzan a sentir que fluye la sangre…

Quemó los libros.

Por esta escena quería ver de nuevo la película y ahora estoy escuchando a John Lee Hoocker mientras escribo esto tal vez porque quiero divagar en torno a la idea de que la metáfora encierra una verdad tan profunda y elemental como aquella de Hamlet expresado en el “ser o no ser”, el dilema eterno, el ying y el yang, esa lucha interior diaria entre las dos fuerzas que combaten en aquél que un día deberá ser o no ser, elegir entre congelarse o quemar el libro… el libro de su propia vida. “Para nacer hay que destruir un mundo” es la frase con que prologa Hesse en Demián, otra mención a lo mismo. Es el momento en que el niño se transforma en hombre o sigue siendo niño toda la vida. Cada cual sabrá.

Goethe, Schiller, Maugham, Hölderlin, Dickens, Cronin, Chesterton, cuántos otros. Tantas historias, tantos pensamientos.

Vargas Llosa, Cortazar, Borges, Neruda.

Kapushinski, Horia, Zweig.

José Saramago. Y tantos otros…

Lo que más les agradezco es que me mantienen lejos de la televisión.

BUITRES Y POESIA

Cuando paso por unos roqueríos rumbo a la casa, todos los días, veo los buitres parados, descansando, feas criaturas malolientes, dirán que son tan necesarias, por cierto lo son, pero tan poco agraciadas, casi un objeto al borde del barranco. Enjutas, circunspectas, negras como monjes de una secta de nocturnos aquelarres, qué se yo.

Este buitre es el jote de cabeza roja, Cathartes aura jota.

Pero cuando levanto la mirada y los veo volar, contra el acantilado, contra el mar de fondo, contra las nubes del cielo, me parece que ya no son jotes ni feos animalejos, ahora son poesía pura, amos del aire, señores del planeo, qué majestuosos, me recuerdan a sus primos los cóndores, dueños y soberanos de las corrientes ascendentes, qué daría entonces por ser uno de ellos, volando, sólo por un instante.

Tantas cosas en la vida no son lo que parecen… apenas las dejamos volar, se vuelven bellas como los mejores sueños, y apenas las forzamos a aterrizar, adquieren otra vez esa forma circunspecta que pereciera que nunca podría ser libre de ataduras terrenales.

Cómo poder elegir, a diario, cada instante de la vida, en qué posición me quiero encontrar.

MITSUBISHI, LINDO EJEMPLO

Enciendo la radio del auto, digamos, para sentir el pulso del paciente, y lo primero que oigo en una propaganda de nuestros geniales creativos que siembran lo que no entienden, en esto de sembrar hay toda clase de semillas, ya se sabe, siembra vientos y cosecharás tempestades decía mi honorable abuela, pero estos de la mitsu tiran a los cuatro vientos una frase para el bronce: cuando tus amigas te vean en el nuevo HP14, único con overdrive semicuántico circumperiférico, dirán… “LA ODIO”… con un énfasis que llega a dar miedo en boca de una mujer que también habrá de cobrar a fin de mes para sus necesidades y la de sus nenes; lindo mensaje publicitario, y me pregunto, antes de apagar el aparato, qué tendrán en sus cabezas estos genios que meten el odio de por medio cuando se trata de vender un auto, participando sin cuestionarse de la espiral ascendente que gobierna cada vez con más fuerza las carreteras de este mundo.

Me rebasa un súper deportivo HP18 y al pasar, raudo, por mi lado, se baja un vidrio polarizado y sale una mano con el dedo anular en alto y una cara espantosa de rabia me grita una sarta de garabatos que se lleva el viento… un segundo después es historia, tal vez me distraje y no lo dejaba pasar, tal vez el odio ingresó finalmente en las autopistas en que a falta de mejor entretención la radio provee de la flevoclisis musical a hiperdecibeles y una propaganda que enajena. Todo a la vena. Cómprate un mitsubishi para que no tengas que odiar al que lo tiene… la verdad, si es por elegir, me quedo con un modelo clásico de mercedes.

Más adelante me topo con un vehículo que chocó contra la nada. En kilómetros a la redonda la carretera es como una larga cinta sobre la aridez del desierto, contra qué chocó este infeliz? Tal vez contra sus propios odios? Tal vez por la radio le llegó alguna otra joyita como para estrellarse de puro espanto?

