El sol de la mañana apenas nos ruboriza las mejillas. Trabajamos sin pudor desde temprano en un menú que, sabemos, excita los sentidos.

Elijo al azar los frascos de especias y semillas. Vierto en el mortero granos de mostaza, pimienta, hinojo y coriandro, agrego ají molido, romero y sal entrefina. La mezcla se entrega resignada a un masaje casi indecente entre el pilón y el mármol hasta que con su aroma, las pepitas claman piedad. Las veo suplicantes pero sonrientes y envueltas en su esencia. Compasiva, me detengo. Incorporo aceite de oliva y orégano.

El corte de carne elegido es ahora embadurnado a mano desnuda y limpia con aquella mezcolanza. Unas agujas de ajo se clavan en la carne como esquirlas de una inofensiva bomba. Así, ya maquillado para el convite, esperará paciente que la sazón lo invada, lo penetre de modo irreverente y solo entonces podrá entregarse al climax en el horno.

Mientras tanto otra asadera hace de cama para un abundante caudal de cebollas y ajíes multicolores cortados tan groseramente como me es posible. Unos dientes de ajo con camisa se entrometen justo antes de que el rocío de aceite los lubrique.

Siempre reinas, humildes e infaltables compañeras, las papas y batatas en rodajas gruesas se entregan relajadas en círculos concéntricos. Poco antes pasaron por un corto baño termal en la olla y por unas caricias con manteca y pimentón.

Es hora de encender el horno y descorchar un vino para acortar la espera y entonar el ánimo.

Mientras bebo, la miro, agraciada, orgullosa de sus marcas y de las manchas que la vida dejó en su superficie. La compramos cuando ya era vieja y nos enamoró al instante. Muchos la han usado en sus otras existencias, sabemos de una artista que con sus tintes, pinceles y cortantes ha provocado varias de esas heridas eternas. Sin embargo ella las luce radiante, conocedora de ese toque de distinción que la hace única. Sus tablas, de antiguo pino oregón, nos dan apoyo desde hace tiempo, han sostenido con igual candor delicias largamente meditadas y tentempiés rápidos en mediodías agitados. Hoy, que como pocas veces le cubro su bella desnudez, me disculpo con mi querida mesa por ocultarla bajo este lienzo de algodón.

Sé que todos los días son ocasiones especiales, que la vajilla hay que usarla, que es la única manera de honrar al trabajo puesto en cada pieza. Una fuente del mejor cristal que junta polvo en un estante no es nadie hasta que la memoria de su hacedor es invocada el glorioso día en que se la colma de manjares. La porcelana blanca que resalta en el mantel carmesí, las copas altas para el vino y los vasos grandes para el agua, se disponen a ser homenajeados a la vez que unas flores frescas entregan sus colores en el centro.

El horno ya les da la bienvenida a las bandejas, justo cuando las hojas de rúcula, berro y radicheta se entreveran en un gran perol de vidrio que nos deja ver sus tonalidades de clorofila joven y exultante.

Llegan los comensales y desde el balcón nuestras aromáticas, que toman el sol del mediodía, les dan la bienvenida exhibiendo sin pudor sus romances con los pimpollos de lavanda y las alegrías del hogar.

Los primeros jadeos desde el horno se sienten ya por toda la casa, impúdicos, invasivos y tentadores, imposible acallarlos, el extractor descansa porque hoy queremos eso, que los aromas se confundan en cada rincón anunciando que el momento se aproxima.

El aperitivo nos prepara el apetito, unas robustas olivas y un queso más sabroso que elegante dejan allanado el camino y dispuestos el alma y el cuerpo para lo que vendrá.

Son todos bienvenidos a la mesa, reciban el amor con que preparamos la comida, disfruten, gocen en esta orgía amigos míos porque acaso… ¿Tiene sentido una vida sin sabores?

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