Sonrisas estelares

Sonrisas estelares

Jael Sosa

22/07/2017

Sonrisas estelares

Personajes:

Francisca: Escritora, ermitaña, adicta a las anfetaminas.

Ignacio: Doctor, escéptico, derrotista.

La casa, el jardín de entrada, la sala de estar, el hogar encendido, una biblioteca gigante dividida por un soporte separador de libros de jardinería que dividían la literatura de Francisca a la izquierda y los libros de medicina de Ignacio a la derecha. A un lado de la eminente biblioteca, yacía un sillón de un cuerpo, revestido con una tela de gamuza color borgoña, que a su vez, se hallaba debajo de un candelabro antiguo ya herrumbroso por el pasar de los años, que trasmitía una tenue luz al lector. El único ventanal que cubría toda una pared del salón permanecía cerrado casi herméticamente, como quién se refugia de la inseguridad del exterior. Por último, la enorme mesa en el medio de la sala, sobre una gran alfombra persa, que Francisca utiliza para instalar su computadora portátil y explayarse en su tarea: su nuevo libro.

Francisca sentada en la silla con su portátil de cara a ella, piensa, piensa y no deja de pensar. Sabe que algo tiene que producir. Aparta los anteojos de su cara, frota sus ojos con las manos. Le duele la cabeza, más precisamente, le duele el lóbulo frontal. Sabe que si no tiene una idea, una revelación que descienda del cielo, su editorial va a dejar de apoyarla. Se desplomó sobre el respaldar de la silla, miró hacia el techo, y descifró un pensamiento que llegó a su mente rotundamente. Llegó tan fuerte que su cabeza se centró nuevamente, y mirando hacia el hogar y escuchando el crepitar de la madera y el carbón consumiéndose, concibió en su pensamiento, “mis pastillas”. Se levantó súbitamente, golpeándose el dedo meñique con la pata de la mesa. Se dobló y exclamó una maldición. Caminó renqueando hacia la biblioteca y tomó la cajita de metal que había dejado la noche anterior junto con el libro de Dostoyevski que tanto le gustaba. La abrió y vio esas cápsulas de colores y formas heterogéneas que la hacían sentir tan fuerte y satisfecha. Tomó una -no, mejor dos-; podría tomar tres pero no tenía ganas de escuchar el sermón de Ignacio cuando volviera. Las observó, sabía que tenía la idea de abandonarlas, de dejarlas a la intemperie, pero también sabía que la ayudarían a escribir. Pensándolo mejor, un poco de estimulación para terminar el mayor problema de su vida, en realidad, eran una solución. Tomó el vaso de agua que se encontraba en el posavasos de plástico a un lado del sillón, que para ella hacía las veces de posacafé. Habían tenido infinitas discusiones con Ignacio sobre ése insignificante posa recipiente. Pensó de nuevo. Ingirió a sus dos amigas, tomó una etiqueta de cigarrillos y sacó uno. Buscó el encendedor en el bolsillo trasero de su pantalón. No lo encontraba. Una desesperación inminente aceleró su pulso cardíaco. Era un encendedor, no era problema perderlo. Sin duda alguna sus ricos estimulantes estaban haciendo efecto. Pensó dónde estaría su añorado encendedor, salir, no salió, pensó. Hacía meses no salía, no desde que había empezado con la idea de un nuevo libro. Quizás era un pretexto lo del libro, ella sabía que la gente no le gustaba, que las situaciones sociales la incomodaban y que estar entre un tumulto de gente la hacía poner histérica. Además hacía frío y la comodidad y la calefacción que su casa le proporcionaba era suficiente para creerse feliz.

Recordó en eso, en esa ola de pensamientos, que había ayudado a Ignacio a prender con alcohol y su encendedor la madera del hogar. Se arrimó hasta el calor, lo sintió así, entrar en una pantalla de calor. Si Goku seguía buscando las esferas del dragón seguro acá encontraría una, aunque no recordaba si emitían calor, en realidad. Se río, lo que acababa de pensar no tenía sentido, aunque ya no recordaba con ímpetu que era lo que estaba pensando. Se inclinó y tomó su encendedor, salió de la pantalla de calor como esquivando rayos ultravioletas. Decidió jamás volver hasta tal estado calorífico. Tomó el cigarrillo que había dejado sobre la mesa y lo prendió, quedó aturdida por el calor de hacía un rato. Tomó el poco de agua que había dejado en su vaso y se sentó en la silla.