TWITTEANDO PIEDRAS

Twittear, twittear, me decía un amigo. Es lo que hoy se hace, vamos tío, todos twittean, métete, hazte una cuenta, yo te ayudo…

Y me hice la cuenta y comencé a seguir a gente que envía mensajes; algunos conocidos de la fauna local, periodistas, académicos, gente común y corriente, desconocidos, en fin, gente que dice cosas a través del twitter, pero al cabo de un mes otra vez esa insoportable sensación de la levedad de todo cuanto hacen estos chilenos ovejas privilegiadas que sólo balan fuerte frente a un teclado por el cual se disparan unos cuantos balidos que van a morir a la montaña de las nadidades.

El reinado de la ceguera humana en el universo de las frases cortas. La utilización de la herramienta para todo menos para aquello que se quiere invocar desde el parapeto de la pantalla de cristal líquido en cuyas orillas las mareas de la entropía humana han dejado los despojos de la razón.

Es un juego, nada más, me dice mi buen amigo invisible, una catarsis tal vez, un desahogo, un cacareo en el palo medio del gallinero porque obviamente cuando cae la caca molesta; entre estos que tiran frases al aire y aquellos que tiran piedras en las protestas, la diferencia está en los cojones, nada más, – ¿será así? – me pregunta desde el sillón imaginario. Con piedras se construyen templos, le contesto, y siento que es más una respuesta retórica; frases, piedras, es lo mismo, qué pérdida de tiempo.

Dicen estas piedras twitteras de diverso calibre cosas que tienen que ver con un cambio, una mejora en las cosas de esta sociedad enferma heredera de un régimen que enseñó que lo único que vale es la rentabilidad y el éxito.

Pero no congregan, no seducen, no provocan, en el mar de frases nada prevalece, ninguna frase en la galaxia de frases se impone sobre las demás por el peso de su propio liderazgo, su propio poder intrínseco, su naturaleza guiadora. Ninguna, ninguna.

Y seguirán twitteando.

Diciendo, escribiendo, denunciando, burlando, garabateando, filosofando, gritando, callando, argumentando, riendo, llorando, vociferando, agraviando, ofendiendo, denunciando, denunciando, en este pergamino digital cuyo rollo a babor y estribor de la pantalla no tiene principio ni tiene fin. Borges y El Libro de Arena se quedan chicos frente a este ensayo.

Te levantarás una y otra vez. Hasta que los corderos se transformen en leones. Lo escuché decir a Robin Hood en una antigua película.

Hace poco un amigo, en Antofagasta, se preguntaba quién hará el libro que aún no se escribe, a fin de que las cosas cambien. Lo que no lograrán las frases sueltas arrojadas al cyberpantano lo debe lograr un texto. Le recordé entonces lo que dijo el gran Saramago: “si la literatura pudiese cambiar las cosas, ya lo habría hecho”. Ese es el riesgo de escribir: que no pase nada. Maestro, le ofrezco mis disculpas pero me quedaré con la sensación de que un libro sí puede cambiar algunas cosas, más vale confiar en que un papel con letras puede distraer al lobo en su afán inevitable de matar.

Una forma hay de cambiar el curso de las cosas. 100 % eficiente; retorno inmediato de la inversión: sólo hay que quedarse una semana en la casa, cero consumo, megatiendas, farmacias de cadenas, bancos, comunicaciones, reducir todo al mínimo, veremos qué es lo que pasa. La salud incluida, algún sacrificio hay que hacer. No violencia activa. Te acuerdas de Ghandy ? me dice Pedro frente al segundo vodka mientras a nuestro alrededor un bullicio de mil conversaciones y de fondo varias pantallas con un recital de música tecno proveen de pan y circo en el pub del happy hour.

SANGRE DE TORO

Leo La Medición del Mundo, del escritor alemán Daniel Kehlmann. Muy ameno. Narra la vida, aventuras y peripecias del explorador Alexander von Humboldt y de su contemporáneo y muy cercano Carl Friedrich Gauss.

Von Humboldt, naturalista, viajero y aventurero incansable, recorre y explora nuestro planeta, pasa sobre estepas y selvas, navega por el Orinoco, recorre varios países americanos, escala volcanes, explora el fondo de las minas, conoce los venenos locales, describe corrientes marinas, vuelve a Europa y deslumbra con historias, sus bitácoras y todo cuanto trae consigo del nuevo mundo.

El otro joven es un destacado astrónomo, Carl Friedrich Gauss, más tarde llamado Príncipe de las Matemáticas en la Europa de fines del siglo XVIII. Brillante matemático, intenta demostrar que el espacio es curvo. Autentico galán y apasionado de las mujeres, es capaz de abandonar el lecho conyugal en plena noche para anotar una fórmula matemática.

Es 1828. Ya mayores, famosos, estos dos grandes científicos se reencuentran en Berlín, donde evocan recuerdos de juventud, investigaciones y aventuras pasadas.

