Capítulo I

¿Te doy una mano?

Despierto sutilmente como quien despierta de un placido sueño mirando al techo de lo que parece ser la habitación de un hospital. Es quizá, el sueño más confortable que he tenido, sin embargo, una leve incomodidad interrumpe mi éxtasis somnoliente; algo en mi frente me causa una incómoda picazón.

Esa sensación de piquiña mezclada con sudor se une de repente a una extraña molestia en mi pierna derecha, -similar al que sufren las personas con síndrome de pierna inquieta- y ambas sensaciones jugaban a hacerse sentir más. Pese a ello -y como suele pasar-, el sueño se siente tan pesado que aún la incomodidad más profunda tiende a tolerarse con gran facilidad mientras intentas caer en el total despertar.

Mis ojos luchaban por mantenerse abiertos en una suerte de competencia alternada que los cerraba fácilmente, sobre todo al ver la luz irradiante de aquella lampara en el techo que no recuerdo haber encendido, o incluso tener.

Algo llama mi atención prontamente, aquella habitación se encontraba en muy malas condiciones para ser un hospital y a medida que mi noción tomaba su lugar, empezaba a notar con más lucidez los manchones dispersos por todas las paredes de esa habitación a donde mi vista llegaba.,Pero mi pierna derecha sigue incomodándome cada vez más en la misma medida que salgo de mi agradable descansar.

A medida que más despierto mis sentidos también lo hacen, entre ellos mi olfato, sentido que no tardó en arrugar mi ceño de manera instintiva al percibir un fétido olor que impregnaba el lugar y penetraba desesperadamente en mi más profunda repugnancia; olor que ratificaba mi percepción onírica sobre lo abandonado que se encontraba mi entorno.

Al intentar mirar a los lados la picazón en mi frente también se deja notar junto a su origen, y es que mi cabeza se encuentra atada a una camilla con una suerte de cinto de cuero que no me deja mucha movilidad, no obstante, si puedo notar las paredes ensangrentadas y restos de ropas en la mesa de los lados que completan este dantesco escenario mientras que la incomodidad de mi pierna se torna en dolor.

Una pobre lampara pequeña alumbraba aquel escritorio ubicado en el extremo inferior de la habitación -justo a la derecha de la puerta- Sobre este, se encontraban dispersos papeles e implementos quirúrgicos curtidos por la mugre y el olvido.

Aquella lamparita parecía contender en intermitente encendido con la lampara del techo que en principio molestó mis ojos en mi despertar; esa tenue fuente de luz -junto a la del techo- eran las únicas que  iluminaban el lugar completo.

En el silencio del lugar se escuchaban en la distancia, -como ahogados en el vacío-, a los carros pasar -aunque no muy seguido- lo que me hacía concluir que me encontraba en algún lugar a las afueras de la ciudad, o quizá era de noche y no podía verlo, no lo sé.

Se podían escuchar a las ratas caminar por el suelo libremente, el lugar era tan grotesco que podía asegurar que ellas eran las moradoras permanentes y yo el huésped furtivo, aquel ser que de alguna manera se coló sin avisar en su morada.

El fuerte dolor de mi pierna ya no me deja pensar en más nada, intento rascarme solo para percatarme que mis manos también yacían amarradas a esa camilla sobre la cual reposaba todo mi cuerpo entero; de manera que, -con gran esfuerzo-, levanto un poco la mirada sobre mi pómulo derecho girando la cabeza en esa misma dirección, ¡pero no debí hacerlo!

Mis miedos afloraron bruscamente como espuma de una cerveza servida sin el más mínimo cuidado, cuando veo a unas cuantas ratas dándose un festín sobre mi pierna derecha, no pude contener el comenzar a gritar frenéticamente.

Me sacudo por reflejo y mi terror muestra su primera carta en esta sádica jugada en la que ya iba perdiendo; mi pie derecho, -desde el tobillo-, se queda sobre la camilla sujeto al cinto que lo retiene y justo ahí miro el resto de mi pierna apretada con un torniquete, sin mi pie. Las ratas habían comido de ella a tal punto que lograron separarlo y solo esa pequeña tira de hule evitaba mi desangramiento.

Rápidamente vuelvo a intentar liberar mis manos con vano afán mientras no puedo evitar llorar desesperadamente; voy palpando con mis dedos y comprendo que, en definitiva, estoy atado a esa camilla de hospital, -esas que suelen usarse solo en las salas de emergencias-, pues su textura era metálica y fría.

Asumí mi destino, alguien me trajo hasta aquí y en absoluto este me resultaba un buen lugar para estar acostado amarrado a una camilla. Solo soy la víctima de algún desquiciado enfermo que sin ninguna razón pretende cumplir alguna suerte de sádica acción sobre mí. 