Quedó mirando un punto fijo entre el hogar y los ladrillos en la pared. Quedó como tildada, vio como un pantallazo de su vida frente a sus ojos. No como la pantalla de calor: esta pantalla era diferente; era otra. Una que nunca había visto en su vida. Podía ver cuán miserable era su vida, cuán miserable era todo lo que hacía, cómo era una inútil, y cómo no servía para nada. Cómo su marido no estaba nunca en casa y como ella siempre estaba. Cómo su matrimonio estaba completamente desgastado. Cómo odiaba a su esposo sin imprevistos, su forma de ser y su “docto desarrollado”: se creía un erudito y sólo era un explotado doctor de la clínica privada más ruin de la ciudad. Aunque lo odiaba, lo amaba y se había acostumbrado a vivir con ese hombre. No se imaginaba la vida sin él. Lo que concluyó, en ese momento, en última instancia, fue cómo tenía que escapar de la realidad con esas pastillas que eran tan hermosas e ilustres a la vez, cómo la arruinaban pero como la ayudaban a ser más productiva. ¿Pero con respecto a qué? Pensó. Su libro estaba sin terminar, con vagas ideas acerca de una historia sin fin. Como su matrimonio, pensó.

Ignacio estaba volviendo a casa en automóvil. Movió los cambios, pero se atoraban. Tendría que llevar a reparar la caja de cambios. La autopista estaba atiborrada de tráfico, personas que iban y venían. Al parecer había un recital cerca porque se escuchaba el solo de una guitarra eléctrica que recitaba sus triunfos más logrados y ella, amada por la audiencia, sabía que se lucía al compás de la música que la acompañaba. “Toda una orquesta del rock”, pensó. Frenó violentamente su auto. Distraído en sus meditaciones, olvidó la ilustre ciudad atestada de automóviles irónicamente inmóviles. Se acarició la barba, pensó que se tenía que afeitar con urgencia. A penas pudo, dobló bruscamente, no iba a aguantar más la autopista, haría el recorrido hasta su casa por dentro. Quería volver a la casa, darse un baño, después de dos guardias en un trabajo que comenzaba a odiar. Podría ir a la casa de su compañera de cirugías, bañarse ahí y quizás acostarse con ella. Lo necesitaba desde hacía días. Pensó con hastío en Francisca, sabía que tenía que volver a verla. Seguramente estaría drogada, tratando de terminar un libro que ni siquiera había empezado. Odiaba su matrimonio, la odiaba a ella y se odiaba a él. Sabía que su matrimonio se tendría que haber terminado hacía ya mucho tiempo. Detestaba engañarla con otras mujeres, pero era inevitable: vivir con Francisca es vivir con un fantasma, un ser que existe pero a la vez no, pensó. Dobló hacia una avenida para llegar directo a su casa, hizo algunos metros y vio una pancarta gigante que decía «¿Quiere salvar su matrimonio? Cristo es la respuesta». Comenzó a maldecir luego de leer ese cartel. Odiaba esas pancartas, odiaba a los cristianos creyéndose tener la solución a todo con un tipo inexistente. Siempre discutían con Francisca por esto. Ella siempre le decía que se creía un erudito capaz de saber todo cuando en realidad odiaba su vida y todas las decisiones que tomaba. También decía que si a esas personas creer en Dios les proporcionaba paz, debería aprender de ellos. No sabía que le causaba mayor odio: los cristianos creyéndose felices o su esposa drogadicta diciéndole que tenía que aprender de ellos. Quizás los dos, pensó. Pero si en algo tenía razón Francisca, era en que Ignacio odiaba su vida y las decisiones que tomaba. Llegó a la puerta de su casa. Antes de entrar miró hacia el cielo. Siempre lo hacía: era como si viera en el cielo la respuesta a sus inquietudes; como si calculara el camino a la realización de sus sueños. “Quizás Dios sí exista”, pensó. Luego volvió a la realidad, dio dos vueltas a la cerradura y entró en su casa.

Entró y cerró la puerta detrás de él. Vio la mesa y las sillas corridas de su lugar. No estaban sobre la alfombra que tanto le había costado en su viaje con Francisca a Marruecos. El mejor viaje que habían hecho juntos alguna vez. Se acercó y vio a su esposa tendida en el suelo, sobre la alfombra. También vio, a su lado, la cajita de metal que tenía esa medicina que ella no necesitaba para ser feliz. El fuego del hogar estaba cesando. La computadora portátil de Francisca estaba abierta, y en el procesador de texto sólo vio un título: “Sonrisas estelares

Francisca despertó, se sentó con las piernas estiradas, miró el rescoldo amainado del hogar, volteó y vio a Ignacio apagando la vela del candelabro. Era de día. Miró los insoportables libros de jardinería que dividían sus libros de los de él. ¿Por qué hasta nuestros libros tienen que estar separados?, se preguntó. Lo miró y le sonrió. Se tumbó contra la alfombra. Todo le daba vueltas.

Ignacio se acercó a Francisca, la miró, se inclinó y acarició su rostro. Sabía que ella era la única mujer que completaba su vida, la única persona que él amaba. Se recostó a su lado sobre la alfombra y la besó.

Francisca después de un momento, lo miró, se levantó y precipitadamente se acercó hasta la ventana que hacía años permanecía cerrada y, con vigor, empujó los postigos hacia afuera. La luz radiante entró e iluminó todo la casa. Francisca volteó y sonrió a Ignacio. Volvió a su lado. Y lo besó.

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