Carl Gauss tiene un hijo joven que a la sazón suele vagar por Berlín. Ya un policía lo amonestó una vez por andar por ahí vagando. Soledad es lo que más siente. Escribe algunos versos en un papel, luego entra en una taberna y pide una cerveza. Eugen Gauss estudia leyes en la Universidad de Gottingen. Llegan dos y se sientan junto a él. Gottingen! exclama uno, un lugar temible… allí sí que hay jaleo! Eugen asiente con cierto aire conspirador a pesar de que no tenía idea. Pero vendría la libertad a pesar de todo!, aseguró el otro estudiante.

Seguro que sí, contesta Eugen.

Una hora más tarde caminaban juntos. Como era la costumbre, Gauss iba del brazo de uno, y unos treinta metros más atrás venía el otro para no les diera el alto algún gendarme.

“La nueva universidad de Humboldt, refería el estudiante que caminaba junto a Eugen, es la mejor del mundo, la mejor organizada y cuenta con los profesores más renombrados del país. El estado le temía más que al diablo.

¿Cuál Humboldt?, pregunta Eugen.

El mayor, contesta el otro. El decente. No el lacayo de los franceses.

Llegaron a una puerta en una callejuela retirada del centro de la ciudad. Germania? preguntan desde el interior. Alemán y libre! Contestan ambos. Los vigilantes intercambian una mirada, los dejan entrar. Bajan a un sótano que huele a moho. Cajas en el suelo y algunos barriles de vino apilados por aquí y por allá. Los dos estudiantes entonces dan vuelta sus solapas y aparecen escarapelas negras y rojas bordadas con hilo de oro. Abren una trampilla en el suelo. Hay otro sótano más abajo y una nueva escalera los conduce más hondo aun.

Seis filas de sillas y un atril desvencijado.

Unos veintes estudiantes esperan. Llevan bastón, todos. De las paredes cuelgan banderines rojos y blancos. Las antorchas en la pared proyectan sombras danzarinas. Eugen se siente un poco mareado, falta aire aquí abajo y hay una gran excitación. Cada vez llegan más estudiantes; algunos ojean el libro Gimnasia Alemana. Ya están ocupadas todas las sillas y la gente comienza a formar grupos apretados.

De pronto un hombre al que todos parecen conocer ingresa en el recinto y se hace un gran silencio.

(Me recuerda cuando vino el Papa Juan Pablo II a Chile. Estaba fotografiando para una periodista de un diario gringo y nos encontrábamos ese día en el local de la Democracia Cristiana en Santiago. Había gran expectación. Unos iban, otros venían, un grupo discutía en torno al color de los globos… ¡TODOS tienen que llevar uno, y TIENEN que ser amarillos por que los de Renovación Nacional van a ir todos de azul, así que no podemos usar el azul. Qué lata… y en la tribuna Andes, ¿quiénes van a estar allí? … no sé pero creo que están negociando todavía… si, además el estadio es enorme y tenemos la suerte de estar más o menos a unos 15° de su frente, mirando a la izquierda. No, te equivocas! es a la derecha, mira el plano… ah! si, tienes razón… y repentinamente un silencio que me pareció casi devoto: entró don Gabriel Valdés).

El hombre de esta historia es delgado y muy alto, calvo y con una gran barba gris. Figura imponente que Eugen ahora reconocía haber visto el día anterior en la taberna cuando lo defendió precisamente del policía que lo increpaba por vagar. Llega al atril y espera a que enciendan unas velas a sus espaldas. De pronto proclama con voz estentórea ¡No debéis saber mi nombre! Levanta el brazo y pregunta qué ven. Apenas se oye la respiración, nadie abre la boca, al fondo uno suspira. ¡Músculos! Se contesta el mismo. Vosotros, los bravos! hace una pausa… vosotros, los fuertes, los jóvenes, debéis aumentar vuestra fortaleza! Por que quien aspire a pensar en profundidad y hasta las últimas consecuencias tiene que endurecer el cuerpo. Se arremangó la pantorrilla y golpeó con su puño: aquí también! exclamó al mismo tiempo que mostraba la musculatura. Se incorporó y escudriñó a los presentes antes de gritar con voz estentórea: ¡Alemania tiene que ser justo como esta pierna!

Eugen mira a su alrededor. Algunos oyentes tienen la boca abierta, otros lloran, uno tiembla con los ojos cerrados, el que estaba sentado a su lado se comía las uñas y casi los dedos.