En mi reflexión expuesta por mi vulnerabilidad evidente miraba en mis recuerdos para ver si había lastimado a alguien, si de alguna forma merecía estar allí, si debía pagar por algo que le hice a alguien, pero simplemente nada fluía, por lo que mi llanto seguía siendo inevitable.

En medio de la desesperación me encuentro de repente gritando de terror, llamando a todos lados con gritos de auxilio que nadie parece escuchar mientras que todas las imágenes de mi vida pasaban por mi cabeza, mis recuerdos se nublaron y se confundían entre sí, no sabía bien quien era yo o que me había traído acá, recordaba cosas que no recuerdo haber vivido, mis hijos, mi esposa, no lo comprendía en ninguna forma. 

Quizá estoy bajo los efectos de alguna droga, alguna suerte de broma pesada de mis amigos que se salió de control; no sabía nada ni entendía nada, solo quería poder levantarme y correr sin mirar atrás.

De repente y casi de la nada, una silueta se asoma sobre mi haciéndose sombra con su propio cuerpo de espaldas a aquella pequeña lampara del techo. Era un rostro sin cara, la luz sobre su cabeza solo dejaba ver un leve reflejo dibujado sobre el marco de sus lentes y su voz difusa por el tapaboca que cubría la mitad de su rostro.

  • ¿Tienes miedo? -pregunta con su voz agudamente intimidante.
  • ¿Quién eres? – ¿Porque haces esto? Respondo.

Pero un fuerte dolor que llega hasta mi cerviz invade mi brazo derecho y al instante me muestra una mano cortada que movía sobre mi diciendo:

  • ¿No necesitas que te de una mano?

No me toma mucho tiempo entender que esa mano que goteaba de sangre sobre mi rostro era -o fue- mía hasta hace unos segundos, horrorizándome mucho más en una afluencia de sensaciones y gritos que nunca pensé tener o emitir.

Sin dudar coloca un torniquete en mi antebrazo para evitar el sangrado y deja caer mi mano cortada sobre mi pecho no sin antes jugar con ella sádicamente en mi rostro haciendo que los dedos se movieran como marionetas muertas; se da la vuelta hacía una mesa de trabajo metálica ubicada a mi derecha y simplemente me da la espalda por completo.

Giro en su dirección casi tanto como puedo para intentar mirar lo que hace y noto que intenta decidirse sobre que herramienta o instrumento usar, los miraba y soltaba una y otra vez murmurando consigo mismo como quien se reprocha en silencio malas decisiones.

No se si muera por el terror que siento, por las heridas causadas o por alguna infección ocasionada en las fauces de esas ratas o incluso, en el filo de ese estilizado cuchillo que usó para desmembrar mi mano.

Mi mente me juega malos ratos confundiéndome en las sensaciones de mi mano, aún puedo sentir el cosquilleo en mi dedo anular, aún puedo sentir que me pica e incluso que la puedo mover como si el fantasma de mi inerte mano aún ocupara su lugar.

Busco inconscientemente la idea en lo más profundo de mi subjetividad de que todo sea solo una horrible pesadilla de la que pronto despertaré; siento que incluso se agudiza mi locura por el hecho de no obtener respuestas de él ante mis insistentes palabras y preguntas.

De pronto sé que mi brazo, -ya sin la mano-, puedo sacarlo de la cinta de cuero que lo sujetaba, ya que solo era limitado por el hecho mismo de tenerla, así que rápidamente intento calmarme para pensar cómo aprovechar esto, no se me ocurre nada,

¡Cálmate y piensa, cálmate! ¡Saldrás de esta!

Él comienza a volver hacía mí y comprendo que no tengo otras chances, y que lo peor está por venir, así que comienzo a moverme con todas mis fuerzas y a gritar,

  • ¡Maldito bastardo!, ¡aléjate de mí!, ¡no me toques!, ¿porque haces esto?

Pero él solo me mira fijamente sin siquiera pestañar, sus ojos brillantes como perlas pulidas me espantaban, no expresaba emoción alguna.

En el forcejeo la mano que yacía sobre mi pecho se cae al suelo, él la observa, levanta su mirada suavemente hacía mí y me dice:

  • Debes aprender a cuidar tu cuerpo.

Se agacha a recogerla y yo sin pensarlo le atizo un fuerte golpe con mi codo del brazo que tenía libre, con la suerte que atino a darle en toda la cien desmayándolo al instante.

  • ¡Auxilio!, exclamo con todas mis fuerzas una y otra vez, ¡auxilio!

¿Qué sucede? de pronto comienzo a sentirme muy mareado y con sueño, pero trato de mantenerme despierto para seguir pidiendo ayuda.

  • ¡Auxilio!

¿Por qué me siento tan débil?

Entonces escucho un goteo constante y al levantar mi brazo veo que aquel golpe que por momentos me dio esperanzas de escapar también había sellado mi destino pues el torniquete se había desprendido en el golpe haciendo que mi sangre anunciara mí final tras cada gota caída.

Mis fuerzas se agotan y ya no puedo lograr mantenerme despierto, mi lucha termina acá, descansaré un rato.

Una suave voz femenina y muy dulce me despierta:

  • ¿Sr. Albert?, ¿estás bien? debe calmarse-, mientras acariciaba mi frente.
  • Fue un sueño, – dije en voz alta-.

Miro a los lados y la habitación estaba limpia, impecable, la luz blanca era hermosa y las paredes sin una mancha de sucio, de sangre; la camilla donde me encontraba era otra, al parecer algo había salido bien pues estaba todo limpio y los que me atendían vestían ropas de enfermeros.

No hago el más mínimo esfuerzo por entender y solo respiro con gran alivio por sentir que todo había sido un sueño. Al mirar mi brazo derecho respiro de tranquilidad al ver que mi mano sigue ahí y sonreí por el hecho de saberme vivo, más vivo que nunca, y a salvo.

De alguna manera aquello si había ocurrido, pero debieron haberme rescatado y ya estaba seguro, así que no pude evitar sonreír y exhalar con total desprendimiento en medio de mis confusas ideas.

  • ¡Estoy muy mareado enfermera!

Algo incómodo comienza a molestarme en la frente recordándome aquel mal momento aparentemente vivido, pero mi desconcierto se agudiza cuando en efecto estoy nuevamente amarrado a esa cama por cintos que me aferran en cada una de mis extremidades.

  • Disculpe señorita, ¿Qué es esto? no entiendo que hago acá-

Entonces ella sin responderme mira al hombre que estaba por detrás de mí, a la altura de mi cabeza,

  • Parece que el anestésico está haciendo efecto, -le indica-

Luego me mira y con voz fría me dice -Quizá intentas ocultarlo-

Y sin decir otra palabra colocaba lo que ella identificó como «la tercera dosis» usando una inyección mientras escucho una voz de fondo diciendo:

Señor Marlon Cartier se le condena a pena de muerte por los más de 100 torturados y asesinados.

¿Tiene usted unas últimas palabras?

Mi mente se pone en blanco y de la nada todo vuelve; mis recuerdos; la noción de quien era yo realmente; todo en efecto fue un sueño, un sueño muy vivido, una suerte de ironía poética sufrida en primera persona en la extinta humanidad de mi victima número 200, mi premio final antes de ser atrapado.

No, no tengo nada que decir.

Un frio recorre mi cuerpo y mi corazón comienza a disminuir en sus latidos. Aún puedo ver, a pesar de que ya no siento nada, ¡escúchenme! Grito en la profundidad de mi mente; mi cerebro sigue despierto, pero no puedo siquiera moverme o respirar ya.

Puedo escuchar en la distancia pasos de personas retirándose del lugar, y unos tantos comentando:

  • Se dice que nunca se supo cuantas personas mató en realidad.
  • Es posible que aún tenga victimas ocultas en algún lado.
  • Maldito asesino, se lo merecía.

Ya no puedo oír nada, ya no respiro, nada de lo que digan importa ya.

  • Si, cierren mis ojos por favor porque yo ya no lo puedo hacer.

Hora de deceso: 4:45pm del día miércoles 27 de febrero año 1986.

En algún lugar de la nada, una joven despierta en una camilla de lo que parecía ser un viejo hospital, cuando mira a sus lados con gran dificultad -ya que se encontraba fijamente atada-, observa qué el entorno parece ser un viejo hospital lleno de cuerpos por doquier; junto a ella -a sus ambos lados- hay filas de camillas con personas igualmente amarradas que gritan, llaman y lloran de manera inentendible mientras otras parecen muertas o letárgicas.

¡Oye! ¡Oye! Vamos a estar bien, le dice una voz.

  • El sujeto que nos amarró acá tiene mucho tiempo sin volver, no creo que lo haga, desmembró y torturo hasta morir al sujeto que está a mi derecha; un día se fue y nunca más volvió -agregó el hombre que estaba acostado también a su diestra.

¿Cómo lo sabes?, – pregunta la joven, llorando abrumada.

A lo que él respondió:

Porque el siguiente era yo y me dijo antes de irse,

-“Ya vuelvo para darte una mano”.

continuara.

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