A los estudiantes miembros de una asociación, continuó el orador, nada debía doblegarlos. Al amigo la frente, al enemigo el pecho. Lo que oprimía al pueblo no era la fuerza del enemigo sino la propia debilidad. Estaba estrangulado; se golpeó el pecho con la palma de la mano… no podía respirar, ni moverse, no sabía qué hacer con su propia voluntad. El monarca, el francés y la clerigalla lo había sugestionado, sometiéndolo al afeminamiento y adormecimiento, en un sueño de chuparse el dedo. A diario uno se topaba con la injusticia por doquier… quién iba a oponerse sino los buenos estudiantes que hubieran renunciado al alcohol y a las mujeres para consagrarse a la fuerza, que fueran los monjes de Alemania, frescos y piadosos, alegres y libres? Habían expulsado al franchute, ahora le tocaba el turno al monarca, la alianza impía ya no duraría mucho, maldita sea la tiranía! Dio un puñetazo en el atril y Eugen se vio a si mismo gritando hurra junto a los demás. El barbudo permanecía tranquilo y erguido, los ojos penetrados en la multitud, cuando de pronto su rostro cambió de expresión y retrocedió.

Se sintió una corriente de aire; el griterío se extinguió: por las escaleras bajo un hombre seguido por cuatro gendarmes los cuales antes de un minuto ya tenían esposado al orador y comenzaban a poner orden entre los asistentes. No cederé, gritaba mientras el policía lo empujaba hacia las escaleras. Ha llegado el momento de la revolución! Iré por refuerzos dijo el otro policía, y se marchó corriendo. Al que chiste lo golpeo en la cabeza, dice el tercer gendarme; todos están mudos y Eugen siente ganas de llorar. No era el único. Varios sollozaban sin freno. Cincuenta estudiantes con bastones, pensaba Eugene, y tres policías. Bastaría que uno atacase para que los demás lo secundaran. Y si fuese él? Podía hacerlo; se lo imaginó por algunos segundos, pero luego comprendió que no sería capaz, se sintió cobarde. Se quedó sentado y en silencio, enjugándose las lágrimas. Al poco rato llegaron veinte gendarmes y un alto oficial de gruesos bigotes que parecía una foca.

Llévenselos, ordenó, que les tomen declaración en la comisaría para esclarecer la situación y mañana los entreguen a la autoridad competente.

Cuando se entera Gauss padre va con Humboldt a la comisaria para sacarlo, pero no es tan fácil, el joven ya ha sido anotado y debe prestar declaración. A la noche visitan al jefe de policía, en un prostíbulo; persuaden, ofrecen, demandan, Gauss no quiere publicidad. Finalmente consiguen el objetivo, pero Eugen, hijo de quien se codea con lo más encumbrado, debe abandonar el país y en 1930 se va a Estados Unidos de América, donde eventualmente se transforma en rico comerciante, se casa y tiene siete hijos y vivieron felices por siempre.

TRIBUTO

Ayer capté una imagen a escasas dos cuadras de un bus que las llamas consumían, en medio de una nube negra de tóxicos mezclada de gases lacrimógenos, smog, ansiedad, stress, nube que contiene de todo menos una gota de agua, un joven sin máscara ni discurso, con un tarro de pintura en la mano dibuja su homenaje a la mujer que cantó me gustan los estudiantes… la Violeta Parra.

Después, todos los marchantes se fueron, desaparecieron, las calles quedaron vacías. Totalmente vacías las calles reposaron.

NADIE

LA NOTICIA DEL DIA

LEIDA CON DESINTERÉS TOTAL.

Total, por una curiosa coincidencia, por una de esas casualidades altamente improbables, sin acuerdo ni organización alguna, aparentemente, a menos, claro está, lo que tendrá que comprobar el fisiólogo a su debido tiempo, las feromonas hayan hecho lo suyo y en cuyo caso los abogados ya está preparando sus argumentos para atrapar a las células que a falta de organización social se organizan entre ellas; decimos que la noticia del día está en letras blancas y dice en pocas palabras que ayer nadie fue al banco, nadie entró en las farmacias, nadie entró al mall, nadie entró al supermercado, nadie pagó sus cuentas, en fin, sencillamente, sin hacer ruidos ni alardes, como no habiendo acuerdo, los ciudadanos fueron a sus trabajos y por la tarde volvieron a sus casas. Eso fue todo. Pero hay algo más. Nadie encendió el televisor, nadie escuchó la radio, nadie compró el diario. Nadie, excepto, claro está, puesto que la imagen es indesmentible, la señora de la foto que vende huevos, choritos y otros frutos de la tierra, en un lugar llamado Angelmó. El avezado periodista la sorprendió leyendo un poema de un desconocido llamado José Saramago, y una lágrima en blanco y negro corría por su mejilla.

DANIEL NIETO DÍAZ-MUÑOZ

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